Es mucho lo que hemos podido leer y oír sobre el final de la presidencia de Trump con asalto al congreso incluido. Pero, tal vez por falta de habilidad en la búsqueda, no he encontrado alguna reflexión que se pueda considerar nacida de un marxismo puesto al día (única teoría general de la sociedad de que disponemos).
De las descripciones del asalto al congreso la más aparentemente “solvente” viene a decir que Trump es un adicto a la mentira, que no ha aceptado perder las elecciones y que ha inventado conspiraciones para justificar su actitud. Que sus seguidores las han creído y que él les animó a que tomaran el Capitolio, cosa que hicieron con poca resistencia de las fuerzas de policía, aunque se sabía con antelación lo que iba a ocurrir. Que pese a todo la democracia más antigua del mundo, modelo para todas las demás, ha sabido sobreponerse y sus instituciones han resistido (o, como ahora se dice, “han tenido resiliencia”). Que ello no significa que todo esté resuelto, pues aunque Trump sea expulsado de la vida política quedan millones de trumpistas. Que hay una gran polarización social en Estados Unidos, efecto de la situación social. En el último año millones de ciudadanos han perdido sus trabajos y si antes del COVID19 el 12% de los hogares ya vivía en pobreza ahora además 30 millones de personas pueden perder sus casas hipotecadas. De ahí que, para que el futuro se despeje, es necesario dar la espalda a las políticas neoliberales, volver a Keynes y al fortalecimiento del Estado y luchar contra las mentiras y las teorías de la conspiración que ponen en tela de juicio la neutralidad de las instituciones.
Como tantas veces ocurre, este relato es criticable en parte por lo que dice y en mayor medida por lo que calla.
¿La más antigua y prestigiosa democracia?
En la narración de los últimos sucesos estadounidenses hemos tenido que soportar innumerables apelaciones a la democracia bajo la idea, explícita o implícita, de que la democracia de Estados Unidos es la más antigua y el modelo y espejo para las restantes, en una de las cuales vivimos nosotros.
Joe Biden, en su discurso inaugural como presidente, ha dicho cosas como éstas:
Hoy no celebramos la victoria de un candidato, sino de una causa: la causa de la democracia. Una vez más hemos aprendido que la democracia es preciosa, que la democracia es frágil. Y en esta hora, amigos, la democracia ha prevalecido.
Si no fuera por la espesa nube de desinformación que fabrican los medios de comunicación, no debería ser necesario insistir en que el régimen político americano no es una democracia ejemplar, ni siquiera una democracia averiada, sino una plutocracia racista y maltratadora del pobre en el interior, y en el exterior defensora de los intereses capitalistas aun a costa de cruzar todas las líneas rojas del genocidio.
La palabra “democracia” se utiliza con frecuencia como sinónimo de capitalismo. Así cuando se llama activistas democráticos o luchadores por la democracia a los que se enfrentan a regímenes autoritarios de izquierdas, sea en Hong Kong, Taiwan o Venezuela, activistas muchas veces no interesados en que resplandezca la democracia en sus países, sino en llevar a ellos los “valores liberales” del capitalismo. Y por ello suelen estar financiados por Estados Unidos.
En todo caso, para diferenciar a nuestras “democracias” de los regímenes autoritarios de izquierdas, se apela a una libertad que consiste en que nosotros podemos elegir a nuestros representantes, los que van a legislar y gobernar en nuestro nombre, en nombre del pueblo. También en que podemos asociarnos libremente, podemos expresarnos libremente y podemos actuar libremente sin temor a decisiones arbitrarias de las autoridades. Finalmente, en que podemos ser emprendedores y, con esfuerzo o con suerte, hacernos ricos.
A continuación veremos que en esta comparación se utiliza un concepto de libertad muy tosco. Y además que, aun si lo diéramos por bueno, alude a una libertad ilusoria, a una apariencia de libertad sin contenido en los dos contextos principales, el político y el comunicativo.
Libertad legítima
Una libertad es legítima si es defendible de manera universal. Requiere dos condiciones: que el actor tenga conocimiento suficiente de los efectos esperables de su acción, y que disponga de suficiente empatía respecto a las personas a las que su acción puede afectar. En términos kantianos podríamos decir que sólo eres legítimamente libre cuando, haciendo lo que quieres, estarías dispuesto a aceptar los efectos de ese tipo de acción si los demás la hicieran.
Puesto que las personas son fabricadas socialmente, tener conocimiento y empatía suficientes no es tema individual, sino social. Es el sistema social el que tiene que favorecer la actividad libre de los individuos fabricándolos con conocimiento y empatía suficientes. Y aquí el capitalismo fracasa estrepitosamente, es una impresionante fábrica de ignorancia y egoísmo. Muchas acciones “libres” serán por tanto ilegítimas.
Si examinamos la libertad de elegir parlamentos y gobiernos, encontraremos que no es legítima cuando se vota sin conocimiento de las consecuencias del voto o, caso de que haya conocimiento, sin empatía hacia los que van a sufrir las consecuencias.
Libertad política
Pero demos por legítima la libertad de los votantes, aun si son ignorantes e insolidarios. ¿Significa eso que los parlamentos elegidos van a legislar libremente y los gobiernos a gobernar libremente?
Al poder económico le interesa el disfraz democrático siempre que ese disfraz no le impida gobernar desde la sombra. Esto requiere controlar a los partidos políticos y a la opinión pública, algo que al poder económico le resulta fácil por tres circunstancias:
Una es que los partidos políticos necesitan copiosos recursos económicos (entre otras cosas para financiar campañas electorales cuyo éxito depende en parte del dinero invertido), de manera que los partidos acaban en manos de los bancos, de los grandes donantes o de las grandes corporaciones que a cambio premian a los dirigentes con puertas giratorias y demás corrupciones. Supongamos que un político incorruptible escapa al escrutinio del partido y llega al poder. Si en algún momento se empeña en alguna medida política no aceptable por el capital, éste tiene mil formas de chantaje para hacerla imposible. Y además ese político será considerado enemigo y abatido por el fuego de numerosas armas.
La segunda circunstancia que favorece al poder económico es que la opinión pública se fabrica mediante medios de comunicación costosos, sólo al alcance de los ricos.
Y una tercera es que, siendo muy bajo el nivel cultural de la población dominada, es muy fácil engañarla mediante expertos que se compran con dinero y que hablan o escriben en los medios controlados por el capital.
Ello permite dirigir desde la sombra la legislación y la política gubernamental en favor de una minoría que multiplica su riqueza obscenamente, aumentando así su control sobre parlamentos, gobierno, medios de comunicación y expertos.
Si en algún país llega al poder un partido de izquierdas que pretende controlar el mercado, nacionalizar los servicios de interés común y obligar a los ricos a que contribuyan en proporción a su riqueza, será considerado un país no libre, autoritario, y se tratará por todos los medios de desestabilizarlo, obligándolo a que se defienda con medidas más autoritarias, que serán tomadas como argumento en su contra.
Lo normal es que no haya que llegar a tanto. Basta que aparezca un partido incontrolado por el capital (como Syriza en Grecia o Podemos en España) para que todas las fuerzas al servicio del capital se movilicen para destruirlo, incluso aunque su capacidad de acción sea pequeña.
En una entrevista en Salvados, Pablo Iglesias ha confesado que ya se ha enterado de que estar en el gobierno no es estar en el poder. Por fin sabe que gobiernan los ricos y que los ricos son mucho peores de lo que pensaba. Ningún rico ni ningún poderoso, ha dicho, está dispuesto a aceptar fácilmente una decisión que le perjudique por muy democrática que sea, añadiendo que vivimos en una “democracia limitada” en la que los ricos y poderosos tienen más poder que un diputado y no dudan en presionar al Gobierno en defensa de sus intereses. Señor Iglesias, a eso se lo llama plutocracia, no democracia limitada. Y para saberlo no hay que esperar a estar en el gobierno, basta con leer a Marx y mirar luego alrededor.
¿Medios de comunicación libres?
Uno de los instrumentos básicos de la plutocracia son los medios de comunicación. En la citada entrevista Pablo Iglesias dice haber aprendido también que los ricos se imponen a los ministros utilizando como arma los medios de comunicación.
Se llama “libertad de expresión” a la libertad del rico para controlar la información y conformar la opinión, así como para presionar a los poderes públicos utilizando los medios de comunicación de su propiedad. Cada medio de comunicación influyente tiene una clara conexión con el capital.
Por ello se puede afirmar que la propiedad privada de los medios de comunicación es un obstáculo insalvable a la democracia.
Los plutócratas y sus colaboradores se proveen de medios diferentes para los diferentes estratos de la sociedad. Hay medios para los estratos de bajo nivel cultural, para los de nivel medio, para los propensos al fascismo y para los que se consideran progresistas. Hubo un tiempo en que los medios de PRISA jugaban este último papel con disimulo tan eficaz que muchos progres llegaron a creer que El País era un periódico de izquierdas. Ahora Iñaqui Gabilondo, al que me he referido en otras ocasiones porque es un paradigma, dice que abandona su púlpito en la SER por cansancio, y de todas partes han salido encomios y lamentos. Sin duda Gabilondo tiene muy buenas cualidades como comunicador, y las ha dedicado a defender al sistema a cambio de un premio proporcional a su eficacia. ¿De qué modo lo ha defendido? Del que puede engañar a la gente mejor dispuesta hacia la justicia: presentando una imagen de incorruptible moral, de permanente servicio a la verdad y a la democracia, para actuar luego limitando la crítica a lo periférico y guardando silencio, permanente silencio, sobre lo fundamental, sobre el núcleo mismo de la ignominia. Pudo optar por la crítica al sistema, y es una lástima que no lo hiciera, pero sin duda entonces nadie lo alabaría ahora y no habría obtenido beneficios, sino vetos.
Hay muchas maneras aparentemente inocentes de afianzar la gran mentira. Àngels Barceló ha dicho que a todos nos ha emocionado el discurso inaugural de Biden. ¿A qué “todos” se refiere? Parece que al menos a ella le han emocionado las mentiras de épica engolada que Biden ha ido desgranando en su discurso. Por ejemplo éstas:
Que él va a convertir de nuevo a Estados Unidos en la principal fuerza del bien en el mundo. Que los objetos comunes que los estadounidenses aman y que los definen son oportunidad, seguridad, libertad, dignidad, respeto, honor y, sí, la verdad. Que ante dios y todos los compatriotas estadounidenses hace el juramento sagrado de que siempre será sincero con ellos y que lo dará todo para servirlos. Y que espera que la historia cuente a los tiempos venideros que la democracia y la esperanza, la verdad y la justicia, no murieron durante su mandato, sino que prosperaron, y que Estados Unidos garantizó la libertad en su territorio y una vez más se erigió en faro del mundo.
Si quisiéramos explicar cómo alguien puede decir en serio que estas frases son emocionantes tendríamos, como tantas veces, que aludir a la ignorancia o al cinismo. Cabe una tercera explicación: que la actividad al servicio del sistema lleve a creer lo increíble a fin de reducir la disonancia entre valores morales y actividad profesional.
De lo hasta aquí dicho se sigue que la democracia es un punto de destino al que todavía la humanidad no ha llegado. Las plutocracias disfrazadas están muy lejos de ser democracias y ni siquiera se encuentran en camino. Su camino es otro.
Claro que preferimos que el poder económico nos controle disfrazado de democracia que mediante una dictadura como la que muchos de nosotros tuvimos que sufrir. Pero esta preferencia no debe hacernos perder la cabeza al punto de tomar por democrática la sociedad en que vivimos.
Los medios de comunicación en red
A la vista del uso que Trump ha hecho de las redes sociales para difundir mentiras, se quiere ahora ponderar la rectitud de los medios tradicionales por comparación con las redes y las grandes plataformas. Pero esto lleva a contradicciones.
Por ejemplo, si se considera que es legítima la libre potestad de los medios tradicionales sobre su línea editorial, la orientación de sus columnas o la publicación de tal o cual noticia, eso lleva a admitir como también legítima la misma potestad de un medio en red, y por tanto la potestad de Twitter o Facebook para señalar un post o eliminar un twit en concreto.
Pero entonces habría que admitir igualmente el bloqueo o la eliminación de una cuenta en esos medios. Y esto, por más que a muchos parezca saludable cuando se trata de un personaje tan deleznable como Trump, a otros les parece un abuso contra la libertad de expresión. Ni Omid Kordestani ni Mark Zuckerberg, nos dicen, son quienes para condicionar la libre expresión y difusión de mensajes. Solamente un juez en sus atribuciones constitucionales y en función de un posible delito es quien para cerrar una cuenta social o paralizar la difusión de un medio. Pues si se permite que sean los propietarios de las corporaciones quienes decidan lo permisible se habrá conseguido debilitar un Estado de Derecho ya deteriorado y dar argumentos a los populistas sobre el secuestro de la democracia por las grandes corporaciones.
¡Genial! Según esto, ni Kordestani ni Zackerberg pueden decidir qué es lo permisible, pero sí pueden los dueños y directores de los medios tradicionales. O visto del revés: no debilita al Estado de Derecho ni supone el secuestro de la democracia la potestad que tienen los medios tradicionales sobre su línea editorial, sobre la publicación o el silenciamiento de tal o cual noticia, sobre la apertura de sus páginas o espacios a unos y el veto a otros. He ahí las contradicciones a que lleva la gran mentira oficial.
Claro que ni Kordestani ni Zuckerberg son quienes para condicionar la libre expresión y difusión de mensajes, pero tampoco los dueños de los restantes medios de comunicación. Una condición para que haya democracia es que los medios de comunicación, tanto los tradicionales como los de red, sean de propiedad pública y estén controlados por la sociedad, nunca por gobiernos ni propietarios privados.
¿Conspiraciones o conspiranoia?
Hay mil razones para desconfiar del discurso oficial, pero muchos de los que desconfían carecen del conocimiento necesario para situar las conspiraciones reales allí donde se encuentran y por eso inventan conspiraciones que no existen.
A esto se agarran los conservadores para llamar conspiranoico a quien habla de conspiraciones, dando a entender que todo el que ve conspiraciones está viendo visiones.
Hay conspiraciones demostradas, incluso castigadas por sentencias de tribunales, pero hay otras muchas que sólo serán conocidas pasado mucho tiempo, cuando no haya forma de revertir sus efectos.
Es poco probable que haya existido una conspiración para amañar las elecciones y echar así a Trump del poder, pues habría obligado a coordinar a mucha gente diversa de muchos estamentos diversos. Sin embargo puede tener razón Nazanín Armanian cuando, tras referirse al “volcán de tensiones acumuladas en el subsuelo de Estados Unidos que ni Biden ni Dios podrá contener su estallido”, sugiere, con apoyo en numerosos datos, que la conmoción provocada por el asalto al capitolio puede estar dirigida a aterrar a la clase trabajadora, renovar la alianza bipartidista para aplastar las movilizaciones de los oprimidos que amenazan el sistema y establecer una serie de “reajustes” para limitar los derechos de los ciudadanos, algo que no se puede hacer en tiempos “normales”.
Yo no sé si ha sido así, porque carezco de datos, pero no me extrañaría, porque las conspiraciones han de estar necesariamente a la orden del día en una plutocracia disfrazada. Los que mandan no pueden hacer públicos sus designios, y los designios que se hacen públicos suelen ser falsos. Hay por tanto una permanente conspiración en aquellos espacios ocultos en que el poder económico decide leyes, políticas gubernamentales o incluso sentencias judiciales. Y quien cree esto no es un conspiranoico, sino alguien que sabe de qué va. Necesariamente Estados Unidos ha de ser un nido de conspiraciones de gran alcance, y ello explica su encarnizada persecución a Julián Assange, para quien se pide cadena perpetua por haber hecho públicos documentos que debían seguir secretos.
El trumpismo sin Trump
Trump es un sátrapa ignorante que ha destrozado el disfraz de la plutocracia americana a la vista del mundo entero. Puede haber caído en desgracia por inservible, si es no ha caído en desgracia por haberse negado a emprender nuevas guerras que den respiro a la maltrecha economía estadounidense. En cualquier caso no cabe esperar una política muy diferente de su sucesor salvo en detalles formales. Estados Unidos tendrá que seguir luchando desesperadamente contra la crisis económica y contra el declinar de su poder imperial en un ambiente cada vez menos propicio para el dólar y para sus decisiones unilaterales. Los intentos de frenar a China sólo han servido para perjudicar a las empresas propias y como acicate para una mayor autonomía china. Ojalá el ocaso del imperio americano sea tan indoloro para el mundo como lo fue el de la URSS.
Lo que de momento podemos decir es que Trump tiene millones de simpatizantes y seguidores fanáticos que están ahí aunque Trump haya sido por ahora derrotado.
Para explicar que, pese a su desastrosa gestión de la pandemia, le hayan votado más de 72 millones de estadounidenses se aduce que la inseguridad económica, la caída en la pobreza, la injusticia social, etc., llevan a mucha gente a desconfiar del sistema, a ver a políticos y medios tradicionales como manipuladores y ocultadores de la verdad y a dar credibilidad a los medios dedicados a difundir mentiras.
Habría que añadir el fuerte apoyo económico y mediático a las organizaciones fascistas. Pues aunque el crecimiento del fascismo asusta a muchos, no asusta precisamente a los dueños del capital, que por más que prefieran a los servidores tradicionales, mantienen a la extrema derecha como una bala en la recámara, por si hace falta. Y les conviene que prospere cuando la sobrexplotación de la mayoría es tan fuerte que empiezan a ser probables levantamientos sociales. La extrema derecha, azote tradicional de comunistas, hará entonces su papel.
Aceptemos todo esto en principio. La cuestión es: ¿por qué la gente perjudicada por el sistema no vota a un partido de izquierda anticapitalista, que va a luchar por sus intereses, y por el contrario vota a un extravagante millonario que hace méritos para ser calificado como matón, embustero, frívolo, provocador, violento, insensible, autoritario, inculto, arrogante, machista, racista, etc. y que nunca hará una política favorable a la mayoría?
Hay que reconocer la capacidad de Trump para engañar. Por ejemplo, su discurso inaugural hace cuatro años que fue más atractivo y realista el que el de Biden ahora. El de Trump podría haber sido suscrito en muchas de sus partes por un político de izquierdas, el de Biden no. Pero las proclamas hipócritas de Trump no debieran engañar a nadie.
Un trabajo de la Universidad Tecnológica de Texas da una explicación. Su análisis de los valores personales de los seguidores de Trump mostraba un perfil de bajo altruismo, gran apoyo al valor del poder (entendido como competir y ganar), deseos de riqueza y apego emocional a la tradición.
Los remedios
Piensan algunos con optimismo que el remedio consiste en abandonar las políticas neoliberales y reducir las desigualdades. Además controlar de alguna forma las redes, nidos de mentiras, prestigiar a la prensa tradicional y hacer responsables a los dueños de las plataformas de lo que se publica en ellas.
La cuestión es que con estas medidas sólo se atemperan las desigualdades y las mentiras, no se acaba con ellas. Y menos aún con la ignorancia, la falta de altruismo, el fascismo, el machismo o el racismo.
Se puede dar un paso más y apelar a la educación. Hay que mejorar la educación de la población para que no sea presa fácil de los engaños ni del odio. ¿Y qué hacer para ello? Mejorar la escuela mediante nuevas leyes de educación y mayor financiación.
De nuevo ingenuidad. Todo el mundo debería saber que la educación en la sociedad capitalista no se produce en la escuela, sino en las antiescuelas: publicidad, modelos sociales (deportistas de élite, cantantes, influyentes), en las familias, en los grupos de iguales y en las redes. Nada puede la escuela contra estas antiescuelas. Sólo tienen relativa suerte los niños cuyas familias colaboran en la buena dirección, es decir, una parte de la población no suficiente.
La buena educación no tiene sitio en la sociedad capitalista, porque no va a desaparecer el tipo de publicidad que soportamos, ni van a ser controladas socialmente las redes sociales, ni la juventud va a cambiar de modelos ni de motivaciones, de manera que la escuela seguirá cumpliendo el papel que tiene asignado, que no es educar, sino colaborar a la integración de la gente en el sistema productivo a distintos niveles.
El fascismo presente, la izquierda ausente
No importa qué tema político o social toquemos, hemos de llegar siempre a lamentarnos de la inexistencia de una izquierda dedicada a su misión básica.
A cada paso oímos que la sociedad está polarizada, concepto éste, el de polarización, que ha venido a sustituir al de lucha de clases que tuvo sentido mientras la clase obrera tenía conciencia de sus intereses gracias a la labor de sindicatos y partidos comunistas.
Ahora las clases oprimidas carecen de conciencia de sus intereses porque no hay organización alguna que luche eficazmente contra la falsa conciencia que el sistema capitalista produce. El partido comunista ni siquiera se atreve a presentarse como tal, abrumado por el poder estigmatizador del monopolio de medios conservadores, y se esconde tras las siglas de Izquierda Unida, perdida en el electoralismo.
De manera que queda el campo libre para aquellas organizaciones fascistas que ocupan el terreno abandonado por la izquierda y que engañan a los oprimidos acerca de sus verdaderos enemigos.
En España se critica a los que se han opuesto al gobierno de coalición presentándolos como unos exquisitos que piensan que la sucia experiencia de la política institucional mancha y que por ello es preferible ejercer de Pepito Grillo desde la bancada de la oposición o desde el extraparlamentarismo, con lo cual ganan en coherencia, sí, pero al precio de prescindir de resultados y oportunidades.
Quienes hacen esta caricatura no conciben otra alternativa al electoralismo que la autocomplacencia moral estéril.
Algo así debieron pensar los dirigentes del PCE cuando tomaron dos decisiones nefastas en los pasados años 70: abrazar el eurocomunismo y sumarse a la transición impuesta por el franquismo. Cambiaron el diagnóstico marxista que veía a la democracia burguesa como forma sin substancia (un disfraz) y decidieron participar en el juego a que les invitó el capitalismo, el juego electoral, aceptando la mentira conservadora de que la plutocracia es democracia sustantiva. Ello eliminó el discurso crítico, supeditó la organización al líder carismático que prometía votos y limitó su actividad al corto plazo. Desde entonces la izquierda comunista que luchó con tanta fuerza por las libertades durante la dictadura ha venido limitando sus esfuerzos a la competición electoral y a la ocupación de los cargos conseguidos para hacer desde ellos la política posible, es decir, la que no enoja al verdadero poder. El resultado es que si la izquierda anticapitalista desapareciera no se la echaría en falta.
La alternativa al electoralismo cortoplacista y engañoso no es ejercer de Pepito Grillo, ni mirarse el ombligo con autocomplacencia moral. Es dedicarse a la tarea básica sin la que todas las demás no tienen alcance: ejercer la actividad educativa que sólo la izquierda puede realizar, transformando la falsa conciencia de los oprimidos en conciencia realista, utilizando como instrumentos la implantación en los barrios populares mediante organizaciones vivas, escuelas infantiles, universidades populares, ayuda gratuita de expertos a la gente en apuros, medios de comunicación bien concebidos, estímulo a la investigación social, prestigio intelectual que atraiga la colaboración de científicos, comunicadores y teóricos.
Si dijéramos a los dirigentes políticos de la izquierda actual que abandonen el electoralismo y se dediquen a esa política a largo plazo, asegurándoles que apreciarán los buenos efectos del cambio dentro de cuarenta años ¿imaginan que nos dirían? Ellos quieren efectos ya, es decir, tocar poder ya. Cualquier otra cosa les parece extravagancia a la que no hay por qué prestar atención, mera complacencia moral estéril.
Pero imaginemos que hace cuarenta años se hubiera iniciado esa tarea a largo plazo. Ahora estaríamos aprovechando sus efectos, y no sólo en España, puesto que habríamos servido de modelo para otros países.
Sin estar en las instituciones, esa izquierda podría estar ahora ejerciendo más influencia en la política del país, podría presionar más al PSOE hacia políticas progresistas que lo que puede la izquierda que tenemos dentro del Gobierno. Y estaría impidiendo la deriva de una parte importante de la población hacia posiciones de extrema derecha, manteniendo el apoyo de esa población a medidas más audaces que las hoy posibles. Si en Europa hubiéramos tenido una izquierda así, seguro que no habríamos salido de la gran crisis a base de políticas neoliberales, seguro que la derecha europea en el poder no habría podido tratar a Grecia como lo hizo, seguro que su política respecto a la inmigración no estaría inspirada por el miedo al discurso de la extrema derecha.
Si hace cuarenta años el PCE hubiera decidido hacer esto, ahora no sólo sería injusto decir “todos los políticos son iguales”, sino que nadie se atrevería a decirlo.
Y los cuarenta años pasados no habrían sido un desierto, pues desde el principio esa izquierda habría estado haciendo camino al andar.