Es natural que siga preocupando a muchos lo torpemente que están actuando las democracias occidentales respecto a la pandemia por comparación con China. ¿Cómo es posible? ¿Y cómo, a pesar de todo, se puede defender a nuestras democracias frente al autoritarismo antidemocrático?
En El País del pasado 3 de diciembre se ocupó de esta tarea Daniel Innerarity, catedrático de Filosofía Política que pertenece a ese selecto elenco de filósofos y teóricos que se dejan caer por los medios de PRISA para legitimar el sistema.
Partiendo, como todos ellos, del axioma de que nuestras “democracias” son democracias, Innerarity nos dice que éstas han estado siempre bajo la sospecha de ser incompetentes, sobre todo ante situaciones de urgencia y especial gravedad, recibiendo siempre el mismo reproche: entretenidas en discusiones, pierden el tiempo y postergan los problemas, mientras el liderazgo resolutivo de los autócratas es el único medio de llegar con la solución a tiempo.
La pandemia, nos sigue diciendo, ha dado mayor verosimilitud a estas viejas críticas de impotencia, pues el deseo de que haya una respuesta eficaz contra los riesgos hace que incluso la solución autoritaria sea atractiva para una parte creciente de la población y que los Gobiernos democráticos hayan recibido la recriminación de que son demasiado débiles.
Al mismo tiempo y en dirección contraria, continúa Innerarity, ha habido manifestaciones contra las medidas sanitarias apelando a las protecciones constitucionales de la libertad de los individuos a hacer todo lo que quieran, aun poniendo en riesgo la vida de los demás.
Este doble reproche vendría a significar que las democracias no disponen del poder suficiente para abordar las crisis y que aquel al que recurren es excesivo. Pero precisamente el desafío de la democracia liberal consiste en desplegar tanto poder como sea necesario, pero no más, para asegurar la libertad de todos. Por eso es preferible la democracia incluso aunque sea menos efectiva que el autoritarismo en situaciones de crisis.
Esta es la tesis que, sin mencionar a China, pero sin dejar de tener a China in mente, defiende Innerarity de manera errática apelando a tres argumentos.
El primero dice que los partidarios de empoderar a los Gobiernos para hacer frente a las crisis proponen que se hable menos y se actúe más, es decir, proponen prescindir de la dimensión deliberativa de la democracia. Pero hablar, en todos sus formatos, es una forma de actuar de la que no podemos prescindir ni siquiera en plena urgencia de la crisis. “Las decisiones colectivas, por muy urgentes que sean, no se pueden adoptar sino en el seno de una interpretación conflictiva de la realidad y en medio de una confrontación explícita de intereses. Pensar que la política puede ahorrarse ese momento de discusión para abordar directamente las soluciones es no haber entendido la naturaleza de la política e incluso la propia condición humana.”
De este argumento pasa Innerarity a otro que viene a decir que, aunque la indispensable deliberación implica retrasos, y aunque en la democracia hay un cuidado por respetar la libertad individual, nada de esto produciría perjuicios si la población tuviera confianza en sus gobernantes. De manera que tal vez el verdadero debate no sea el que compara democracias impotentes y autocracias poderosas, sino otro en torno al nivel de confianza social. En un país de elevada confianza, la ciudadanía se fía de la competencia de las élites para dirigirlo y las élites confían en la responsabilidad de la gente para conducirse sin poner en riesgo la salud pública. Las autoridades gobiernan con los ciudadanos y el principal recurso para enfrentarse a una pandemia es el ejercicio responsable de la libertad individual.
En cambio donde esa confianza es escasa hay tendencia a prohibir cualquier forma de contacto social para no arriesgarse a que la epidemia se propague. Al mismo tiempo las élites despliegan un combate encarnizado entre ellas por el poder, tratando de aprovechar en su favor la desconfianza creciente hacia quienes ocupan las instituciones. En suma, las autoridades gobiernan a pesar de los ciudadanos y las normas de coordinación social toman la forma de reglas minuciosas más que de principios que deben adaptarse a las circunstancias concretas.
De aquí pasa nuestro filósofo a un tercer argumento que enlaza con el primero y que viene a decir que, aunque el desacuerdo tiene muchos inconvenientes, al menos impide la obstinación en el error. Aun suponiendo que las democracias y los autoritarismos tengan las mismas posibilidades de equivocarse, es mejor equivocarse en una democracia porque en ella —debido al carácter controvertido de la opinión pública y a su régimen competitivo— es más fácil y más rápido abandonar el error (o que te obliguen a abandonarlo). La fuerza de la democracia se debe a su capacidad de proteger la crítica, incluida la crítica hacia sí misma, pues criticar razonadamente a las autoridades y a sus errores facilita procesos de aprendizaje abiertos. Una democracia puede cometer errores, pero al contrario de la tiranía puede aprender de ellos y corregir rápidamente los fallos o sustituir a quienes los cometieron. El poder de la democracia es su capacidad de aprender.
Argumentos que no tienen que ver con nuestro mundo
Estos tres argumentos son malos, pero es que no los hay mejores.
En el primero parece suponer nuestro filósofo que las democracias son más lentas que las autocracias porque en las democracias se delibera, y esta cualidad, la deliberación, es tan importante que vale la pena no perderla aun a costa de menor rapidez y efectividad.
Esto lleva implícito, en sentido contrario, que en China no deliberan (es decir, no entienden la política ni la condición humana) y que por eso son más eficientes.
Se trata de un argumento falso en todas sus partes. Pues ocurre que las llamadas democracias capitalistas son en realidad plutocracias que no se caracterizan precisamente por la deliberación pública. Y ocurre también que no es cierto que en los regímenes autoritarios no se delibere.
Contraponer democracia a autoritarismo es posible y fácil en el espacio puramente teórico, pero ello exige especificar las condiciones que deben darse para que digamos “esto es una democracia” o “esto es un régimen autoritario”.
Habitualmente se acepta que hay democracia si hay elecciones libres y libertad de asociación y de expresión, pero nunca se menciona una condición imprescindible: que la riqueza social esté equitativamente distribuida y que nadie acumule riqueza suficiente para controlar desde la sombra los procesos sociales.
La indigencia intelectual del planteamiento habitual es tan escandalosa que se toma por condición de la democracia lo que es un impedimento, pues la llamada “libertad de expresión”, entendida prioritariamente como libertad de los medios de comunicación privados, impide por sí sola cualquier posibilidad de democracia. No cabe democracia si los medios de comunicación están en manos del capital. Valga como ejemplo el caso de España, donde un sistema de medios de comunicación promovidos y financiados por los grandes poderes empresariales y bancarios y por la alta jerarquía de la Iglesia católica hacen imposible todo intento de discusión racional y sumen al pueblo en la mentira y la crispación con la única finalidad de acabar con un gobierno que no interesa a los promotores ocultos.
En realidad no podemos contraponer democracia a autoritarismo refiriéndonos al presente, como si ahora hubiera democracias por un lado y autoritarismos por otro. Como he dendido en este blog, actualmente sólo caben en el mundo tres tipos de sistemas autoritarios: los controlados por una minoría dueña del capital (plutocracias) que actúa al servicio de sus propios intereses; los controlados por una minoría dictatorial que actúa al servicio de la oligarquía económica; y los controlados por una minoría dictatorial que actúa teniendo en cuenta intereses populares.
Dice Innerarity que lo que diferencia a las democracias de las autocracias es el momento de la deliberación. Pero ¿de qué habla? Nuestro Parlamento, por ejemplo, es un lugar de no deliberación donde la derecha y la extrema derecha van a mentir e insultar y los demás a devolver los insultos o a guardar un silencio táctico.
Claro que en el mundo capitalista se delibera, pero en los centros secretos en que el poder económico se reúne con sus expertos y asesores, ya sabemos con qué finalidad. También se delibera en los partidos políticos prosistema, pero sólo sobre un tema: cómo obedecer las órdenes del poder económico sin que ello lleve a perder votos.
Lo dicho por Innerarity sugiere que en China no deliberan, lo que significaría que un buen día el autócrata Xi Jinping tiene la ocurrencia de un plan quinquenal, o de un plan para sacar de la pobreza a 800 millones de compatriotas, y que los demás se limitan a ponerlo en marcha sin discusión y sin tardanza. Aunque carecemos de datos directos, si juzgamos por los muchos indicios solventes que nos llegan, hemos de concluir que donde más se delibera para poner en marcha políticas que tienen en cuenta los intereses populares es en el partido comunista chino.
Si pasamos al segundo argumento de Innerarity vemos que corrige al primero. Pues ahora resulta que no es la deliberación la culpable de los fallos, sino la irresponsabilidad de la gente, a su vez originada por la falta de confianza en sus gobernantes, que a su vez es causa de que se acaben imponiendo reglas minuciosas autoritarias.
¿No percibe Innerarity que lo que está diciendo en que en todas partes hay autoritarismo, sólo que el de las democracias es tardío y menos eficiente? Y además no queda claro por qué, si las democracias son tan superiores, y si son tan respetuosas con las libertades individuales, los ciudadanos no confían en sus dirigentes. Pues no hay una sola “democracia” en la que los ciudadanos hayan confiado. Innerarity habla de “democracias de alta confianza”, pero sin citar una sola como ejemplo. Y es que no hay un solo ejemplo empírico. Es por tanto un concepto ideal.
Por otra parte hablar de confianza no tiene recorrido, pues no cabe imaginar un país capitalista en que la acción del gobierno genere confianza, por igual, en los ciudadanos de extrema derecha, de izquierdas, de extrema ignorancia y de suficiente conocimiento. Por otra parte no todos los ciudadanos tienen el mismo sentido de responsabilidad, como estamos cansados de ver. Alguien que conozca cómo son los distintos grupos de población que el capitalismo genera no puede tomar en serio eso de que la solución ha de descansar en la responsabilidad individual.
Vayamos al tercer argumento. ¿Es cierto que en todo caso el desacuerdo no es malo, sino bueno, porque permite a las democracias aprender? Este argumento valdría si pudiéramos decir que los retrasos, titubeos y desacuerdos iniciales permitieron que nuestras democracias aprendieran y que gracias a ello han sobrepasado en eficacia a los sistemas autoritarios (carentes, se supone, de esa capacidad de aprendizaje). Pero no lo podemos decir. Aquí seguimos repitiendo los mismos errores y allí acertaron. Y ni siquiera podemos aquí imitar el acierto de allí.
En los últimos decenios las “democracias” occidentales sólo han aprendido a aumentar de manera escandalosa las desigualdades sociales, a propagar la pobreza, a defender por encima de todo los intereses de los ricos y a alimentar a la extrema derecha.
En fin, que nuestro filósofo se ha metido en la tarea imposible de defender nuestras plutocracias como si fueran democracias ideales. ¿Ignorancia o mala fe? Pues de mala fe habría que calificar la tarea de defender lo indefendible a sabiendas de que es indefendible.
Una explicación realista
La mala gestión de la pandemia en las sociedades capitalistas se ha debido a lo siguiente:
-El Estado no controla el mercado y en un mercado “libre” el cierre de algunos sectores económicos produce turbulencias en cadena cuyos efectos van llegando a partes crecientes de la población y acaban con la economía en crisis. De manera que en la actual pandemia los gobiernos han sufrido las presiones de los perjudicados por las medidas restrictivas, han calculado el coste electoral de no atenderlas y se han asustado ante efectos que no pueden controlar, produciéndose una irracional alternativa entre exigencias sanitarias y exigencias económicas, como si fuera posible economía sin salud. Se ha intentado eludir el cierre temporal de la actividad económica, pero los efectos sanitarios han obligado más tarde a tomar medidas restrictivas más fuertes, en un continuo titubeo que ha agravado la situación y ha hecho crecer la desconfianza. Prueba de que no se trató nunca de salvaguardar la libertad individual es que en todas las “democracias” se ha acabado imponiendo a los ciudadanos confinamientos, cierre de negocios, restricciones a la movilidad, toques de queda, etc. Sólo que con dudas y a destiempo, y por ello con efectos calamitosos a largo plazo. Las proyecciones macroeconómicas del Banco de España apuntan a que el PIB no volverá al nivel de finales de 2019 hasta la segunda mitad de 2023, un escenario para el que maneja una alternativa optimista (la caída durará sólo un año y medio) y otra pesimista (llegará hasta 2024). Joseph E. Stiglitz, premio Nobel de Economía y profesor distinguido de la Universidad de Columbia, cree que en Estados Unidos es ya demasiado tarde para una recuperación en forma de V. “Muchas empresas han quebrado, y muchas más lo harán en las semanas y meses venideros; hogares y empresas se están quedando sin reservas. Para colmo, es posible que las estadísticas no expresen la magnitud de la crisis. La pandemia ha hecho estragos en el nivel inferior de la distribución de ingresos y riqueza. Incluso quienes pudieron valerse de las políticas contra desalojos y ejecuciones hipotecarias están cada vez más endeudados, y puede que no resistan mucho más.” Entretanto la economía china está creciendo.
-Una segunda causa ha sido que la crisis de 2008 se resolvió al modo neoliberal. Los recortes en el gasto social supusieron un deterioro en la sanidad pública. El aumento escandaloso de las desigualdades sociales lanzó a muchos a la pobreza y a la pobreza extrema. Los efectos de la pandemia son superiores y menos controlables entre la población marginada.
-La política neoliberal no sólo provocó menos crecimiento y más desigualdad, sino además una economía totalmente desprovista de resiliencia y un Estado al que se privó de capacidad para responder en forma eficaz a una crisis. Dado que los ricos no tributan significativamente, los Estados capitalistas no disponen de recursos para enfrentarse al reto sanitario ni al de la desigualdad social. Nuestro Gobierno declara obligatorio el uso de mascarillas, pero no proporciona de manera gratuita mascarillas a quienes no las pueden pagar. No hay dinero público para compensar a todas las personas y empresas que sufren más directamente los efectos de la pandemia, ni para reforzar la sanidad primaria, ni para contratar los rastreadores necesarios, ni para hacer los test gratuitos necesarios, ni para facilitar la cuarentena a los contagiados que viven con familias numerosas en pisos pequeños. La falta de recursos ha llevado incluso a la desaparición de las agencias de salud pública.
Esta es la explicación realista y no la imaginada por Innerarity, referida a un mundo que no existe.
El autoritarismo de las “democracias”
Volvamos a la falacia de colocar democracia a un lado y autoritarismo enfrente. Las plutocracias con disfraz democrático son regímenes profundamente autoritarios por debajo de la apariencia, porque utilizan su capacidad de control (de la economía, de los partidos políticos, de los medios de comunicación y de teóricos y expertos) para imponer mediante policías, tribunales y cárceles el respeto a la propiedad del rico no importa lo cuantiosa que sea.
No sólo la legislación civil y penal protege autoritariamente la riqueza ilimitada del rico, sino que la legislación fiscal deja portillos abiertos para que el rico eluda el pago de los escasos impuestos a que está obligado, de forma que el Estado indigente no tiene más remedio que echar mano de los impuestos indirectos (el IVA entre ellos, que el pobre de solemnidad ha de pagar en cada compra que hace).
Ah, pero esas leyes no son autoritarias, se nos dice, porque han sido promulgadas por Parlamentos que representan la voluntad popular.
Quienes así argumentan no reparan en la anomalía de que, siendo la democracia el gobierno del pueblo para el pueblo, los representantes del pueblo legislen contra el pueblo y a favor de una minoría explotadora del pueblo.
La mejor forma política ha de ser, por ahora, autoritaria
Ojalá algún día desaparezcan los sistemas políticos autoritarios y podamos vivir en democracia. Pero por ahora esto es imposible.
Un experimento mental vale para demostrar que el mejor de los regímenes posibles tendría que ser hoy autoritario.
Imaginemos un país en el que un partido de izquierdas arrebata el poder a los ricos y pretende ejercerlo en beneficio del pueblo. Imaginemos que tiene como finalidad conseguir una sociedad de ciudadanos autónomos, ilustrados y solidarios y que para ello dedica un gran esfuerzo a la educación y trata de remover los obstáculos sociales que se presentan como antiescuelas, los que tratan de perpetuar la ignorancia, el egoísmo y el miedo que caracterizan a la población heredada.
Es evidente que la legislación de ese país imaginario debe caracterizarse por un socialismo militante, que no permita los intentos de acabar con él y reinstaurar un sistema capitalista. Si con la población heredada se permite que desde el exterior se financien partidos políticos y medios de comunicación antisocialistas, y actividades subversivas o incluso terroristas, es seguro que el proyecto igualitario y de emancipación colectiva sucumbirá.
Los bien informados saben que muchos aparentes luchadores por la libertad y la democracia en sitios estratégicos (Hong Kong, Taiwán, Cuba, Venezuela) están largamente financiados por Estados Unidos y al servicio de sus intereses. Y que cuando los gobiernos capitalistas exigen a algún país que se democratice no están en realidad pidiendo eso. La democracia les trae al fresco, como prueba que han auspiciado dictaduras o las toleran muy amistosamente. Lo que están pidiendo a ese país es que cambie su legislación y se abra a ser colonizado por el capital extranjero.
Sólo el día en que la población haya recibido una constitución mental compatible con el socialismo (es decir, cuando una población mayoritariamente ilustrada y solidaria no quiera que haya explotadores y explotados) se podrá al fin llegar a una verdadera democracia e incluso a la desaparición del Estado, sustituido por la responsabilidad individual.
Conclusión: condenados a autoritarismos de uno u otro signo, el autoritarismo chino no sólo es más efectivo que el capitalista para resolver una crisis sanitaria, sino más defendible desde una consideración moral. Ha servido para sacar a 800 millones de la pobreza y para hacer grandes inversiones en educación y sanidad, mientras nuestros autoritarismos recortan el gasto social y aumentan el número de pobres y también el de fascistas dispuestos a salvar el país fusilando a la mitad de su población.