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CAPITALISMO, DEMOCRACIA Y ESTADO DEL BIENESTAR (26 de enero de 2017)

Se insiste en que la socialdemocracia ha abandonado su papel y se ha sometido a las políticas neoliberales sin resistencia, con la consecuencia de que el Estado del Bienestar se está diluyendo ante nuestros ojos. ¿Pero por qué ha ocurrido esto?

¿Verdades o demagogia trasnochada?


Discúlpenme si insisto en un tema sobre el que creo que debería insistir más, por su presencia en el núcleo de casi todos los temas restantes.

Algunas verdades elementales deberían estar en un primer plano de la opinión pública, pero medios e intelectuales las suelen silenciar, o tergiversar, o ridiculizar, y la izquierda no las defiende, casi siempre por miedo a que resuene la despectiva acusación: demagogia trasnochada.

Pero veamos: una de esas verdades dice que, en el capitalismo, la élite económica domina y explota a una mayoría de la población en su beneficio. Nadie bien informado duda a estas alturas de que la élite económica mundial controla e interviene democracias y dictaduras del mundo, determinando su legislación económica y su acción de gobierno. A eso se lo llama dominación. Y nadie bien informado duda de que el resultado de esa dominación es que una parte desproporcionada de la riqueza que proviene de los recursos naturales y del trabajo humano va al bolsillo de una minoría. A eso se lo llama explotación. ¿Son entonces trasnochados y demagógicos los términos “dominación” y “explotación”?
Pasemos a una segunda verdad: para conseguir que la mayoría de la población acepte su explotación, la élite puede aplicar una dominación consentida o una dominación violenta.

La primera es preferible, y puede darse cuando el grado de explotación permite a la mayoría satisfacer sus necesidades básicas. Si el grado de explotación llega a ser insoportable para demasiada gente, entonces es necesaria la dominación violenta.

Examinemos algunas comprobaciones de estas verdades.

La dominación violenta en el capitalismo


Históricamente están documentadas hasta la saciedad aquellas ocasiones en que el capitalismo necesitó recurrir a la dominación violenta. Algunos ejemplos:

Tras la segunda guerra mundial los países europeos más ricos optaban por políticas socialdemócratas, pero entretanto favorecieron junto a Estados Unidos dictaduras anticomunistas en la península ibérica, negando apoyo a las oposiciones internas.

En 1949 se admitió en la OTAN a la dictadura de Salazar, que para reprimir el comunismo disponía de su policía política (PIDE) y de organizaciones paramilitares (Legión Portuguesa).

En 1959 la visita oficial a Madrid del presidente americano Eisenhower suponía un reconocimiento de la dictadura franquista, especialmente eficiente en su cometido anticomunista: terminada la guerra civil encarceló a 270.000 personas, fusiló a 50.000, mató de hambre en las cárceles a 4.000 y robó más de 30.000 niños a sus enemigos para entregarlos a familias adeptas al Régimen.

En Grecia, en 1967, so pretexto de que el peligro comunista era inminente, Estados Unidos apoyó el golpe militar de los coroneles.

En América Latina durante las décadas de los 70 y 80 los ejércitos y policías de Chile, Brasil, Argentina, Bolivia, Uruguay y Paraguay aprendieron a torturar y reprimir en la Escuela de las Américas y se integraron en el Plan Cóndor, todo ello para frenar al comunismo, y todo ello con el apoyo decisivo de Estados Unidos. En los llamados “archivos del terror” encontrados en 1992 en Paraguay se documentan 50.000 asesinados, 30.000 desaparecidos y 400.000 encarcelados. Imaginen cuántos torturados.

El siniestro Secretario de Estado Henry Kissinger (¡premio Nóbel de la Paz!), instigador del Plan Cóndor, a quien el juez Garzón ha intentado inútilmente procesar por reiterada violación de Derechos Humanos, lo tenía claro: las dictaduras de derechas son buenas porque frenan el comunismo, es decir, permiten que la élite económica siga dominando y explotando. Por eso han sido establecidas o apoyadas esas dictaduras también en otras partes del mundo.

La dominación consentida


Si no existe peligro serio de revolución, es lógicamente preferible una dominación consentida, cuyo discurso legitimador identifica democracia con libertad y libertad con mercado libre, en el que cada cual pueda hacer con lo suyo lo que quiera. ¿Y qué es lo suyo? Lo que la herencia y el mercado le entreguen. La tesis clásica es que si los Estados dejan en libertad a los mercados, estos crearán naturalmente un equilibrio económico que llevará al pleno empleo, ofreciendo oportunidades que proveerán de bienestar a quien lo persigue. La alternativa a este sistema social se identifica con el Estado totalitario y la falta de libertad e incentivos individuales. En el capitalismo el que trabaja puede prosperar y hacerse rico, en el comunismo nadie tiene otro horizonte que la mediocridad colectiva.

De esta forma se justifica la existencia de una élite y, por debajo, unas masas que esperan ascender mediante el buen comportamiento laboral y ciudadano. Se suele llamar democracia a este tipo de dominación.

Un primer problema


Veamos: la democracia exige que la ciudadanía elija a sus representantes, encargados de legislar y gobernar en nombre del pueblo, y ello tiene el riesgo de que los de abajo, siendo mayoría, pueden elegir representantes que legislen contra la propiedad de las élites.

Recordemos que este riesgo fue la mayor preocupación de los filósofos que comenzaron a teorizar la democracia, y que la primera solución consistió en conceder el derecho de voto sólo a los varones que tenían apuestas en el país, es decir, propiedades (la llamada democracia censitaria). Incluso a principios del siglo XX, en la mayor parte de los países europeos tan sólo podían votar los varones que tenían un cierto patrimonio.

Hubo luego dos líneas convergentes que desembocaron en el sufragio universal:

Por una parte, desde mediados del siglo XIX, las luchas obreras y feministas.

Por otra parte la constatación de que volcando el poder económico a favor de partidos políticos conservadores y en contra de los revolucionarios, manteniendo a la población en un adecuado nivel de ignorancia y disponiendo a capricho de los medios de comunicación para fabricar informaciones, valores y opiniones, era fácil manejar la situación aun concediendo el sufragio universal. Pues se disponía además de la ventaja de que la desigualdad es funcional para las élites, ya que produce en las clases bajas un predominio de los valores de supervivencia, egoístas y de escasa sociabilidad, y eso las hace fácilmente manipulables.

Un segundo problema


En todo caso, para que la desigualdad sea funcional, para que no sea peligrosa, no debe pasar ciertos límites.
Y ocurre que, mientras la ideología capitalista afirma que el mercado, dejado a su propia lógica, lleva a la solución preferible para todos, en realidad lleva a lo contrario: va haciendo a los ricos cada vez más ricos y a los pobres cada vez más pobres, es decir, va exagerando la desigualdad hasta hacerla peligrosa, y además produce crisis periódicas y una inestabilidad económica no remediable con las medidas clásicas de tipo monetarista.

Este problema ha tenido diferente solución en Estados Unidos y en Europa.

En Estados Unidos sólo votaba la América blanca, para la que valía la promesa del éxito social con vivienda en barrio residencial (el sueño americano), mientras por debajo quedaban los negros y otras minorías que soportaban el exceso de desigualdades sin grave peligro para el sistema. En todo caso la política social a partir del New Deal de Roosvelt es asunto complejo, con un Estado del Bienestar derivado a los mercados privados y la sustitución del ideal colaborativo y de comunidad por uno individualista y de competencia.

Cosa diferente ocurría en Europa, donde las masas proletarias miraban a la URSS como ejemplo a seguir y había por tanto que luchar, en palabras de Churchil, contra el veneno ruso, contra el crecimiento canceroso del bolchevismo.

Hemos visto que esto se hizo en muchas partes mediante dictaduras sangrientas. Pero en los países europeos más desarrollados y de tradición democrática, dada la actitud de la población y la ideología antitotalitaria que los vencedores en la guerra mundial proclamaban, no era aceptable el recurso a la dictadura. Y fue en ellos donde apareció como remedio el Estado del Bienestar.

Concesión obligada


John Keynes había publicado en 1936 su Teoría General del empleo, el interés y el dinero como respuesta a la Gran Depresión del 29 y en esa obra, frente al “dejar hacer, dejar pasar” del liberalismo económico, prescribía una intervención estatal centrada no tanto en la producción como en la redistribución, mediante impuestos progresivos con los que financiar un Bienestar colectivo que la lógica del mercado, dejada a su aire, no puede proporcionar.

Esta idea se impuso no desde luego por la bondad de los poderosos.

El recuerdo de cómo los Estados fuertes e intervencionistas alemán, italiano y japonés habían eliminado las crisis y propiciado economías fuertes favoreció que se acabara aceptando la intervención estatal como una forma de mejorar la economía e impedir que el juego sin control del mercado, al socavar la justicia y la prosperidad económica más allá de lo soportable, creara condiciones revolucionarias.

El llamado consenso de postguerra entre capital y trabajo ocurrió porque la política keynesiana se vio por la élite como la única garantía de la continuidad del capitalismo y de ahí que la tolerara como mal menor.

El cambio de circunstancias


Una tercera verdad a la que se llega con facilidad (desde la mera lógica y desde la historia) es que las concesiones que hace la élite económica (sea la forma democrática, sea el Estado del Bienestar) son revocables.

Tan pronto el atractivo del comunismo empezó a decaer (los crímenes estalinistas se iban conociendo), y más aún cuando los problemas económicos de la URSS hicieron previsible su desaparición, el poder económico cambió de actitud. Ya no había por qué hacer concesiones a las masas, sino por el contrario ir recuperando lo que en otras circunstancias hubo que conceder. A las tesis keynesianas se enfrentaron prestigiosos economistas de la Escuela de Chicago, con Friedrich Hayek y Milton Friedman a la cabeza, quienes defendieron la vieja idea de que el bienestar colectivo sólo se conseguirá si el mercado actúa sin intervención estatal, tesis presentada con apelación a leyes científicas y argumentada mediante impresionantes análisis matemáticos (poco importaba que tal tesis estuviera empíricamente refutada y que análisis matemáticos igualmente impresionantes avalaran la contraria).

Sabemos de sobra en qué consiste la política neoliberal: reducir el Estado al mínimo privatizando empresas estratégicas y servicios, disminuir los impuestos directos (a los ricos bajo el falso supuesto de que moviendo sus capitales generarán riqueza para todos, a las clases medias bajo el supuesto de que así aumentará el consumo y se reactivará la economía), aumentar los impuestos indirectos, desregular los mercados y no regular la globalización para que el capital pueda actuar a su antojo por el mundo, acabar con el poder sindical para tener a las masas obreras postradas y sin capacidad de resistencia, sustituir mano de obra por tecnología pero sin reducir la jornada laboral sino aumentando el paro, aprovechar el paro creciente para reducir los salarios creando así pobres con trabajo que se sentirán afortunados si llegan a ganar 600 euros, conseguir ventajas fiscales y sumisión laboral mediante la amenaza de deslocalizaciones, etc.

La generalización de la política neoliberal


Una puesta a prueba de esta política se realizó en 1975, cuando los Chicago Boys, economistas discípulos de los antes mentados, diseñaron las reformas económicas de una de las dictaduras sangrientas propiciadas por Estados Unidos, la de Pinochet, reformas que tuvieron éxito macroeconómico (el “milagro chileno” en palabras de Friedman), lo que quiere decir que, al tiempo que empobrecían al pueblo y aumentaban las diferencias sociales en el país, eran beneficiosas para la élite en términos económico y de poder (lo mismo que está ocurriendo ahora en España).

Más tarde el neoliberalismo se fue implantando en las democracias con las que, según la receta habitual, Estados Unidos sustituía en América Latina a las dictaduras una vez que habían hecho su trabajo (el de destruir a la izquierda anticapitalista de la forma antes dicha). El Consenso de Washington de 1989 imponía la política neoliberal en esas “democracias” a través del Banco Mundial, el FMI y el Banco Interamericano de Desarrollo. Pretexto: afrontar el problema de la deuda externa.

Marcado el camino, esa política llegó al Reino Unido durante el mandato de Margaret Thatcher, se acabó de implantar en Estados Unidos con Donald Reagan, y se impuso en Europa sin que la socialdemocracia fuera capaz de plantar cara y defender su política.

Cuando en 1997 el laborista Tony Blair sustituyó a Margareth Thatcher e hizo suya la “Tercera Vía” teorizada por Antony Giddens, dejó claro que el laborismo se sometía al neoliberalismo imperante.

Democracia siempre que esté bajo control


Lo mismo que se ha revocado la concesión del Estado del Bienestar se puede revocar la democracia. El poder económico tiene armas suficientes para fabricar la voluntad mayoritaria, pero la historia nos muestra que si, en algún momento, el fuerte entramado conservador falla y la voluntad mayoritaria es hostil al sistema, en ese momento tal voluntad deja de valer. Es el caso reciente de Grecia, y de los procesos de involución en América latina: Bolivia (2008), Honduras (2009), Ecuador (2010), Paraguay (2012) y ahora Brasil y Venezuela. Mañana ya veremos, pero la ultraderecha está a la expectativa por si sus servicios se reclaman.

El caso español


Felipe González tuvo que pasar examen ante la socialdemocracia alemana y, claro está, ante la CIA, y lo aprobó. Interesaba a Estados Unidos mantener tras la muerte de Franco sus bases militares en una España miembro de la OTAN y además que no prosperara el partido comunista. Informes de la CIA dictaminaron que los resultados de las elecciones no ofrecían peligro si se favorecía el desarrollo del PSOE, cuyos militantes en España no pasaban de 2500. A cambio del favor Felipe González abjuró del marxismo, cambió su posición respecto a la OTAN y se comprometió a plegar su política económica a los vientos neoliberales, que ya soplaban fuertes en el mundo. ¡Y vaya si lo hizo, y con cuánto celo! En 1982 ganó las elecciones en una España cuyo atraso le permitió algunos progresos en materia social a lo largo de 14 años, pero realizando la política económica que le dictaban. Fue él quien inició la reconversión industrial y las privatizaciones (que afectaron a la prensa y radio heredadas del Movimiento, a Seat, Enasa, Trasatlántica y Marsans, y parcialmente a Endesa, Repsol, Argentaria y Telefónica), y tuvo que soportar cuatro huelgas generales por su política económica y laboral, así como la ruptura de UGT con el PSOE.

La degradación final


Cuando tras ocho años de gobierno del PP ganó Zapatero las elecciones de 2004 dejó buena prueba de la indigencia intelectual y la sumisión política a que había llegado el PSOE en esas fechas. Hay que recordar que, recién llegado al poder, reconoció en conversación con Jordi Sevilla (revelada por un micrófono indiscreto) que no sabía qué son los impuestos progresivos. ¡El máximo dirigente socialista que no sabe que son los impuestos progresivos! Lo aprendió más tarde, pero de esta forma: si doy 2.500 euros como cheque-bebé a los padres, sean ricos o pobres, estoy haciendo una política redistributiva, porque 2.500 euros valen más para los pobres que para los ricos, o sea que doy algo de más valor a los pobres que a los ricos. No se le ocurrió que si no entregaba nada a los ricos y su parte se la daba a los pobres aumentaría el valor de lo dado, y más si al mismo tiempo aumentaba la presión fiscal sobre los ricos, que era baja.
Si Zapatero había descubierto el principio de la utilidad marginal decreciente del dinero (expresable como que la utilidad de un nuevo euro es más grande para quien sólo tiene un euro que para quien tiene mil), debería haber llegado a la conclusión de que el dinero adquiere su máximo valor cuando se distribuye igualitariamente.

Por el contrario, el ideario de Zapatero era copia de la tercera vía: “El programa de una izquierda moderna pasa por una economía bien gobernada con superávit de las cuentas públicas, impuestos moderados y un sector público limitado. Todo ello, conjugado con la extensión de los derechos civiles y sociales”.

No fueron por tanto de extrañar sus rebajas de impuestos a los más ricos, que obligaron a los ajustes que tuvo que ir realizando luego en su segundo mandato (más privatizaciones, recortes a funcionarios, congelación de pensiones, frenazo de la ley de dependencia, reforma laboral según los intereses de la patronal, decisión de privatizar las cajas de ahorro, freno de la inversión y del gasto social). Pero su sumisión a la política neoliberal imperante en Europa llegó a un punto bochornoso cuando junto con el PP, y con nocturnidad, cumpliendo órdenes que le llegaban de fuera (Estados Unidos y Alemania), modificó la Constitución para declarar acreedores preferentes a los bancos respecto a pensionistas y gasto social.

Resultados catastróficos


En ningún momento el PSOE ha entonado el mea culpa por un pasado que explica por sí solo su actual decadencia y sus crecientes fracasos electorales, antes bien, en la última sesión de investidura el portavoz de ese partido se ha vanagloriado de muchos de los pasos antes indicados (no se atrevió, claro, a citar el cambio del artículo 135) y ha concluido que, aunque en su momento fueron criticados, el tiempo ha dado la razón a su partido. ¿Cinismo, ignorancia?

Lo cierto es que la política económica neoliberal ha fracasado en Estados Unidos, donde deja enormes desigualdades, escasa movilidad social, natalidad descendente, coste de vida muy alto, ausencia de servicios públicos, abundantes bancarrotas personales, delincuencia, más el triunfo de Trump, cuyo primer acto ha sido la eliminación del Obamacare. Esa política ha dañado en mayor medida a América Latina y también a las poblaciones europeas, la española entre ellas, tanto más cuanto menores son sus recursos, mientras ha enriquecido aún más a los que ya tenían riquezas, aumentando de modo indecoroso las diferencias sociales. Según el último informe de Oxfam Intermón España es tras Chipre el país de Europa donde más crece la desigualdad, habiéndose convertido su pobreza en masiva y estructural. Al mismo tiempo la fortuna de tan sólo tres personas ha crecido hasta equivaler a la riqueza sumada de 14,2 millones de españoles, el 30 % de la población más pobre del país.

¿Por qué los partidos socialdemócratas se han rendido?


Creo que hay dos causas. Una es que estos partidos, al haber abandonado el método de análisis marxista y conceptos básicos como el de lucha de clases y el de Estado beligerante a favor de la clase dominante, perdieron su fuerza para enfrentarse a la ideología conservadora.

Hay que tener en cuenta que, aunque tras la Revolución de Octubre los partidos comunistas y los socialdemócratas se separaron, éstos seguían aceptando las tesis marxistas, y no fue hasta 1959 cuando el SPD, en su llamado Programa de Godesberg, rechazó el concepto de lucha de clases y aceptó que el Estado no es un instrumento de dominación de clase sino el legítimo guardián del interés general.


En cambio en el Sur de Europa persistió una tendencia anticapitalista (próxima al comunismo que en Francia, Italia y España adoptó la forma de “eurocomunismo”) y el PSOE seguía siendo marxista tras la larga dictadura franquista, hasta que indicaron a Felipe González que, si quería alcanzar el poder, debía abandonar el marxismo.

Tampoco habría que desdeñar el hecho de que los partidos socialdemócratas son rehenes de la banca por su endeudamiento y que muchos miembros de sus cúpulas, sabedores de que pueden acceder a la riqueza si se portan bien, han sido fácilmente colonizados por el capital. Tony Blair y Felipe González valen de ejemplo: han ido ascendiendo por la escala económica y ahora se codean con los de arriba y tienen su misma forma de vida.

Es previsible una rectificación parcial


¿Qué decir tras este repaso de verdades elementales? Los resultados de la política económica neoliberal están siendo tan desastrosos que, aunque con mucho retraso, algunos de sus dogmas se han revisado primero en Estados Unidos y ahora parece que le llega el turno a Europa, aunque no al punto de reformular el capitalismo, como algunos acostumbran a prometer en los momentos álgidos de cada crisis y luego olvidan.

Es posible que, si no hay más remedio y para evitar situaciones explosivas, se acabe permitiendo una mayor capacidad de endeudamiento de los Estados, una cierta regulación de los mercados, se acepte un impuesto a las transacciones financieras, o un aumento de la presión fiscal sobre las rentas más altas, o incluso una renta universal.

Pero difícilmente van a aceptar los poderosos que los sindicatos vuelvan a tener su antigua fuerza, que se reestablezcan los derechos de los trabajadores reducidos o eliminados, o que la precariedad desaparezca. Tras la gran victoria del capital sobre el trabajo (y hay que insistir en que para ello se ha aprovechado como oportunidad el fracaso y caída del fallido socialismo soviético), difícilmente van a dar marcha atrás. Todo esto ha venido para quedarse porque, como dicen desvergonzadamente los conservadores, es una exigencia de la globalización. Mentira. Es una exigencia de ellos.

En todo caso conviene decir algo sobre el ideal de volver a la situación anterior a 2008 y también mencionar un beneficio que, en medio de tantos perjuicios, ha traído consigo la crisis. Cuando se tiene en cuenta no un sólo aspecto, sino otros muchos implicados, no cabe decir que en términos absolutos el Estado del Bienestar sea algo bueno y la política neoliberal algo malo.

La doble cara del Estado del Bienestar


Está todo tan mal que restaurar el Estado del Bienestar se presenta como un ideal rosado. Es una de las consecuencias de la crisis: antes ser mileurista era una desgracia, ahora es una suerte envidiada por muchos.

La realidad es que, frente al paro sin protección, la enfermedad, el analfabetismo y la pobreza, la política socialdemócrata da a los de abajo ventajas que los integran mejor en un sistema que a la postre los perjudica. De ahí que el Estado del Bienestar sea el populismo más inteligente (y por ello mismo el más insidioso): se concede a la población cuidados sanitarios, una enseñanza de baja calidad, y pensiones de jubilación y subsidios de paro que en su mayoría sólo dan para sobrevivir, y se la tiene así tranquila y medio satisfecha en un sistema que la domina (haciendo imposible la democracia que a cada paso se invoca) y que la sigue explotando, así sea en condiciones más humanitarias.

Un efecto beneficioso del capitalismo neoliberal


De la misma manera, el neoliberalismo ha traído muchos males, pero también algo bueno. Y es que ha dejado claro a muchos ciudadanos lo que el viejo marxismo vio claro, pero la izquierda actual ha sido incapaz de mostrarles: que nuestra democracia es una forma sin sustancia y que los políticos son testaferros del capital (dejando aparte los pocos no amaestrados que se han colado últimamente en las instituciones y que esperemos que no se dejen seducir).

Es ahora, y no porque la izquierda haya sabido explicarlo, cuando se han dado cuenta muchos de que la democracia está intervenida. A la élite esto parece no importarle, tan segura está de su fuerza y de la falta de oposición. Pero es posible que su enorme impudicia tenga consecuencias.

Ahora bien, comete error quien, al afirmar que la democracia está sufriendo ataques y se está devaluando, da por cierto que antes había una democracia libre de esos ataques y no devaluada. Porque la democracia esta intervenida desde que nació. Para ampliar este punto me remito a “No cabe democracia en el capitalismo” publicado en este blog.

El impedimento básico


Dada la codicia de la élite, nada importante va a cambiar salvo que las poblaciones lo exijan y lo terminen consiguiendo mediante una lucha encarnizada.

El problema es que una mayoría de la población está inerme ante presiones que ahorman el voto a satisfacción del sistema. Esas presiones provienen:

1. De los medios de comunicación privados y de los públicos controlados por políticos prosistema. Esos medios han convertido en dogma la falsedad de que el sistema capitalista es democrático y razonable, al punto que el término “antisistema” actúa como insulto y descalificación. La izquierda no se ha preocupado de dotarse de armas para contrarrestar esta ofensiva ideológica y de ahí su silencio deprimente.

2. De que el dinero que necesitan los partidos tradicionales para concurrir a las elecciones les es entregado por la banca, que de esta forma los controla, lo mismo que a las cúpulas de esos partidos mediante premios adecuados.

3. De leyes electorales dictadas para hacer difícil que se cuelen opciones no deseadas (ejemplo Estados Unidos, cuya democracia se puede considerar censitaria por las muchas dificultades que tienen para votar las personas de menos recursos, a lo que hay que añadir los complejos trucos que impiden que el voto de cada persona valga lo mismo. Ejemplo también España, donde a IU le cuesta un diputado casi diez veces más votos que al PP).

4. Del control de teóricos e intelectuales, cuya colaboración se puede comprar de mil formas y cuya enemistad de puede penar de mil formas.

5. De la atomización de los explotados, que se perciben unos a otros con intereses incompatibles, y de la decadencia de los sindicatos y de los partidos anticapitalistas.

Pero es que además, si a partir de esta situación se abriera camino una voluntad popular no grata al poder, se abortaría mediante el mecanismo de la globalización, que impide decisiones autónomas en cualquier país. Esto hace inefectivas las medidas nacionales contra el capitalismo, porque el país que las tome aisladamente sufrirá las consecuencias y es por ahora prácticamente imposible tomarlas al mismo tiempo en todos los países importantes.

No es difícil comprender por qué la plutocracia mundial se encuentra suficientemente defendida por empalizadas sucesivas.

Moraleja

La izquierda ya debería saber que sólo si consigue que vaya aumentando la población dispuesta no sólo a votarla, sino a colaborar activamente, incluso aunque ello implique sacrificios, se podrán dar pasos significativos en la buena dirección: la de una justa distribución de la riqueza, el conocimiento y la capacidad de decisión. ¿Qué hacer para conseguir esa implicación de la gente?

Pienso que este es el asunto sobre el que los de Podemos y los de IU deberían estar discutiendo.


Si quiere hacer algún comentario, observación o pregunta puede ponerse en contacto conmigo en el siguiente correo:

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