La persona no creyente puede ser agnóstica o atea. El agnóstico no afirma ni la existencia ni la inexistencia de dios. El ateo cree que dios no existe (y de tal creencia se puede deducir que quien cree en dios está sometido a una superstición).
Dado que no cabe demostrar ni la existencia ni la inexistencia de dios, piensan algunos que la actitud racional es la del agnóstico, y que tanto el ateo como el creyente mantienen posturas emotivas más que racionales.
Esto opina, en un reciente artículo en El País, Francis Spufford, para quien la posición natural, neutral y moderada sería el agnosticismo: un calmado, indiferente desconocimiento.
“Sin embargo, usted y yo –dice dirigiéndose a un imaginario ateo-, esas salvajes criaturas románticas que somos, nos apresuramos a tomar posiciones de fe sobre el asunto. Esta compartida (aunque enfrentada) extravagancia podría convertirnos en almas gemelas. […] Ateos y creyentes son, en formas opuestas, gente con convicciones, gente que se queda fuera del centrado campo del empirismo.”
Y, sigue Spufford, puesto que ateos y creyentes no podemos saber quién tiene razón, la reacción adecuada es la humildad, la conciencia de nuestra propia falibilidad, el respeto mutuo. Sin embargo para muchos ateos el objetivo del ateísmo parece ser no tanto la no-relación con Dios, como una viva y hostil relación con los creyentes. La misma existencia de la religión parece ser una afrenta, un atrevimiento, un picor que no pueden evitar rascar. La gente a la que no le gusta coleccionar sellos no tiene una revista especializada llamada El Antifilatélico.
Quedan así planteadas varias cuestiones que merecen comentario.
a) Si el comportamiento racional es el del agnóstico, o es más bien el del ateo.
b) Si el ateo debe sentirse enfrentado al creyente sólo porque este cree en dios.
c) Por qué, si la existencia de dios no admite pruebas, alguien llega a hacerse creyente.
d) La diferencia entre creyente y miembro de una iglesia.
e) Las muchas razones que tiene el progresista para enfrentarse a las iglesias.
¿Agnosticismo o ateísmo?
Supongamos que mañana, en una plaza pública, alguien llamado Leonardo grita que dios se le ha aparecido en forma de rana y le ha ordenado que predique por el mundo que Él, único y verdadero dios, ha destruido al dios impostor de la Biblia y ha elegido un pueblo al que proteger y enriquecer, un pueblo que no es una raza, ni una etnia, ni la población de un país, sino el conjunto de las personas cuyo nombre comienza por L. Este predicador tiene tres oyentes. Uno, llamado Luis, cree en seguida en la existencia del nuevo verdadero dios y se considera miembro del pueblo elegido; otro, que se tiene por filósofo, concluye que, como no puede demostrar la existencia ni la inexistencia de ese dios recién aparecido, se ha de mantener en el agnosticismo al respecto. El tercero tiene para sí muy claro que el predicador miente, o está loco, o ha sufrido una alucinación, de manera que cree, sin asomo de duda, que el dios predicado no existe. ¿Se puede pensar con algún fundamento que el comportamiento racional es el del agnóstico y que los otros dos, el creyente y el ateo, tienen actitudes semejantes, ambas determinadas por la emoción y no por la razón?
En una conferencia de 1949 Beltrand Russell se preguntaba si era ateo o agnóstico y vino a decir que, como filósofo, si estuviera dirigiéndose a una audiencia puramente filosófica, tendría que describirse como un agnóstico, ya que no hay un argumento concluyente que demuestre que no hay un dios. Pero que, por otra parte, si tuviera que expresar la idea correcta al hombre común de la calle, tendría que decir que era ateo, porque quien dice que no puede probar que no existe dios debería añadir que igualmente no puede probar que no existan los dioses homéricos.
Lo que venía a poner de manifiesto Russell es que quien se llama agnóstico respecto al dios de la Biblia de ninguna manera se llamaría agnóstico respecto a Júpiter, Ares, Poseidón o Efesto. ¿Por qué esta incongruencia si el motivo (a saber, que no se puede probar un enunciado particular negativo del tipo “no existe dios” o “no existen los dioses homéricos”) es el mismo en ambos casos? Por otra parte, el argumento para no creer les atañe por igual, puesto que sabemos que todo dios es un invento humano que se puede datar, que se ha dado en parecido tiempo en sitios que se influían mutuamente, y que en su caracterización ha ido respondiendo al estado cultural histórico de las sociedades creyentes. Así que si uno está convencido de la inexistencia de los dioses homéricos debería estar igualmente convencido de la inexistencia de otros dioses o del dios único de cualquier religión monoteísta.
A partir de esta reflexión, la postura racional es la que aboga por un discurso sobre el mundo en el que el concepto de dios carezca de papel, pues nada aporta al conocimiento y explicación de las cosas. La actitud científica no consiste en creer que puede existir todo aquello cuya inexistencia sea indemostrable, sino en rechazar toda teoría que sea, por principio, infalsable, como es toda teología. El ateo cree que dios no existe por la misma razón por la que cree que no existen otras cosas posibles, como por ejemplo que la reina de los garbanzos esté en guerra con el rey de las berenjenas. Es el creyente el que tiene que explicar por qué cree en algo para lo que no hay pruebas. Sobre todo cuando ello le obliga a lidiar con cuestiones peliagudas, por ejemplo conciliar el mal del mundo con la bondad y el poder infinitos que atribuye a su dios.
Si no hay razones para creer ¿por qué hay creyentes?
Spufford nos dice que la religión no es en absoluto, en primera instancia, un conjunto de propuestas sobre el mundo (no es una teoría necesitada de pruebas), sino, antes que cualquier otra cosa, una estructura de sentimientos. Para él la fe cristiana es una forma de enfrentarse con esa carga de culpa y esperanza y pena y alegría y cambios y tragedia y renovación y mortalidad con la que debemos vivir todos los seres humanos. Y añade que las emociones no se tienen porque hayas aceptado la idea de que Dios existe; empiezas a considerar que Dios existe porque has sentido esas emociones. Empiezas a considerar la idea, y quizá algún día llegas a aceptarla, porque encaja con lo que de todas maneras ya estabas sintiendo.
Pero esta tesis no es válida. Hay millones de creyentes porque desde niños se les enseñó a creer y se les transmitió la emoción de los adultos ante el ceremonial y el ritual religioso. Esa emoción surge del relato teológico, lleno de hechos, personajes divinos y humanos, cada cual con sus propiedades, y de explicaciones y predicciones. Si no hubiera religión alguna y nadie oyera las historias sagradas, los niños irían creciendo sin echar de menos a dios. Puede que en algún momento, allí donde no hubiera suficiente conocimiento, alguien tratara de explicar “lo inexplicable” inventando, como causas, dioses diversos o un solo dios. Y volvería a iniciarse la historia de las religiones. En seguida aparecerían los sacerdotes y muchos aprenderían a temer a los dioses y a esperar de ellos la salvación.
Tratan otros de justificar la religión alegando que el hecho de que en cada sociedad y cultura haya alguna forma de relación con lo trascendental prueba que hay un anhelo universal de trascendencia, una universal necesidad de dios. Schopenhauer pensaba que en todos los hombres está presente un sentimiento metafísico que contiene de manera anticipada el núcleo de toda religión, su modelo al mismo tiempo verdadero y esencial.
Pero los ateos, que crecemos en número conforme la razón progresa, venimos a falsar la idea de un anhelo religioso universal y demostramos que el supuesto sentimiento metafísico es aprendido, y que por ello puede desaprenderse. En otro caso sólo cabría explicar la existencia de ateos asegurando que carecemos de uno de los atributos de la humanidad.
La necesidad de trascendencia no tiene que ver con la religión. Proviene de que cada humano es un ser social, no individual, y necesita por ello y echa de menos la buena relación con los otros. Eso es lo que trasciende a la individualidad, que luego es transmutado culturalmente, e interpretado como anhelo de algo que está más allá de uno mismo, de algo no empírico, es decir, espiritual, algo que finalmente se liga con la religión. Historias.
¿Hay razones para oponerse a la fe ajena?
La diferencia entre agnóstico y ateo tiene poco alcance por lo que concierne al respeto al creyente. A mí, como ateo, no me parece mal que otras personas crean en dios. Tengo familiares y amigos que creen en dios y no se me ocurre hablar del asunto con ánimo de influirles para que cambien de creencias. El ateo ilustrado no tiene nada contra el creyente y sabe que hay muchos creyentes dignos del mayor aprecio.
Seguramente es más difícil encontrar en los creyentes respeto para el ateo. Pues por lo general se presenta al ateo como persona que desafía a lo más sagrado, que carece de controles morales y de elevación de espíritu, cuya salvación eterna es muy improbable. El creyente, que está seguro de que hay un dios omnipotente y justiciero, encontrará muy antinatural que haya alguien que le niegue existencia. De manera que el problema está más del lado del creyente que del ateo.
Religiones e iglesias
Damos un paso más en este análisis si añadimos la religión a la mera fe. Pues muchos creyentes no se limitan a afirmar, sin más, que hay (o ha de haber) un dios que lo ha creado todo. Suelen creer en el dios y las afirmaciones teológicas de una religión, por ejemplo el cristianismo. Naturalmente, un cristiano que extraiga su conocimiento teológico y su moral religiosa de los Evangelios no ofrece ninguna razón para la crítica.
El problema surge porque la religión suele ir unida a una iglesia, esto es, a una organización que se arroga la administración del espíritu religioso de sus adeptos y que quiere influir no sólo en ellos, sino en el resto de la sociedad. Y esto de manera casi inevitable: cada iglesia se considera depositaria de la única Verdad y encargada de hacerla prevalecer.
Contra las iglesias
Marxistas significativos, como Adam Schaff, piensan que Marx y Engels erraron al afirmar que la religión es el opio del pueblo, y esta crítica es aceptable si se interpreta la religión como una vivencia subjetiva, no si se la asocia con una iglesia, que es como suele funcionar. Por mucha buena voluntad que se ponga, si se toman en cuenta los hechos probados es difícil disentir de este juicio: Las iglesias (sobre todo las monoteístas) son una fuerza reaccionaria en el plano cognitivo, establecen morales antihumanas (que producen dolores evitables y que llegan con facilidad a formas criminales), actúan como mecanismo de identidad que genera guerras e incomprensiones étnicas, y son apoyo legitimador de sistemas sociales basados en la explotación:
1. Freno al conocimiento. Dada la cualidad de superstición dogmática de toda religión, es natural que los clérigos sientan temor ante el progreso cognitivo y prediquen contra él desde sus innumerables púlpitos. La iglesia católica, que es de esto buen ejemplo, ha condenado en su momento el heliocentrismo y la teoría de la evolución. Y sigue en la misma onda, pues si con 376 años de retraso ha pedido perdón por su condena a Galileo, ahora condena las investigaciones biogenéticas que tienen fines terapéuticos y Juan Pablo II ha llegado a afirmar que la Ilustración es la fuente de todos los males de nuestro tiempo, nazismo y estalinismo incluidos, considerando nefasto el intento humano de emplear una razón independiente de la fe. Por su parte los 16 millones de fieles de la Convención Baptista Sureña y los seguidores de otros grupos protestantes fundamentalistas de Estados Unidos son un muro frente al progreso de la modernidad científica, en particular frente a la teoría de la evolución y frente a la idea de que la Biblia debe ser científicamente analizada.
2. Moral opresora. Aun dejando aparte aberraciones como la ablación del clítoris, el burka que se impone a las mujeres en ciertas zonas o la condena a muerte por haber cedido a un deseo sexual, en todas partes es pernicioso el efecto de las religiones en las actitudes morales de sus fieles. Los protestantes integristas combaten fervientemente contra el feminismo y la homosexualidad y la iglesia católica defiende una moral antihumana que llega a ser socialmente criminal respecto a temas como el sida, el control de la natalidad, el aborto o la eutanasia. La Verdad del Vaticano consiste en afirmar que un óvulo fecundado es una persona, que hay una ley natural emanada de la voluntad divina en virtud de la cual es una aberración el emparejamiento homosexual y que es un grave pecado utilizar el preservativo en las relaciones sexuales (no importa que sea el procedimiento más efectivo para evitar el contagio del sida). La Verdad consiste en afirmar que el matrimonio es un sacramento que liga de por vida (salvo que se pueda pagar a los clérigos del Tribunal de la Rota su nulidad), que la mujer es inferior al hombre (incapacitada, por ejemplo, para el sacerdocio) y destinada a la misión biológica de la maternidad, que nadie es dueño de elegir el momento y la forma de su muerte sean cuales sean las circunstancias, etc., etc. Y lo peor de todo es que las iglesias influyen en la legislación y han conseguido con frecuencia que su criterio se imponga a la sociedad entera.
3. Legitimación de la injusticia. Es también patente el papel que cualquier religión establecida juega como fuente de legitimación del poder elitista con el que convive en simbiosis. El control que las iglesias consiguen sobre las conciencias lo invierten en apuestas sobre cuestiones terrenas e intercambian con el poder civil su propia mercancía, esto es, su capacidad para producir cohesión social. Esta es la sempiterna alianza de altar y trono. El método es hacer sentir a todos, explotadores y explotados, que son hermanos en la fe y en las prácticas rituales, hacerles creer que dios ha dictado un código que condena el robo y la violencia, y legitima así el derecho de propiedad en la forma que las leyes acuerden, hacerles creer que hay otra vida en la que será resarcido el que, viviendo conforme a la ley divina (que exige, insistamos, respetar la propiedad ajena no importa su cuantía), haya soportado con resignación y paciencia su situación de marginado. De esta forma el secular enraizamiento de la religión en la población es aprovechado para apuntalar sistemas sociales elitistas frenando su tendencia a la inestabilidad y a la revuelta de los oprimidos, papel estelar que el cristianismo viene jugando desde que fue convertido por el emperador Constantino en religión oficial y en pilar básico del imperio. Desde entonces el estamento sacerdotal dirigente abandonó de hecho buena parte de la doctrina cristiana para convertirse en mecanismo desactivador de la ira de los explotados. En el presente, recordemos los viajes de Juan Pablo II para apagar incendios revolucionarios en países del Tercer Mundo, o las condenas a la teología de la liberación. Pero no sólo eso: la iglesia católica ha colaborado con el nazismo, y ha apoyado a dictadores como Mussolini, Franco, Pinochet o Videla (llegando a justificar su violencia criminal alegando que se empleaba contra comunistas). Por su parte el protestantismo fundamentalista americano, cuya influencia en la política de Estados Unidos (por ejemplo en el problema de Oriente Próximo) es grande cuando esa política está dirigida por la derecha republicana, se ha enfrentado a la teología de la liberación, a los movimientos a favor de un gobierno mundial y claro está, se ha opuesto a que se hagan concesiones a los palestinos.
4. Comportamientos criminales. Mientras la iglesia católica, obsesionada con el sexo, predica abstinencia y contención, muchos curas se han dedicado a la pederastia, pero lo peor es que los jerarcas eclesiásticos conocían los casos y no los denunciaban ante los tribunales, sino que blindaban a los pederastas frente a la justicia secular. Tampoco los expulsaban del sacerdocio, se limitaban a cambiarlos de destino a sabiendas de que en el nuevo seguirían haciendo lo mismo. En otros campos sabemos cómo actúa el Vaticano: recordemos la relación de sus finanzas con la mafia, con escándalos de corrupción, blanqueo de dinero y negocios dudosos. Algunos creen que el papa actual va a acabar con todo esto, pero la iglesia necesita mucho dinero para mantener su tinglado universal. Dos papas parece que han intentado adecentar las finanzas vaticanas (lo que implica reducir ingresos): uno murió en extrañas circunstancias y el otro hubo de dimitir.
5. Elemento separador. Puesto que cada religión monoteísta se presenta como la única verdadera, es también patente el ingrediente inevitable de confrontación con “el otro” que esas religiones llevan dentro de sí, y que las hace legitimadoras de guerras e incomprensiones étnicas y personales. Allí donde hay una guerra podemos apreciar que los intereses económicos y de poder suelen disfrazarse de enfrentamiento religioso, y en esta forma lo viven muchas veces los que luchan. En Irlanda, en la antigua Yugoeslavia, en África, en Oriente Medio, en Indonesia, en el mundo en general (el llamado choque de civilizaciones) es la religión organizada la que ha hecho o sigue haciendo de elemento separador y atizador de la contienda (no importa que ésta tenga otras causas ocultas). Si Turquía tiene especiales problemas para ingresar en la Unión Europea se debe, en última instancia, a la religión musulmana de la mayoría de su población, y una dificultad para la integración de muchos inmigrantes en nuestras sociedades es que practican esa religión. Ciertamente, nos parece más ajeno el vecino musulmán o judío que el lejano cristiano, pero ninguno nos parecería ajeno en un mundo en que las religiones hubieran ya desaparecido y los valores vinieran decididos no por viejas supersticiones, sino por una razón universalmente compartida.
6. Ingrediente del fascismo psicológico. En una entrada reciente de este blog he hablado del maniqueísmo teológico como uno de los ingredientes del fascismo psicológico. El Antiguo Testamento, libro fundacional fabricado por remotos antepasados cuya sensibilidad, conocimientos y desarrollo moral eran muy distintos a los conquistados más tarde, sigue sirviendo hoy para socializar a nuevos fieles, que aprenden en el “libro sagrado” la exaltación del poder absoluto y arbitrario, la venganza y el aniquilamiento del enemigo, y sobre todo, la idea de un Bien absoluto (el propio) cuya defensa legitima cualquier daño que se ocasione a sus enemigos. Del dios terrible de la biblia festejan sus fieles con qué facilidad produjo los mayores genocidios imaginables (acabar con toda la humanidad salvo la familia de Noé, destruir Sodoma y Gomorra, matar a todos los primogénitos de Egipto para hacer una demostración de poder, etc.). Con estos antecedentes es natural que las religiones del Libro Sagrado dispongan de suficientes argumentos para justificar cualquier acción violenta. Por ejemplo, sin el peso político de los judíos integristas, para los que está claro que las tierras palestinas son del pueblo judío por donación divina, el trato que Israel da a los palestinos no sería tan cruel.
A favor de las iglasias
Como nada de esto se puede negar, para muchos la estrategia consiste en mirar a otro lado y defender a las iglesias con argumentos como estos:
1. Que funcionan como motivación para acciones solidarias y luchas de liberación.
2. Que las creencias y prácticas religiosas facilitan la moral ciudadana y el respeto a la ley, y que producen una fuerte integración social.
3. Que sus dogmas y rituales proporcionan consuelo en las desdichas y una esperanza trascendente, dando así un sentido a la vida que para el ateo no existe.
Pero a esta defensa se puede replicar:
4. Aunque muchos creyentes motivados por la religión tengan un comportamiento altruista, en la medida en que sea genuino lo tendrían igual aunque no fueran creyentes. La motivación genuina deriva del afecto al otro, no del deseo de agradar u obedecer a un dios. Además el altruismo religioso no es gratis, las iglesias lo utilizan para legitimarse y para extender su poder sobre las mentes de los beneficiarios. Las iglesias dan como limosna lo que el pobre debería recibir como derecho. Y así, de paso, quitan hierro a la situación injusta y de este modo la perpetúan. El dinero que se da a las iglesias para que hagan caridad no sería necesario si los Estados se ocuparan de distribuir la riqueza equitativamente (pero las iglesias no les instan a que lo hagan). En cuanto a inspirar luchas de liberación, sabemos que la iglesia católica tolera a los curas revolucionarios (dan buena imagen ante pueblos oprimidos), pero al mismo tiempo los condena (no se vayan a enfadar los dictadores de turno).
5. Si se apela a la integración social, algo parecido podría decirse del fútbol o de ideologías totalitarias, como la nazi, la estalinista o la franquista. Poco mérito puede adjudicarse a la integración de los perjudicados en nuestras sociedades. Lo ideal es que esa integración se produzca no a base de compartir creencias, festividades y rituales sacros, sino mediante un pacto justo cuya racionalidad pueda ser apreciada por todo ciudadano.
6. Si la religión proporciona consuelos y esperanza al creyente es porque previamente se le ha enseñado a encontrarlos por la senda religiosa, y no a enfrentarse al dolor y a la muerte con autonomía. El sentido de la vida es un concepto oscuro. Supongo que quiere decir que el creyente puede asimilar sus dolores e insatisfacciones en un cuadro armónico: su futura muerte será puerta a una vida eterna, de la que ya gozan los seres queridos muertos. He sido católico practicante hasta que, a los 17 años, una historia de las religiones me enseñó que mi religión era una más entre muchas y que no había una sola prueba que la hiciera menos falsa que las otras. Puedo comparar por tanto cómo vivía cuando creía en dios y ahora que no creo, y la verdad es que no echo de menos los tiempos en que aprendí a verme como un pobre pecador, siempre instado a humillarme hasta el polvo, suplicando perdón y clemencia a un dios que dicen amantísimo pero que en realidad es terrible y maniático (capaz de condenar eternamente a alguien sólo por un quítame allá una masturbación). En cuanto a la vida eterna, puesto que ninguna persona inteligente puede tener confianza ciega en tal promesa teológica, el mismo estado de duda arruina su ventaja. Preferible es saber que no somos eternos y así concentrarnos en la vida perecedera para extraer el sentido que tiene por sí misma, no por promesas diferidas al después de la vida.
En definitiva, aun aceptando que las religiones organizadas que conocemos pueden ser benéficas para unos u otros, en unos u otros sentidos, habría que considerar que esos beneficios se pueden conseguir por otros procedimientos sin las gravosas contrapartidas señaladas.
Ateísmo militante
Es por tanto muy razonable oponerse al afán totalitario eclesial y a su papel legitimador de un orden social injusto. Desafortunadamente, con la aquiescencia del pensamiento que se tiene por progresista, se ha puesto en marcha un fuerte prejuicio contra el discurso anticlerical, al que se ve como viejo resentimiento ya superado. Se entiende que el anticlericalismo y el ateísmo militante son cosas del pasado, y lo que ahora se estila para el no creyente es una posición agnóstica respetuosa con el hecho religioso.
Bobio nos propone una artificiosa distinción entre laicidad y laicismo, y caracteriza éste como una defensa intransigente de los pretendidos valores laicos contrapuestos a las religiones y como intolerancia hacia las fes y las instituciones religiosas. Y añade que el laicismo que necesita armarse y organizarse corre el riesgo de convertirse en una Iglesia contrapuesta a otra Iglesia.
Es sin embargo la actitud beligerante eclesiástica lo que da sentido a una actitud de defensa a la que se puede llamar laicismo, ateísmo militante, anticlericalismo o como se quiera (el nombre es lo de menos). Son las iglesias las que están en lucha con la parte más racional y sana de la sociedad. La actitud totalitaria de toda iglesia monoteísta se manifiesta en la medida en que las circunstancias lo permiten, pero está latente siempre. Hubo un tiempo en que los inquisidores torturaban y condenaban a la hoguera al disidente, algo que ya no es posible en los países más avanzados. Pero los obispos españoles afirman que las leyes civiles han de adaptarse, para ser válidas, a la Verdad, dando por supuesto que son ellos los administradores de la Verdad Absoluta. De lo que se sigue que quienes no seguimos sus doctrinas peregrinas somos enemigos de la Verdad y no merecemos que nuestros intereses sean apoyados por ley legítima alguna. Por ejemplo, la ley de despenalización del aborto no obliga a ninguna católica a abortar, y su visión moral queda por tanto a salvo, pero a los clérigos y a sus seguidores esto no les basta y se empeñan en que se prohíba el aborto a toda mujer, tenga las creencias que tenga al respecto. Incluso llaman asesinos a quienes no comparten con ellos el disparate de que un óvulo fecundado es una persona.
Se hace así indispensable un laicismo que en España consiste en cosas tan comedidas como pedir que se liquide el Concordato con el Vaticano, que se acabe con la clase de religión en las escuelas (que es en realidad una catequesis pagada con dinero público), que la iglesia devuelva los muchos edificios y monumentos que ha inscrito a su nombre a escondidas (entre ellos nada menos que la Mezquita de Córdoba), que pague impuestos como cualquier otra institución, que deje de gozar de favoritismo en las subvenciones (sería interesante saber cuánto dinero de cada ateo o de miembros de otras religiones va a la iglesia católica vía Estado), que no haya más actos oficiales con misa, y menos si esta incluye una homilía en la que el jerarca de la iglesia dicta sus deberes al gobierno (cuyos miembros están allí sentaditos sin capacidad de réplica, vergüenza debía darles), que el aborto siga despenalizado en los supuestos actuales, que se castigue por injurias a quienes llaman asesinos a los partidarios de esa despenalización, que si la iglesia no quiere pedir perdón por sus comportamientos criminales del pasado, haya de aceptar al menos que se investiguen y se hagan públicos.
Spufford ha tratado el tema reduciéndolo a meras creencias, sin alusión a religiones gestionadas por iglesias, astucia que no conduce a nada. Es exigencia de la razón y la salud social un anticlericalismo que no consiste en insultar, perseguir o asesinar curas, sino en exigir que las iglesias se autofinancien, reduzcan su actividad normativa al ámbito de sus fieles y nos dejen a los demás tranquilos. Y también en alegar, cuando nos quieren imponer a los demás su moral, que esa moral es ridícula y antihumana. Pues la moral aceptable, la cristiana, la han olvidado. En otro caso serían comunistas.