1.- Aparte de apelar a la globalización, ¿cómo se justifican decisiones sobre déficit, deuda pública y recortes en los servicios sociales, imponiendo antidemocráticamente a los Estados miembros de la UE unas cifras como si de ninguna manera pudieran ser otras?
En los argumentos justificatorios está implícita la apelación a una supuesta ciencia económica. Se trata de legitimar esas políticas criminales presentándolas no como resultado de la voluntad codiciosa de los ricos, sino como necesarias en virtud de las leyes científicas que rigen la economía.
Así se ha promovido la creencia, en la que acaban cayendo ingenuamente muchos de los dannificados, de que sólo los expertos pueden entrar a evaluar la política razonable, como si la economía fuera una ciencia por derecho propio, que descubre leyes autónomas y que debe prevalecer sobre la política, idea que tiene su símbolo en el nombramiento de gobernadores de los Bancos Centrales independientes de los respectivos parlamentos y gobiernos (algo que, por sí solo, si no hubiera otras muchas razones como las ya vistas en el capítulo anterior, invalidaría la democracia capitalista).
Afortunadamente algunos economistas han hecho una crítica sensata al supuesto mérito teórico de los economistas neoliberales, como por ejemplo A. Nove, para quien la concesión del premio Nobel a James Buchanan es un mero reflejo del poder de la ideología neoliberal y no el reconocimiento de un mérito teórico. Nove resume la teoría de Buchanan en la afirmación de que en el fondo los funcionarios públicos simplemente defienden sus intereses personales, mientras que en el mercado esta misma defensa, es decir, la maximización de la ganancia propia, conduce a una asignación óptima de los recursos.
Por lo demás el predominio de unas teorías carentes de rigor está recibiendo cada día mayores ataques de economistas más solventes (Bairoch, Jean-Claude Pasty, Ha-Joon Chang, Joseph E. Stiglitz, etc.). Este último, ex-vicepresidente del Banco Mundial, catedrático de economía de la Universidad de Columbia, ex-presidente del comité de asesores de Bill Clinton y también premio Nobel de economía, afirma en El malestar de la globalización que instituciones como el Banco Mundial o el Fondo Monetario Internacional toman sus decisiones con criterios ideológicos y políticos, no científicos.
Se puede llegar más lejos y afirmar que la Economía carece de leyes científicas y que, por tanto, no puede ocurrir que leyes científicas inexistentes justifiquen una política. Quienes apelan a ellas componen un caso típico del fetichismo que Marx denunciaba y que aquí toma la forma de fetichismo de las leyes económicas.
Ello no quiere decir que la obtención de datos económicos y los cálculos hechos a partir de ellos, no sean necesarios. Por ejemplo, cuando Prodi ha defendido inversiones de 220.000 millones en redes europeas es porque sus economistas calcularon que un aumento del 1% del producto interior bruto (PIB) en inversión pública podría generar una tasa de crecimiento entre el 0,6 y el 1,1% en el PIB, y calcularon que elevar la inversión en I+D hasta el 3% del PIB redundaría en un aumento del 0,5 en la producción nacional y la creación de unos 400.000 empleos anuales. Tales cálculos, aunque no sean de suficiente fiabilidad, son imprescindibles a la hora de tomar decisiones y elegir entre alternativas dentro de una economía capitalista. En otro tipo de economía serían otros los cálculos necesarios.
Claro está que, si no hay leyes científicas que respalden las recetas ideológicas del economista, carecerán éstas de eficacia predictiva y con frecuencia conducirán a resultados contradictorios o catastróficos. Justamente esto es lo que ha ido ocurriendo. Puesto que las políticas que los neoliberales presentaban como taumatúrgicas llegaron a imponerse, sus resultados han acreditado, si hiciera falta, la falsedad de sus principios teóricos. Alguien ha recordado al respecto que el ilustre economista J.K. Galbraith decía que la única función de las predicciones económicas es «hacer que la astrología parezca respetable».
Como sabe bien cualquiera acostumbrado a leer los informes económicos, los expertos nos anuncian cada día expectativas que corrigen las expuestas el día anterior, y las actuaciones que aconsejan no suelen producir los efectos esperables porque interfieren procesos psicológicos y sociales no contemplados en la estrategia económica puesta en juego. Por ejemplo, mientras el mismo Greenspan reconocía ignorar las causas últimas del ciclo expansivo histórico que estuvo viviendo Estados Unidos a fines del pasado siglo, los economistas conservadores fueron incapaces de predecir algo de tanto bulto como las repercusiones que un estallido de la burbuja financiera de Wall Street tendría sobre la economía de los Estados Unidos y del mundo entero. En sentido contrario, la política francesa de Jospin no produjo los efectos catastróficos que los economistas vaticinaban. En 2002 el gobierno de Áznar decretó unas medidas potenciadoras de la explotación laboral bajo el supuesto de que eran imprescindibles para evitar una catástrofe económica, pero el gobierno se vio luego obligado a retirar el llamado “decretazo” y más tarde hubo que aceptar que la economía española no sólo no había ido a la anunciada debacle, sino que crecía más que otras economías europeas.
Predecían los economistas neoliberales que la desregulación de sectores como las eléctricas, las telecomunicaciones o las finanzas llevarían a un grado de regulación más adecuado, el establecido por el mercado, pero lejos de eso se ha revelado como una trampa que, en opinión de Stiglitz, ha conducido a la supresión irreflexiva y sin más de todo mecanismo regulador.
En España tenemos un ejemplo de los efectos de la liberalización del suelo, que convirtió a todo terreno en objeto de especulación, sin orden ni planificación en el crecimiento de ciudades y urbanizaciones, generando un globo especulativo que, al explotar, agravó la crisis mundial. El mercado libre conduce a que tengamos por una parte urbanizaciones de lujo, por otra barriadas dormitorio en las que malviven sin espacio poblaciones hacinadas en feos edificios, sin perspectivas urbanas agradables, sin instalaciones deportivas, sin parques y locales para una actividad social diversa (y además personas endeudadas de por vida por el crédito hipotecario). El urbanismo de hacinamiento, la congestión, polución y ruido de las ciudades es una consecuencia de la economía que especula libremente para obtener beneficios sin la suficiente planificación y control públicos. Los centros de las ciudades se están despoblando de sus habitantes tradicionales convirtiendo sus antiguas viviendas en apartamentos para gentes de paso, en atención a cuyos intereses turísticos se va orientando el comercio.
Todo esto no ha sido obstáculo, sin embargo, para que se siga afirmando la misma doctrina, sólo que añadiendo que si las medidas liberalizadoras no han tenido el éxito que se anunciaba es porque no han sido suficientemente fuertes y generales (porque los Estados han seguido interviniendo en lugar de dejar que sólo intervengan los mercados). Para que las políticas liberales tengan eficacia han de ser “ortodoxas” (lo que quiere decir, a la carta, al gusto del capital por completo, aun más asfixiantes).