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BURKINI, TACONES ALTOS Y MACHISMO (26 de septiembre de 2016)

Hay distintas cuestiones afectadas por la discusión sobre burka, burkini y hiyab: culturas, religiones, derechos humanos, machismo, libertad individual…

Voy a entrar en el tema para defender que esas prendas no deberían prohibirse, pero sobre todo para señalar su parecido con otras imposiciones culturales que, por ser nuestras, entre nosotros resultan invisibles. Me refiero, claro, al machismo que impregna muchas de las decisiones “libres” que la mayor parte de las mujeres occidentales adoptan sobre sus cuerpos con el beneplácito y admiración de la mayor parte de los hombres occidentales.

Etnocentrismo y relativismo cultural


Inicialmente, la tendencia natural del antropólogo que estudiaba otras culturas partió de la convicción de que la cultura occidental es superior a las restantes y que por ello hay que juzgar a las demás desde ella, e incluso extenderla al mundo entero. Es nuestra cultura la que representa el progreso científico, el respeto al individuo, considerado ciudadano y no súbdito, la igualdad de derechos (entre individuos de distintas clases o de distinto sexo), el laicismo, los ideales ilustrados, la democracia.

A esta concepción etnocentrista siguió una reacción pendular según la cual todas las culturas tienen el mismo derecho a existir y todas, igualmente valiosas, consisten en formas de adaptación al medio, incomparable cada una con cualquiera otra.

Ninguna de estas posiciones parece libre de críticas.

Es cierto que el último gran desarrollo de la ciencia ha sido impulsado en occidente, y que nuestro progreso ético ha llevado a la formulación de derechos humanos incorporados en parte por los diseñadores de nuestros sistemas políticos y nuestras legislaciones penales. Esto es un avance universalizable que sería bueno que terminara siendo incorporado por todas las culturas restantes, no importa que para ello tuvieran que cambiar aspectos esenciales.

Pero no es para que estemos orgullosos y miremos a los demás por encima del hombro.

Por una parte los conocimientos y valores de la cultura occidental no están presentes en cada individuo de esta cultura, ni ausentes en cada individuo perteneciente a otras culturas. Muchos de los occidentales distan de haber asimilado el conocimiento científico y de regularse por valores como la tolerancia, el respeto al otro, el laicismo, etc. En nuestras sociedades el imperio de los derechos humanos es con frecuencia más aparente que efectivo, aumentan las desigualdades e injusticias, la democracia es aparente, la corrupción desmedida, la ignorancia de las poblaciones muy grande, el machismo, la xenofobia, la homofobia y el fascismo muy visibles… Hay países como España donde el laicismo es relativo, y la iglesia católica tiene parcelas de control injustificables. La pena de muerte sigue existiendo en Estados Unidos, y en muchos países occidentales sólo ha sido abolida recientemente. Recordemos que estos países han ofrecido su verdadero rostro al permanecer impasibles ante decenas de miles de muertos por ébola y reaccionar sólo cuando se ha contagiado uno de los nuestros. Y que se están comportando de manera tan egoísta con los refugiados que muchos sentimos vergüenza de ser europeos.
Por otra parte países que consideramos inferiores muestran un grado mucho más grande de solidaridad y ayuda mutua que nosotros pese a su pobreza. Cierto que en algunos casos mantienen comportamientos intolerables, y no me refiero a su terrorismo, que es réplica al nuestro, sino a comportamientos que no se dan entre nosotros, como la ablación o el burka.

Nuestros Gobiernos podrían presionar a los Estados que autorizan o promueven esas prácticas, pero intereses económicos y geopolíticos les llevan a respaldar con frecuencia a regímenes que oprimen a las mujeres. Y nuestras poblaciones no protestan lo suficiente.

Otra cosa es que tales costumbres se vengan a ejecutar en nuestros países por personas inmigrantes, caso en que cabe diferenciar entre la ablación y el burka. Lo primero está penado entre nosotros, tipificado como una mutilación, un delito contra la integridad física de la persona. En cambio no hay normas penales sobre la vestimenta, salvo las que prohíben el escándalo que puede producir la desnudez en lugares públicos, nunca el exceso de ropa.

Sin embargo, desde que en Niza se prohibió el uso del burkini y en España se revocó una prohibición escolar del hiyab, se viene discutiendo sobre la tolerancia de esas ropas con argumentos que se pueden resumir así:

A favor de la prohibición


Estas ropas son instrumentos de sojuzgamiento de la mujer y por tanto intolerables. Se trata de una forma de cultura machista, que hace a las mujeres culpables de su cuerpo, impidiéndoles mostrarlo en público en la misma forma que los hombres.

Las personas que emigran a nuestros países, se argumenta, tienen que comprender que no pueden atacar nuestros valores con sus acciones. Aquí nadie puede obligar a una mujer a que oculte partes de su cuerpo que nuestras costumbres autorizan a mostrar.

Del burka se ha dicho además que es peligroso porque permite la no identificación de terroristas, y que por tanto hay una razón de seguridad nacional para prohibirlo al menos en ciertos lugares. Pero este no es el caso de las otras dos prendas, por más que ponerse el burkini en Niza, precisamente después del atentado yihadista, haya parecido a algunos una provocación insoportable.

En contra de la prohibición


El argumento principal es que muchas mujeres usan esas prendas por su voluntad. Por tanto nada hay que objetar desde una cultura como la nuestra, que defiende la libertad individual. Hay que permitir que cada cual vista como quiera.

Se añade también que las mujeres que usan esas prendas, incluso aunque lo hicieran sin libertad, al menos mejoran su situación, al poder acudir a una playa o a la escuela. Prohibir el uso sería por tanto perjudicarlas en lugar de actuar a su favor.

A vueltas con la libertad


Se supone que la mujer que lleva esas prendas libremente lo hace porque quiere, y quiere porque cree que la mujer debe llevarlas. Pero ¿ha nacido en ella esa creencia como resultado de una reflexión libre o le ha sido inoculada por su cultura cuando ella carecía de capacidad de juicio y, por tanto, de defensa?

El libre albedrío


La idea común es que cada persona dispone de libre albedrío, lo que quiere decir que en su cuerpo mora un alma que toma sus decisiones, y que ese alma no está sometida a las determinaciones materiales. De manera que cuando una mujer decide ponerse un burkini es que así lo ha decidido su alma libre. Esta teoría es gratuita, pero además acumula mucha evidencia empírica en contra. Dejémosla a los creyentes en almas y pasemos a una consideración del asunto más conectada con la ciencia, según la cual la voluntad es un resultado de la interacción de partes del sistema cerebral con las entradas externas.

Podemos hablar de dos situaciones, aquella en que alguien es consciente de su falta de libertad y aquella en que es consciente de que actúa libremente.

Falta de libertad consciente


Experimenta falta de libertad el preso sometido a la disciplina carcelaria, o la víctima de amenazas o chantajes, o quien se ve impedido por la opinión pública o por la ley, o quien se siente esclavo de una pasión o un vicio.

Muchas mujeres usan el burkini con esta conciencia de falta de libertad. Lo hacen por imposición cultural, por miedo a represalias, etc.

Falsa libertad consciente


El caso interesante es el de la persona que se cree libre porque ha hecho lo que quería hacer. Pues entonces hemos de preguntarnos cómo se ha formado dentro de ella ese querer, y la respuesta puede apuntar a una de tres situaciones típicas:

a) La de un querer fabricado al adquirir durante el periodo de socialización determinadas pautas neutrales. Es el caso del asco, predisposición genética abstracta, sin contenido, que cada cultura llena del contenido más apto para la supervivencia en un medio dado. Yo actúo “libremente” rechazando algo que me da asco, pero actúo así porque ese concreto asco fue introducido en mí por quienes me rodearon desde que nací. Sin embargo esa pauta no me perjudica en beneficio de otros y por eso la he llamado neutral.

b) La de un querer inducido “no neutral”, que se fabrica por decisión de los controladores de significados culturales en su beneficio. Ahí están los distintos sacerdocios (religiosos y laicos) con sus púlpitos eclesiásticos, sus escuelas, sus medios de comunicación, que actúan básicamente por dos vías:

Recordemos los escrúpulos de los primeros teóricos de la democracia: no se podía dar el voto a los que carecían de propiedades, porque al ser mayoría podrían legislar contra la propiedad. Hasta que se fue sabiendo que es muy fácil hacerles votar “libremente” a favor de intereses de quienes les dominan y explotan. Ahí tenemos a millones de votantes convencidos de que votan “libremente”. En efecto, nadie les ha puesto una pistola al pecho.

c) La tercera situación es la de quien sabe por qué quiere lo que quiere y no yerra en ese saber. Su decisión es autónoma, y requiere conocimiento del propio funcionamiento y de las presiones del medio, distinguiendo entre las que son legítimas y las que esclavizan secretamente en beneficio de otros. Sólo en este caso podemos hablar de libertad (sin comillas). Es decir, en pocas ocasiones.

En principio cabría decir que las mujeres que se colocan “libremente” el burka, el burkini o el hiyab se encuentran en la segunda situación.

El reverso de la medalla: cosas nuestras relacionadas con el machismo


Nos resulta fácil ver la relación entre burka, burkini o hiyab y un machismo insoportable. Todo lo que se dice al respecto es razonable.

Ahora bien, en nuestra cultura el machismo adopta la forma contraria, pero ya no es tan fácil que así se vea. Sobre este asunto me remito a la entrada de este blog “Bello sexo y machismo”.

Al considerar a la mujer portadora de la belleza y al hombre de otras cualidades, se ha obligado a la mujer a mil esfuerzos y desembolsos para conservar, acrecentar o fabricar belleza, o para disimular o disminuir fealdades, algo que no obliga a los hombres de parecida forma. Nuestras mujeres “se arreglan” pintando labios, párpados, mejillas y uñas, usan torturantes zapatos de altos tacones, leen revistas de moda con avidez y usan ropas diseñadas para hacer exhibición, más o menos discreta, de eso que se llama encantos femeninos. Creen hacerlo voluntariamente, puesto que ninguna persona, ley o institución las obliga a ello.

Pero ¿por qué a la mayoría de los hombres no se les ocurre “libremente” hacer cosas equivalentes? Si sólo se tratara del gusto libre, y no hubiera una distribución social de roles y símbolos, ocurriría que parecido número de hombres y mujeres tendrían esas pautas.

Tanto en nuestra cultura como en la que impone el ocultamiento del cuerpo de la mujer se adopta el punto de vista del hombre y en consecuencia se considera que la mujer es un objeto erótico deseable. Mientras en otros países se decide que por ello debe ocultarse a las miradas ajenas, en los nuestros se acepta que la mujer es libre, pero a continuación se la determina, vía mercado y publicidad, a arreglar con mil productos y exhibir “libremente”, como su auténtica riqueza femenina, aquello que la hace deseable al hombre.

El caso en otro mundo posible


Imaginemos que el progreso cognitivo y moral ha terminado creando un tipo de sociedad en la que el machismo ha desaparecido, y no sólo el brutal, también el sutil. Las mujeres y los hombres cuidan su aspecto de manera semejante, mediante la buena alimentación y el ejercicio deportivo. No hay mil productos para exclusiva aplicación al cuerpo de las mujeres, y ellas fían su atractivo, como los hombres, a la inteligencia, el cultivo de las artes, la simpatía, la gracia. No hay modas que impongan una forma de vestir y calzar. Cada cual es libre de elegir su forma de presentación, pero salvo en fiestas de carnaval, casi todos optan por lo que, siendo cómodo y sencillo, se adapta mejor a las hechuras de su cuerpo.
A esta sociedad emigran desde nuestros países muchachos que engominan su despeinado y se tatúan el cuerpo, muchachas que utilizan numerosos ungüentos y pinturas, emplean la cirugía para aumentar sus mamas, calzan zapatos de altos tacones y se hacen las fotos de rigor ataviadas con impresionantes vestidos blancos de novia, todo ello en la creencia de que hacen “lo natural”, que es aumentar su belleza y atractivo. Y así es tal vez para sus colegas, los inmigrantes masculinos. Pero entretanto los originarios de la cultura de recepción apartan la vista piadosamente, por el fuerte desagrado que les producen esos rasgos tan claramente simbólicos de un machismo atávico y tan relacionados con una cultura que prodiga el consumo, pero no el conocimiento.

En todo caso, no hacen culpables a los extraños inmigrantes, pues saben que su voluntad se les fabricó interesadamente desde fuera. Y por ello, para no empeorar su situación, se les permite que actúen como quieran, a la espera de que la cultura más avanzada llegue a ellos y les haga personas nuevas y libres a través del conocimiento. Al menos a las nuevas generaciones que en ella se educan.


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