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AUTORITARISMOS, NORMALIDAD Y PANDEMIA (27 de octubre de 2020)

La pandemia está colocando al capitalismo ante un espejo cruel y vuelve a poner sobre la mesa un asunto del que no se quiere hablar. ¿Acaso es más eficiente y justo el sistema autoritario chino que las llamadas democracias capitalistas?

Cuestión semejante ya se planteó en los tiempos iniciales de la URSS, cuya efectividad económica fue de inicio impresionante y cuya justicia social era muy superior a la capitalista.

El capitalismo hizo dos cosas para afrontar aquella pugna: dulcificarse mediante el Estado de Bienestar y hacer todo lo posible para que la URSS descarrilara, a lo que ayudó mucho la dictadura estalinista. Quedó desde entonces muy establecida la identificación de comunismo con ineficacia y crimen, y de capitalismo con eficacia y libertad. Todo en orden.

Ahora la pugna se repite, pero con dos variantes. Los controladores del capitalismo decidieron que, ya que la URSS había sido derrotada, era oportuno ir desmontando el Estado de Bienestar y la capacidad de resistencia obrera. La consecuencia es que la injusticia se ha multiplicado hasta un nivel insoportable. Y por otra parte no parece que se pueda sacar a China de su camino ascendente por muchos esfuerzos que haga un Estados Unidos en decadencia.

Insistiendo, aunque con nuevos datos, en lo que ya he dicho, las dos cuestiones abiertas son éstas: si es preferible una planificación económica estatal con propiedad pública de los principales sectores productivos o, por el contrario, una economía no planificada, controlada por el mercado y con una propiedad pública reducida al mínimo. Y si nuestras llamadas democracias son en realidad formas solapadas de autoritarismo.

Estas cuestiones no son discutidas en los medios, como si estuviera fuera de duda cuál debe ser la respuesta. Si alguien se atreve a utilizar argumentos racionales y morales, se encontrará con que se le desestima tachándolo de populista, radical y antisistema.

La economía planificada y la economía de mercado frente a la crisis

Es de sentido común que, en una crisis como la pandemia actual, sólo puede producir ventajas que el mercado esté sometido a una planificación pública en manos de un Estado no dimitido, y controlador de las principales empresas del país.

El éxito de China contra la pandemia, siendo el país más poblado del mundo, se ha debido básicamente al control estatal de la economía, que ha permitido adoptar las medidas necesarias sin tener en cuenta el impacto económico inmediato, por otra parte siempre en gran medida bajo control. De ahí que, una vez vencida la pandemia, la economía se haya recuperado rápidamente y comience a crecer.

En cambio, dado que el impacto de la pandemia en una economía de mercado es incontrolable y de repercusiones a largo plazo, los gobiernos titubean, dudando entre hacer lo conveniente para vencer la pandemia o hacer lo que demanda la estabilidad económica, con lo que se han hecho débiles para atajar la pandemia, no han salvado la economía y están obligados a volver a empezar en medio de una segunda ola, sumidos en una crisis que parece que va para largo.

Aun si nos fijamos en los países capitalistas que mejor funcionan, queda muy claro que, cuando sobreviene una crisis, aumentan los grados de injusticia, porque inevitablemente el mercado hace que paguen la crisis los de siempre y se enriquezcan aún más los de siempre. Al mismo tiempo aumentan los grados de irracionalidad, porque los poderes públicos están maniatados y responden demasiado tarde y mal.

¿Y en situaciones de normalidad?

También va siendo indiscutible el éxito de la economía planificada en situaciones de normalidad.

En noviembre de 2018, durante la inauguración en Pekín del Foro Internacional de la Reforma y Apertura y la Reducción de la Pobreza en China, el surcoreano Jim Yong Kim, presidente del Banco Mundial, mostró su admiración por la aportación de China a la economía mundial, que había pasado del 1,5 % en 1978 al 15 %, mientras el ingreso per cápita se había multiplicado por 25, de los 300 dólares en 1978 a 7.300 dólares en 2017 (9.180 en 2019). En esa misma ocasión el administrador del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), Achim Steiner, ponderó la profunda transformación vivida en el gigante asiático hasta convertirse en la segunda potencia económica mundial.

Aparte las cifras macroeconómicas, lo relevante no es sólo que China haya realizado inversiones masivas en los ámbitos agrícola, de infraestructuras y de investigación científica hasta situarse a la cabeza del mundo en tecnología, sino que se ha centrado en el capital humano y ha realizado grandes inversiones en educación (12,63 % del PIB), sanidad y erradicación de la pobreza.

Tanto Jin Yong Kim como Steiner alabaron la lucha contra la pobreza en China, que en las últimas cuatro décadas había logrado sacar de esa situación a más de 800 millones de personas. “Es un fenómeno incomparable en la historia de la humanidad”, afirmaron tras subrayar que China ha sabido combatir la pobreza de una manera “multidimensional”, aproximándose  rápidamente a una sociedad de clases medias “moderadamente prósperas en todo sentido”, como dicen sus gobernantes.

Entretanto en los países sometidos al mercado neoliberal aumenta el número de personas sumidas en la pobreza, incluso en la pobreza extrema, aumenta la riqueza extrema de un número cada vez menor de personas y los Estados carecen de ingresos para acometer políticas públicas ambiciosas.

Autoritarismo aparente frente a autoritarismo oculto

Dejando aparte a los que afirman o insinúan, siguiendo la línea de Trump, que China ha fabricado el virus para infectar a sus competidores y hacerse dueña del mundo, lo habitual es insistir en que el éxito chino contra la pandemia se ha debido a su autoritarismo, que atenta contra la libertad tan cara a nuestras democracias. Vivir en libertad, se viene a decir, tiene su precio, pero vale la pena pagarlo.

Demos por cierto que el sistema chino, es un régimen autoritario y por tanto no es un sistema político ideal. Aunque se celebran allí elecciones libres para los Comités de Aldea, el partido comunista es el único con poder real (hay otros partidos, pero todos colaboradores con el comunista). Se puede añadir que hay cierta opacidad sobre ingresos, riqueza, fuga de capitales y corrupción, y que las autoridades vetan publicaciones que les son críticas (por ejemplo del economista Thomas Piketty), mientras las alaban si son favorables.

Hemos de admitir además que la mezcla china de socialismo y mercado no ha conseguido que el crecimiento de las últimas décadas haya llegado a todos de manera homogénea. Las desigualdades han aumentado desde 2015, aunque esto no sea sólo achacable a decisiones políticas. Opera en China una tradición cultural muy respetuosa con el privilegio heredado y, por tanto, poco compatible con el socialismo, de forma que la movilidad social está en China más determinada (84%) que en nuestras sociedades (73%), y no por culpa del partido comunista, que querría erradicar esa tradición, pero no ve forma de hacerlo por su gran arraigo social.

En todo caso, si ponemos en el otro platillo de la balanza el aumento incomparablemente mayor de las desigualdades sociales, la pobreza infantil y la inseguridad respecto al futuro de nuestras sociedades, tendríamos que llegar a la desalentadora conclusión de que la democracia es incapaz de actuar con eficacia en una crisis y, aún más, que es incapaz de beneficiar al conjunto de la población cuando hay bonanza, mientras un autoritarismo como el chino lo consigue.

Afortunadamente la incomodidad se resuelve si tenemos en cuenta que no se están enfrentando autoritarismo y democracia, sino dos formas de autoritarismo.

Y es que en nuestros países aparentemente democráticos vivimos un autoritarismo que, precisamente por oculto, es de peor condición y que daña de manera irreparable a la mayoría de la población.

Estamos cansados de apelaciones a Montesquieu para dictaminar que en las democracias hay tres poderes, legislativo, ejecutivo y judicial, cuya independencia debe garantizarse.

Pero ¿son éstos los únicos poderes a considerar? ¿Son siquiera los más importantes? Algunos añaden un cuarto poder, el de los medios de comunicación.

Oportunamente se olvidan siempre del poder principal: el poder económico que actúa en la sombra, en manos de unas pocas personas, y que controla a los poderes restantes. He aquí la verdadera conspiración, de la que no hablan quienes están viendo falsas conspiraciones por todas partes.

Padecemos una legislación que recorta los ingresos del Estado y proporciona a los poderosos mil formas de eludir el pago de los escasos impuestos a que están legalmente obligados. Y los que inspiran esa legislación son los mismos que actuaron a través de sus servidores (FMI, BM, Ángela Merkel) para obligar a Rajoy y Zapatero a cambiar a toda prisa y sin debate público, en beneficio de la banca internacional y en perjuicio de la población española, un artículo de la sagrada e intocable Constitución.

Los servidores del capital dicen que las políticas neoliberales son inevitables porque cualquier alternativa sería peor en virtud de las leyes económicas, a las que apelan como si se tratara de leyes científicas, siendo así que las cambian a su conveniencia. Pero China demuestra que se puede actuar de otra forma sin riesgo para la economía. Y si en los países capitalistas no se puede hacer lo que allí se hace es porque lo impide el poder de los dueños del dinero. Ese poder oculto no es llamado autoritarismo criminal.

Resulta irónico que se invoque la palabra libertad como fundamento de numerosas acciones públicas que nos privan de libertad. Pues el sistema político priva de libertad cuando no da a la ciudadanía una educación tan buena como ya es posible, y también cuando niega a millones de ciudadanos los medios económicos imprescindibles para eso que se llama realización personal. Poca libertad tiene el ignorante que se perjudica sin saberlo. Poca libertad tiene el pobre, aparte de ejercer su derecho a dormir bajo los puentes. Tenemos por tanto millones de personas privadas de libertad en el buen sentido y no podemos presumir de democracia.

Moral comunitaria frente a individualismo

Algunos alegan que también hay democracias exitosas contra la pandemia, como Corea del Sur, Hong Kong, Singapur o Taiwán. ¡Qué casualidad, los cuatro tigres asiáticos, escaparates artificiales del capitalismo concebidos y alentados como armas contra China!

Todos ellos tienen en común con China o Vietnam que son países asiáticos.

El éxito contra la pandemia en países como China o Vietnam no sólo se ha debido a medidas políticas y económicas acertadas, sino también a una respuesta popular favorable.

En el caso de Vietnam, su economía, aunque en rápido desarrollo, no ha llegado a un nivel que permita programas de pruebas masivas a gran escala, pero allí se han utilizado las fuerzas de seguridad militar, ayudadas por los vecinos que informan si sospechan de una mala conducta. “Este no es un enfoque que pueda adoptarse en las sociedades occidentales”, se dice con hipocresía. Es cierto que en nuestra cultura individualista se ha despreciado al acusica. Pero hemos aplaudido a quienes han publicado listas de defraudadores fiscales, hacemos campañas para que los testigos de violencia machista la denuncien, y lo mismo los testigos de acoso escolar, y nos parece obligación ciudadana llamar a la policía para que corte un botellón que contraviene las normas sanitarias. ¿Qué es lo que está mal, comportarse de manera peligrosa para la salud ajena o denunciar ese comportamiento?

La realidad es que las culturas asiáticas tienen una concepción más comunitaria de la persona, y esto es una ventaja, porque nuestro individualismo se basa en el mito anticientífico de que el individuo es autónomo y que la sociedad no es otra cosa que un corsé que lo oprime. En Occidente hemos olvidado lo que ya sabían algunos filósofos antiguos, que la persona es un ser social, esto es, que no puede existir y persistir sin una sociedad, y que por ello debe ser solidaria con ella y sentirse en alguna medida deudora. Cuando alguien se dedica a una autonomía insolidaria olvida que nació en un grupo que cuidó de él, le dio el lenguaje y sigue proveyéndole de todo lo que necesita para sobrevivir, incluso cuando sobrevive ejerciendo su egoísmo.

Por ello una gran parte de lo que nos parece autoritarismo oriental es allí la forma normal de comportamiento. Si para acabar con la pandemia hay que aceptar unos sacrificios y unos controles, la población tiende a aceptarlos y lo contrario le parece inaceptable. Si alguien quiere escabullirse de sus obligaciones, los comités de barrio o la policía se lo recuerdan y, si esto no basta, se lo exigen. En nuestros países capitalistas estamos viendo cómo incumplen las normas día tras día grupos caracterizados por la ignorancia (los negacionistas) o cegados por el odio al gobierno, o meramente irresponsables. Y todo ello con una impunidad que les anima a seguirlo haciendo.

Ante la pasividad de gobiernos titubeantes, estos grupos vociferan por las calles llamando libertad a su agresión a la salud ajena. Es la libertad que invocan los Aznares del mundo, porque ¿quién puede privarles de su sagrado derecho a hacer lo que les dé la gana, beber por ejemplo unas copas antes de coger el volante del coche?

Muchos de los que se comportan irresponsablemente son jóvenes que ponen de manifiesto dos cosas achacables a nuestro sistema: han recibido una pobre educación cívica y moral. Y frustrados porque la sociedad les niega un futuro abierto y prometedor, no se sienten solidarios con ella.

El agravado caso español

Si esta es la comparación que cabe entre un semisocialismo como el chino y las sociedades capitalistas más presentables, lo que está ocurriendo en España parece resultado de un guion bufo.

La derecha española no está tan interesada en resolver la crisis sanitaria como en conseguir que el gobierno de coalición caiga.

El economista Juan Torres López explica por qué el líder del Partido Popular y sus eurodiputados llevan varias semanas presionando en Bruselas para tratar de evitar que la Unión Europea conceda a España las ayudas acordadas para combatir la crisis provocada por la pandemia. A juicio de Juan Torres al PP no le importa el daño para muchos empresarios y trabajadores españoles porque espera que, si la economía se hunde, los votantes culpen al gobierno del desastre y la derecha vuelva a gobernar. Y hace esto en defensa de los intereses de un grupo de grandes empresas españolas que se han acostumbrado a obtener sus beneficios como regalías y favores procedentes del poder político, capturando todas las redes del Estado, de sus instituciones y del poder político para ponerlas a su servicio. De la fusión de esas empresas con los poderes del Estado nació hace ya muchos años la oligarquía que domina la economía, la política, los medios de comunicación y a España en su conjunto.

Cabe añadir que estas grandes empresas han tolerado gobiernos de un PSOE inspirado por Felipe González y sus acólitos, pero recelan de Pedro Sánchez y no pueden aceptar un gobierno de coalición con una UP a la que no controlan. Para esa oligarquía es prioritario acabar con el actual gobierno de coalición, pese a que sólo se propone tímidas medidas socialdemócratas.

El problema del gobierno es que actúa mediatizado por las críticas que va a recibir haga lo que haga, por la oposición frontal que el PP viene haciendo a través, sobre todo, de la Comunidad de Madrid y por el miedo a las repercusiones electorales de medidas necesarias.

España es diferente, decían. Lo estamos viendo.

Si quiere hacer algún comentario, observación o pregunta puede ponerse en contacto conmigo en el siguiente correo:

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