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14 de octubre de 2013

Hay diversos motivos para el auge del separatismo catalán.

Uno muy reciente: el Tribunal Constitucional rechazó partes del Estatuto de Cataluña previamente aprobadas por el Parlamento catalán y por un referendum en Cataluña. Como en muchas cuestiones jurídicas, el Tribunal disponía de argumentos tanto para considerar que esas partes eran constitucionales como para lo contrario, pero el Tribunal se desprestigió torpemente una vez más haciéndose portavoz del nacionalismo español, y eligió la opción que más podía ofender en Cataluña.

Un segundo motivo: la ideología antiespañola que promueven unos allí y la ideología anticatalana que promueven otros aquí. He presenciado estupefacto cómo a algún españolista le ofende sobremanera que los catalanes hablen catalán. ¿Pues qué quiere, que hablen arameo?

Hay una razón estética para el separatismo que en parte comprendo. A mí tampoco me gusta pertenecer a un país que entre sus gentes diversas cuenta en lugar preeminente con los miembros de la conferencia episcopal y de la derecha españolista (Aznar, Rajoy, Cospedal, Montoro, Gallardón o Wert, qué pesadilla). Pero la derecha dura catalana, aunque con mejores modales, no le va a la zaga. Por esa misma razón tampoco me gustaría pertenecer a Cataluña si fuera catalán.

En el subsuelo puede funcionar otra razón para el independentismo, que tiene que ver con los intereses de la clase política catalana. Habrá muchos y brillantes nuevos cargos para la burocracia política si Cataluña se independiza.

Pero dejando aparte estas razones, parece que las principales que se esgrimen en Cataluña son de dos clases, relacionada una con la identidad y otra con la economía.

Cuando un pueblo es sojuzgado por otro, cuando los valores de la propia cultura son perseguidos o menospreciados, la lucha nacionalista es una respuesta legítima. La lengua y la cultura catalana fueron maltratadas por la dictadura franquista, y el nacionalismo catalán acumuló resentimientos que costará mucho tiempo eliminar. Conviene sin embargo recordar que la dictadura franquista no cayó sólo sobre el pueblo catalán, sino sobre el pueblo español, y que la jerarquía católica y la burguesía catalanas colaboraron con aquel régimen a cambio de privilegios y beneficios, lo mismo que la jerarquía católica y la burguesía del resto de España.

La situación actual es, sin embargo, muy distinta. No hay ahora aspecto alguno de la cultura catalana que sea perseguido o menospreciado por las instituciones estatales y la autonomía política catalana está menos limitada por la legislación española que por la de la Unión Europea.

Al faltar esta causa realista, el nacionalismo catalán subsiste como herencia, y también porque, como todo nacionalismo (por ejemplo el nacionalismo español), viene siendo inculcado desde la escuela como forma de integración legitimatoria. Cumple esta función mediante el concepto de patria que trasciende a sus ciudadanos, los identifica y aglutina. Cataluña sería así una entidad tan real como su territorio y sus habitantes, pero que no se reduce a ellos, que los trasciende. Una entidad ideal que exige reconocimiento y libertad, que exige por tanto Estado propio.

Se trata de una construcción mítica que, al margen de la intención de sus defensores, consigue que los de abajo (digámoslo así) se sientan hermanos de los de arriba, como hijos todos de la madre común, algo que ha sido y sigue siendo de gran utilidad a la burguesía: el papel de hermanos sustituye al de explotadores y explotados, al punto que los de abajo han estado dispuestos a dar su vida por la patria en las guerras que los intereses económicos de los de arriba han venido montando aquí y allá.

El nacionalismo catalán se presenta como irredento, como sometido y necesitado de libertad. Pero la realidad es que son las clases populares de toda España (y de todo el mundo) las explotadas y sometidas por una minoría mundializada, y resulta que los representantes políticos de esa minoría en Cataluña se presentan como defensores de su pueblo explotado erigiendo como enemigo y como explotador a otro pueblo explotado. Artur Mas enarbola la bandera del independentismo mientras se dedica a recortes brutales del gasto social en perjuicio del pueblo que lidera.

Una contradicción del nacionalismo catalán es que, mientras busca la independencia como exigencia de la esencia de la nación catalana, quiere seguir perteneciendo a la Unión Europea, que quita más soberanía e independencia que el Estado español, pero que a cambio da ventajas económicas. Ese es el papel subterráneo que en este asunto juega “la pela”.

Por esa contradicción, el nacionalismo, que vale para consumo interno, es molesto a muchos empresarios catalanes cuando va demasiado lejos por la vía independentista. Pues temen que sus negocios disminuyan si hay obstáculos para acceder al mercado español o para permanecer en la Comunidad Europea.

Con esto hemos llegado al argumento económico. Se ha hecho creer a muchos catalanes que separados de España les iría mejor económicamente, pero lo cierto es que cuanto más pequeño es un Estado menos fuerza tiene y más fácil es que sea presa de intereses económicos ajenos. Las dos Alemanias se han unido en un Estado que es más fuerte que la suma de los dos anteriores a la unión, y muchos creen que esta Alemania unificada tiene interés en que se dé un proceso contrario, de disgregación, en otras partes de Europa, algo que aumentaría el predominio económico alemán en la UE.

En todo caso la división va contra un proceso general de unificación, representado, aunque torpemente, por la propia Unión Europea de la que Cataluña no quiere salir.

Otra cosa es que tengan razón los catalanes que creen que hay una distribución injusta del dinero porque el Estado saca de Cataluña más de lo que debiera, o invierte en Cataluña menos de lo que debiera. Si tal cosa ocurre (los hay que dicen que no ocurre, pero en todo caso no ha de ser difícil comprobarlo por una comisión de expertos imparciales) basta cambiar las normas para que ese reparto sea justo.

Diferente es el caso si algunos catalanes, como miembros de una comunidad más rica, no quieren aportar algo para equilibrar el desarrollo de las distintas Comunidades, lo cual, sobre ser poco generoso, es incoherente y además torpe. No es coherente aprovechar fondos de cohesión europeos como receptores y no querer contribuir a los españoles. Y es torpe negarse a esa contribución, pues la prosperidad de las demás Comunidades es condición para la prosperidad catalana.

Finalmente, hay un motivo de disgusto catalán que parece basado en una idea cuya defensa no veo clara. Para satisfacer a los catalanes que repudian eso que se ha llamado “café para todos” habría que diferenciar dentro de España entre naciones y comunidades. Y parece que se establece como condición para ser nación que se tenga lengua propia. Habría, pues, tres naciones, Galicia, Euskadi y Cataluña. Y una cuarta nación, España, partida en Comunidades. Todo lo cual debería reflejarse en la Constitución. El problema es que las naciones no se corresponden con las lenguas. Naciones distintas hablan la misma lengua y hay naciones en las que se hablan lenguas diversas. Si aceptamos el derecho a decidir, un pueblo es nación si así lo decide. Andalucía, Canarias, Extremadura o Valencia tienen el mismo derecho que Cataluña a separarse de España y constituirse en naciones con Estado. Si lo que se pretende es un reconocimiento de la lengua propia y de las competencias derivadas de este hecho, la cosa es de fácil solución (aunque sea costoso, como el derecho a expresarse en catalán, gallego o euskera en el Parlamento estatal, que requeriría traducción simultánea). Incluso, si así se quiere, cabría introducir en la Constitución la constatación inocua de que muchos catalanes, vascos y gallegos consideran que sus países son naciones, e introducir en los correspondientes Estatutos la declaración, igualmente inocua, de que esos países son naciones. Pero cualquier otra Comunidad podría introducir una declaración semejante en su Estatuto si así lo decidiera. Sería infantil que los catalanes pusieran su interés en tener algo sólo porque otros no lo puedan tener.

Si al margen de esto se pretenden más derechos que los de las autonomías sin lengua propia (como tener un tratamiento fiscal más favorable o competencias que no puedan generalizarse porque entonces volveríamos al café para todos) la cosa carece de justificación y no debe prosperar. Pensemos, por ejemplo, en Andalucía o Canarias: ¿Van a tolerar que por tener el castellano por lengua propia sean peor tratadas fiscalmente o carezcan de competencias que otras comunidades tienen? No, y con toda razón. En cuanto al concierto vasco: no hay duda de que en una nueva Constitución y un nuevo Estado Federal (que creo que sería la solución adecuada) tal concierto debería generalizarse o desaparecer.

He vivido en Extremadura, Madrid, Valencia, Canarias y Andalucía, he viajado con frecuencia a Cataluña y a otras partes de España y para mí España no es una entidad mística, es sólo un territorio habitado por gentes diversas, que tienen diversas lenguas, costumbres y tradiciones, gentes que pertenecen a clases sociales de intereses enfrentados. Muchas cosas y gentes de España me agradan y otras me desagradan. Nada más. Si amo a España es porque en cualquiera de sus partes me siento en casa. Porque tengo un hijo casado con una mujer catalana y dos de mis nietos son catalanes, y también porque como persona de izquierdas soy internacionalista, me apena que muchos catalanes quieran que Cataluña se separe de España. Y me disgusta en la misma medida que muchos españoles miren sin comprensión a los catalanes.

Pienso que este conflicto podría arreglarse si hubiera buena voluntad por ambas partes, pero, siendo como somos, parece que lo fácil es imposible.

Si quiere hacer algún comentario, observación o pregunta puede ponerse en contacto conmigo en el siguiente correo:

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