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LA TEORÍA MARXISTA Y EL FRACASO DE LA REVOLUCIÓN SOVIÉTICA (3 noviembre 2019)

Lo que sigue es un anticipo del texto que irá como anexo nº 1 en el libro que estoy concluyendo Capitalismo, izquierda y ciencia social. Hacia una renovación del Marxismo. No es una investigación histórica, sino un análisis e interpretación de datos históricos desde un marxismo renovado con el conocimiento que hoy ofrecen las ciencias sociales. Ello lleva a analizar la influencia en el fracaso de la URSS de los siguientes errores e insuficiencias de la teoría marxista clásica:

a) Creer que una población coherente con el socialismo será un efecto relativamente rápido del cambio del modo de producción.

b) Creer, en consecuencia, que una revolución que acabe con la propiedad capitalista es una puerta de entrada al socialismo incluso si la mayoría de la población no es prosocialista.

c) Omisión de las estrategias a largo plazo para ir fabricando la población necesaria.

d) No haber prestado suficiente atención al ejercicio del poder tras la revolución, y tampoco a desviaciones y comportamientos pragmáticos aparentemente razonables, pero que pueden impulsar el proceso hacia donde no se desea, abonando el campo para decisiones que acaban traicionando el sentido de la revolución y ocasionando así un coste ideológico decisivo.

UNA TRISTE HISTORIA

1. Durante los primeros decenios que siguieron a la revolución, la URSS recorrió un camino de siglos.

El atrasado imperio ruso, semicolonial y semifeudal, se convirtió en una de las mayores potencias del mundo, colocándose a la cabeza en la producción de acero, hierro, coque, petróleo, piezas de máquina, trenes diésel y eléctricos, cemento, fertilizantes y estructuras prefabricadas de hormigón, con grandes éxitos en la carrera espacial y militar, etc., lo cual es asombroso si se piensa que antes de la revolución aquella sociedad tenía una economía rural, con más de la mitad de la tierra en manos de la nobleza y sólo tres tímidos focos de industrialización.

El florecimiento intelectual a que la revolución dio lugar, que más tarde se denominaría “la Edad de Oro”, no ha tenido equivalente en otras partes.

«Telas futuristas y suprematistas, así como esculturas constructivistas, colgaban en las calles, trenes, camiones y barcos. En Petrogrado se celebró una “Semana de Serguei Prokofiev”. Kandinsky fue vicepresidente de la Academia de Ciencias y Artes de Moscú. Malévich presidía la de Petrogrado, donde el arquitecto Tatlin, autor del famoso proyecto de monumento para la Tercera Internacional, dirigía una Sección. Chagall era comisario de Bellas Artes en Vítebsk. Shostakóvich representaba a su país en concursos internacionales. Méyerhold era director de la Sección Teatral del Comisariado del Pueblo para la Educación y Stanislavski presidía el Teatro del Arte de Moscú. Maiakovski representaba al Frente de Izquierda de las Artes -el LEFT. Eisenstein, que por sus conocimientos de ingeniería organizaba la construcción de defensas durante la guerra civil, llegaría a ser profesor de dirección del Instituto Cinematográfico Estatal. A estos nombres hay que agregar, en distintos campos, a El Lisitski, Dziga Vértov, Gorki, Bulgákov y Sholojov -quien en esa época escribió la primera parte de El Don apacible, que le valdría el futuro Premio Nobel de Literatura. La escuela formalista de Petrogrado revolucionaba la teoría literaria con sus investigaciones. Jakobson hacía lo propio en Moscú.» (Silvestri y Blanck, Bajtin y Vigotski: la organización semiótica de la conciencia, 1993:118).

Añádase a esto la actividad teórica en círculos en los que se gestaron obras de carácter interdisciplinar que sobrepasaban lo que se estaba haciendo en las líneas de investigación del mundo capitalista e incluso lo que se suele hacer hoy. Todo ello da una idea de la fertilidad de aquel primer período que, para mayor extrañeza, tuvo lugar en una situación en la que había hambre, frío y, en general, las secuelas de la guerra.

Como consecuencia de los planes quinquenales se construyeron presas, centrales hidroeléctricas y nuevas ciudades, y se dedicó un gran esfuerzo a la fabricación de tractores y automóviles, a la construcción de carreteras y de un ferrocarril que unía el Asia Central con Siberia occidental para el intercambio de algodón, grano y madera. Se pusieron en juego enormes fuerzas productivas y se organizó una comunidad de más de cien naciones y nacionalidades. La industria ligera multiplicó por cuatro su valor y la siderurgia y la metalurgia crecieron un 690%. Entre 1929 y 1940 la producción industrial se triplicó y su participación en la producción mundial de productos manufacturados pasó del 5% en 1929 al 18% en 1938. Fue notable igualmente la política de vivienda y el crecimiento de los salarios, duplicados en cada plan quinquenal entre 1928 y 1941.

Ya en la segunda mitad de los años 30, aunque la URSS quedaba aún lejos del poder económico de Estados Unidos, disputaba el segundo puesto a Alemania y había rebasado a Gran Bretaña y Francia. Tras el éxito del IV Plan Quinquenal (1945-1950), Kruschev, sucesor de Stalin, vaticinó que la economía soviética superaría a la de Estados Unidos antes de 1970.

El crecimiento sostenido fue interrumpido durante la II Guerra Mundial, de efectos catastróficos para Rusia, pero prosiguió luego hasta 1965, caracterizado no sólo por la ausencia de desempleo y la relativa estabilidad de los precios y salarios, sino también por una firme protección social para 280 millones de personas que habitaban un territorio equivalente a la sexta parte de la tierra, por una sanidad que, hasta que en los años 60 empezó a deteriorarse, experimentó grandes avances, con más médicos activos que cualquier otro país del mundo y por una educación que, aunque ineficaz para fabricar una población adaptable al socialismo, produjo un considerable potencial intelectual (la población que había en la URSS cuando cayó el socialismo estaba mejor preparada que la de las sociedades históricamente capitalistas).

2. Sin embargo, mientras entre 1960 y 1970 la industria y la minería crecieron un 138%, la agricultura no pasó de un 3% anual. Además, era desastroso el sistema de distribución de la producción agraria: entre el 20 y el 50% de las cosechas se deterioraba antes de llegar a las tiendas. Contra el vaticinio de Kruschev, el PIB de la URSS vino a ser en 1970 un 60% del de Estados Unidos y en 1973 la renta per cápita soviética representaba un 50% de la de Europa Occidental y un tercio de la norteamericana.

Con la crisis del petróleo de ese año se inició un período de estancamiento hasta 1985 aproximadamente. Al comienzo de la década de los ochenta el caos económico soviético alcanzó su apogeo. Se estancó la producción siderúrgica y petrolera; la exportación se vio afectada por unos productos poco competitivos; la extracción abusiva de los recursos naturales creó crecientes dificultades; hubo problemas serios de desabastecimiento de la población; disminuyó la productividad. La intensa desaceleración se manifestó en un crecimiento económico per cápita nulo o negativo. La agricultura atravesó por horas bajas y los males de la economía soviética se extendieron en varios frentes: la burocracia dirigente no estaba a la altura de las tareas que tenía encomendadas; eran abundantes las disfunciones en la asignación de recursos; se constataba un atraso tecnológico en comparación con los países europeos occidentales, EE UU y Japón; había problemas con el abastecimiento energético, agravados por un consumo despilfarrador; el parque de maquinaria estaba en sus dos terceras partes obsoleto, etc.

En 1982 EE UU ayudó a quienes se oponían en Afganistán a la URSS (capitaneados por Bin Laden) y puso en marcha el SDI (Iniciativa de Defensa Estratégica o guerra de las galaxias) obligando a la URSS a una réplica que su economía no pudo soportar, colapsada a mediados de ese decenio.

En abril de 1985, en una asamblea plenaria del Comité Central se examinó un estudio que daba a conocer que el país se hallaba al borde de la crisis y, en claro propósito de enmienda de la pasada opacidad, se hizo pública esta conclusión al tiempo que Mijaíl Gorbachov, tratando de enlazar con la herencia de Kruschev, se proponía la nueva estrategia de la perestroika y formulaba sus principios básicos: medidas liberalizadoras en la economía y en la política, y reducción drástica de los gastos militares que impedían la modernización de la URSS, para lo que negoció el desarme con Estados Unidos y puso fin a la guerra fría.

En 1986 se intentó implementar en la URSS una economía mixta y en junio de 1987 el comité central del PCUS aprobó los “Fundamentos de una reestructuración radical en la dirección económica”, un profundo programa de reformas que trataba de conceder espacio a la iniciativa privada mediante medidas de liberalización política. Estaban en estudio reformas que ya se habían propuesto en Hungría o en China, y otras semejantes centradas sobre todo en el control de la gestión de la empresa desde la propia empresa, la coordinación a través del mercado y el recurso a los incentivos materiales. Se intentaba pasar en dos o tres años desde un sistema de dirección altamente centralizado, que dependía de los pedidos, a un sistema basado en la combinación del centralismo democrático y la autoadministración.

En este intento de reforma todas las empresas debían partir de las auténticas demandas sociales para determinar sus propios planes de producción y venta, y estos planes habían de basarse en pedidos directos de artículos determinados, de la calidad adecuada y en la cantidad necesaria, que provendrían de las organizaciones gubernamentales, de empresas con contabilidad propia y de firmas comerciales. Aun manteniendo un firme principio de centralización, se había llegado a la conclusión de que las autoridades centrales no debían ocuparse de las tareas menores, y con ello se intentaba que la economía planificada atendiera mejor a las necesidades del consumo popular.

A su vez, el eslogan socialista “a cada uno según su trabajo” se modificaba con la precisión de que los ingresos de los trabajadores debían depender del resultado final de la producción y de los beneficios obtenidos.

A algunos teóricos marxistas, por ejemplo a P. Sueezy, les parecía que este camino alejaba del ideal igualitarista y les preocupaba que estas medidas estuvieran debilitando los cimientos socialistas y engendrando pequeños propietarios. Pero Gorbachov sostenía (con una ingenuidad que sólo más tarde ha sido perceptible) que Lenin se mostró muy claro en este punto: puesto que poseían una industria y un poder enormes, nada tenían que temer. Basándose en esta fuerza, podían efectuar transformaciones socialistas de una manera planificada, en un intento de que las ventajas de la planificación se combinaran cada vez más con factores estimulantes del mercado socialista. La idea subyacente era que, arreglados los fallos que el sistema había ido acumulando, estaba claro que la producción socialista puede llegar mucho más lejos que la capitalista.

Que esta idea tiene mucho de verdadero lo prueba que alarmó sobremanera a los países capitalistas, para quienes en realidad la amenaza de la URSS no era la armamentística, sino más bien que, como ha hecho China, lograra concluir sus planes de acelerar el proceso socioeconómico y demostrara su nuevo potencial económico y político por contraste con el capitalista.

Pero ocurrió que las empresas soviéticas no estaban acostumbradas a la autonomía, el sector privado cooperativo tenía dificultades de suministros, la calidad seguía siendo mediocre, la productividad en agricultura baja. Era demasiado tarde: la situación socioeconómica y la conciencia colectiva del país habían cambiado profundamente.

El 9 de noviembre de 1989 cayó el Muro de Berlín y la falta de reacción de Gorbachov fue la señal para el estallido de revoluciones anticomunistas en la Europa del Este, resurgiendo con fuerza lo que había estado reprimido: la religión y los nacionalismos.

En 1990 Gorbachov permitió que el ejército atacara con dureza a los independentistas en Letonia y Lituania. En 1991 se disolvió la URSS más que por las medidas reformistas, como pensaba Sueezy, porque la población estaba en una parte deseosa del consumismo capitalista, en otra parte desilusionada respecto al tipo de socialismo que se veía obligada a defender.

UNA CRÍTICA DESCAMINADA

1. Los conservadores han visto el fracaso de la URSS como un efecto inevitable del marxismo y una legitimación definitiva del capitalismo. Dan por probado que cualquier posible socialismo ha de ser idéntico al soviético, interpretado como una triste cárcel de la que antes o después las víctimas intentarán librarse. La propaganda conservadora da por indiscutible que, si queremos huir del totalitarismo y de la ineficacia económica, no tenemos otra opción que la que estamos viviendo: libre empresa y respeto a las “leyes del mercado”. El corolario es que cualquier pretensión de igualitarismo está condenada al fracaso. Desde hace años, se nos dice, la alternativa comunista es el pasado de la humanidad, no su futuro.

Es sin embargo evidente que, desde un punto de vista lógico, del fracaso de la URSS no se puede deducir la idea de que no hay alternativa posible a las sociedades capitalistas.

Cuantos participan de esta idea pueden pensar que el tema está resuelto y amortizado en el discurso de filosofía política, y que es ociosa una reinterpretación de lo que ocurrió en la URSS. Pero identificar comunismo o igualitarismo con el régimen soviético (es decir, con un régimen que acabó siendo totalitario y económicamente ineficaz) y extraer de esa identificación consecuencias aparentemente firmes, no pasa de operación propagandística.

Para tratar este asunto con decoro intelectual es preciso comenzar reconociendo el carácter humanista del marxismo y su apuesta por la liberación de la población sojuzgada. Marx y Engels, lejos de cualquier idea de Estado totalitario, concebían que, una vez llegado el socialismo, el poder político habría de convertirse en un poder público y perdería así su carácter opresor. No sólo habían previsto la desaparición del Estado burgués, sino también el progresivo debilitamiento y la extinción final del Estado socialista (o si se prefiere, su total democratización). La abolición del Estado significaba para Marx la abolición del carácter de clase del Estado, y Engels insistía en que la única tarea del Estado democrático debería ser la administración de las cosas, no el gobierno de los hombres.

Por su parte Lenin denunció el destajo y el Taylorismo como esclavización del hombre a la máquina, defendió el “control obrero” en la industria frente a la llamada “dirección por un solo hombre” y se opuso a la disciplina militar en que vivían los obreros en el capitalismo. Esta era su sincera actitud inicial, que fue la que inspiró, en enero de 1918, la Declaración de Derechos del Pueblo Trabajador y Explotado, aprobada en el III Congreso de los Soviets como contrapartida a la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano que había promulgado la revolución francesa.

Por lo que afecta a la concepción moral de la actividad partidaria, Marx había previsto la destitución de los representantes indignos y Lenin había establecido que ningún miembro del partido debería ganar más que un obrero cualificado, cualquiera que fuese su cargo. Este «máximo de partido» estaba específicamente pensado para evitar que alguien se beneficiase de su posición indebidamente (y, en consecuencia, que alguien se diera a la actividad política pensando en beneficiarse).

Bajo la inspiración de estas ideas realmente emancipadoras, los bolcheviques trataron de poner en marcha el proyecto más ambicioso jamás concebido, y de hecho la revolución de octubre se vivió por muchos en el mundo entero como una gesta heroica llena de emocionante esperanza colectiva.

No es por ello razonable que, a sabiendas ya de lo que fue sucediendo en la URSS y habiendo por ello mejorado nuestro conocimiento, demos por buena la crítica de algunas acciones por sus consecuencias, no importa que en su momento las previsiones razonables fueran en otra dirección. Estamos obligados a hacer un esfuerzo por comprender las razones que se podían alegar honradamente a favor de decisiones dramáticas que más tarde se han revelado poco efectivas o contraproducentes para los propósitos socialistas. En este caso aprendemos algo para el futuro, pero ello no nos autoriza a criticar a quienes no disponían del conocimiento que podemos tener hoy. Los teóricos de entonces concebían la revolución y hacían sus análisis y previsiones bajo una teoría que en algunos aspectos erraba, pero lo cierto es que entonces no había alternativa preferible.

CIRCUNSTANCIAS DESFAVORABLES

Las causas del declive económico y de la desmoralización colectiva habían comenzado en la URSS mucho antes de que aparecieran como problema irresoluble.

Baste recordar que el 25 de febrero de 1956 tuvo lugar el informe secreto de Kruschev en el XX Congreso del PCUS denunciando el culto a la personalidad y los crímenes del periodo estalinista; y que cinco años más tarde, con ocasión del XXII Congreso del PCUS, Kruschev decidía expulsar a Stalin del mausoleo de la Plaza Roja.

Pero hay que añadir que no fue Stalin la única causa del desastre final y sí fue, en cambio, una causa de los éxitos previos. Hay que buscar en otra parte.

La Rusia prerrevolucionaria

A finales del siglo XIX la economía rusa estaba estancada y el comercio lo controlaban grupos extranjeros. La clase media rusa se desarrolló muy tarde y con mucha lentitud; sus operaciones mercantiles eran de poca monta, y su independencia política nula. La industrialización había comenzado en Rusia hacia 1890, muy tarde por comparación con otros países europeos, y el zar y los señores feudales eran propietarios de las escasas industrias.

En los tiempos finales de la autocracia zarista ya emergía una clase industrial y financiera de influencia y riqueza crecientes, pero fuertemente dependiente del capital extranjero. Como reacción, habían tenido lugar las primeras huelgas, y en 1897 Lenin, Martov y Plejanov habían fundado el Partido Obrero Socialdemócrata Ruso de inspiración marxista.

Sin embargo los obreros eran una minoría y en Rusia predominaba una economía rural y un campesinado a punto de revuelta que representaba el 80% de la población. Ese campesinado acababa de librarse de la situación de servidumbre, en la que el señor feudal había sido propietario de la tierra y de sus almas, que así se llamaba a los mujiks adscritos a la tierra, y tenían ya sus propias organizaciones, con las que habían comenzado a sustituir a la estructura oficial. Pequeñas unidades de producción familiares (dvors), de tamaño variable, formaban una comunidad de la tierra que se organizaba en asambleas de aldea, las obshchinas, que correspondían a un pueblo o a un pequeño asentamiento y ejercían una considerable medida de autogobierno mediante la asamblea de los cabezas de familia (skohd), con un amplio ámbito de responsabilidades administrativas, fiscales y legales. Regulaban cuestiones de interés común, como los pastos, la rotación de los cultivos, los riegos, los cercados y la construcción de carreteras, y en la mayor parte de los casos redistribuían periódicamente la tierra teniendo en cuenta la cambiante composición de los dvors. (Ver Graeme Gill, Peasants and gobernement in the Russian Revolution, Londres, Macmillan, 1979).

A la derrota militar frente a Japón siguió en 1905 una revolución en la que coincidieron los burgueses contra la autocracia, los obreros contra los capitalistas (habían surgido los soviets formados por representantes de los obreros en huelga para coordinar las actividades revolucionarias) y los campesinos contra los grandes terratenientes. Es decir, el ambiente revolucionario de Rusia era contradictorio, como si llevara dentro los significados de tres revoluciones distintas y poco compatibles. En todo caso aquel intento acabó en fracaso una vez que Nicolás II concedió la elección de una duma.

A comienzos de 1917 los bolcheviques no tenían demasiada prisa por hacerse con el poder. Tras doce años de amagos se habían intensificado los disturbios campesinos, anteriormene cosa de pueblos aislados, pero que pasaron a organizarse como acción colectiva coordinada entre pueblos vecinos, con las comunidades campesinas impulsadas y radicalizadas en muchos casos por agitadores exteriores.

Al mismo tiempo se hicieron claramente revolucionarias las huelgas que venían sucediéndose desde el año anterior. En febrero una huelga general promovida por los bolcheviques se saldó con varios muertos, el gobierno disolvió la duma, una parte del ejército se unió a los obreros y Petrogrado (nuevo nombre con que habían bautizado a San Petersburgo en 1914) cayó en manos de los insurgentes. Se constituyó el soviet de Petrogrado y se designó un Comité ejecutivo provisional, formado por mencheviques y bolcheviques. Los primeros querían que se desarrollase primero una fase burguesa que más tarde diera lugar a la revolución proletaria; los segundos querían el establecimiento de una dictadura de obreros y campesinos.

Lenin entendió que no estaban ante una mera revolución burguesa, sino ante una revolución en transición que había dado el poder a la burguesía en una primera etapa y que la daría a continuación a los obreros y campesinos. Entendía por ello que el objetivo próximo no era una república parlamentaria, sino “una república de los soviets de diputados obreros, campesinos y campesinos pobres en todo el país, de abajo a arriba”.

Había pues que asaltar el poder en vez de dejarlo en manos de una burguesía que en ningún caso pondría fin a la participación rusa en la guerra ni sacaría a Rusia de un atraso insoportable. Con esa idea Lenin regresó desde su exilio en Suiza a Petrogrado.

Por el carácter híbrido de la revuelta, los soviets pretendían hacerse cargo de la producción social y la distribución, mientras que los campesinos pretendían tener corporaciones locales de gobierno que buscaran una solución final al problema de la distribución de la tierra. Fue por tanto normal que los comités de campesinos pobres acabaran entrando en rivalidad con los soviets de los pueblos.

La toma del Palacio de Invierno, en fecha elegida para que coincidiera con el II Congreso Panruso de los Soviets de Diputados Obreros y Soldados, reveló el nulo poder del Gobierno Provisional, que fue disuelto. Y entonces el Congreso Panruso pasó el poder a los soviets y a petición de Lenin se aprobó un decreto que abolía sin compensación la propiedad de los terratenientes, aunque mantenía la de los simples campesinos y cosacos. En tal decreto no se mencionaba al socialismo como fin o propósito de la revolución, cosa que quedaba para más adelante.

La oposición interior y la exterior

Pese a la conquista del poder, inicialmente la autoridad del Gobierno apenas se extendía más allá de Petrogrado y unas pocas ciudades, mientras los burócratas, los directivos y los técnicos a todos los niveles habían entrado en huelga y se iban reuniendo tropas de rusos “blancos” con la promesa de ayuda de gobiernos extranjeros.

La firma en diciembre de 1917 del armisticio de Brest-Litovsk constituyó un gran éxito para Alemania mientras que para Rusia fue, en palabras del mismo Lenin, una paz vergonzosa, que implicaba la pérdida de Ucrania y otras extensas zonas del antiguo imperio ruso. Ese armisticio sentó muy mal a los países que luchaban contra Alemania, pero peor las expropiaciones, el fusilamiento del zar y su familia y, sobre todo, que la revolución se presentara como un primer paso a imitar en el resto del mundo.

Tomado esto como una agresión por las élites de esos países, intentaron impedir que la revolución se consolidara y extendiera, y para ello tropas inglesas, francesas y estadounidenses ocuparon el puerto de Murmansk en el Norte y tropas japonesas desembarcaron en Vladivostok seguidas de destacamentos ingleses y norteamericanos. En la guerra civil que siguió llegaron a intervenir hasta catorce países ayudando a los ejércitos rusos que luchaban contra los bolcheviques en Arkángel, en Siberia y en la Rusia meridional.

De manera que Rusia quedó enfrentada a todo el mundo capitalista, acuciada a organizar un ejército capaz de asegurar la supervivencia del nuevo Estado y, en perspectiva, a superar rápidamente su atraso económico y tecnológico, y a crear una industria actualizada partiendo casi de cero.

La necesidad de la dictadura inicial

1. Mientras duró la guerra, la realidad fue para una gran parte de la población hambre y frío. Moscú perdió casi la mitad de la población y Petrogrado, donde la concentración industrial era mayor, perdió algo más de la mitad. Muchos habitantes de la ciudad se iban al ejército o al campo, por ver si al menos evitaban morir de hambre.

Para los dirigentes políticos sólo se presentaban dos opciones: o defender la revolución o abandonarla. Pero ¿quién que confiara en sus resultados la hubiera abandonado mientras se mantuvieran esperanzas de una bonanza futura?

Entra en la lógica de los acontecimientos que para evitar una contrarrevolución el primer decreto del Consejo de Comisarios del Pueblo, emitido días después de que los bolcheviques tomaran el poder, autorizaba al gobierno a cerrar todos los diarios que diesen información falsa o promoviesen resistencia contra el poder soviético, decreto que fue confirmado diez días después por una resolución del comité ejecutivo central del Congreso Panruso de los Soviets, redactada por Trotski. Por la misma razón se suprimieron los partidos que hubieran podido competir con el bolchevique y por Decreto de 10 de diciembre de 1917 se creó la Checa Panrusa de lucha contra el sabotaje y la contrarrevolución.

Finalmente, aunque se permitió que se celebraran unas elecciones ya previstas para una asamblea constituyente, el Gobierno impidió que la asamblea volviera a reunirse después del primer día, una vez que, como era de esperar, venció en ellas el partido Socialista Revolucionario de los campesinos. En enero de 1918 se disolvió la Asamblea Constituyente, se cerraron los periódicos de la oposición, se disolvieron los soviets no bolcheviques, se reprimieron las huelgas obreras y en junio de 1918 se expulsó a mencheviques y socialistas revolucionarios del comité panruso de los soviets.

Aunque Trotski defendió que hubiera tendencias dentro del partido, lo hizo sólo en función de la heterogeneidad del proletariado, es decir, sólo en la medida en que representaran derechos del proletariado. Las resoluciones que se tomaron afirmaban la unidad del partido y condenaban todo fraccionalismo, y en concreto la desviación sindicalista y anarquista. Los sindicatos debían transformarse en órganos del Estado socialista y debían asumir el peso fundamental en la organización de la producción (lo que de hecho significaba su virtual marginación política).

Así se cortó con las convenciones de la democracia burguesa.

2. Por razones de subsistencia hubo que adoptar en el verano de 1918 las drásticas medidas que más tarde se conocieron como “comunismo de guerra”, que consistían, por una parte, en la concentración de la autoridad y el poder económicos, la sustitución de las pequeñas unidades de producción por otras grandes y un cierto grado de planificación unificada; y, por otra parte, en el abandono de las formas comerciales y monetarias de distribución y la introducción del suministro de productos y servicios básicos gratuitamente o a precios fijos, el racionamiento, los pagos en especie y la producción para el uso directo y no para el mercado.

Ello tuvo que ir acompañado del mantenimiento de la recluta de trabajo y de requisas para cubrir necesidades imperiosas (del ejército, de las ciudades y de las fábricas dedicadas a la producción de guerra), medidas todas que no hacían atractivo el socialismo.

Aunque Rusia estaba completamente devastada, el régimen pudo mantenerse porque primero los países capitalistas estaban demasiado interesados en la guerra contra Alemania y sus aliados y porque en seguida, en abril de 1919, un motín en los barcos de guerra franceses hizo necesaria la evacuación del puerto de Odesa y aceleró la retirada de las tropas extranjeras, cuyos soldados, por otra parte, manifestaban cansancio e incluso simpatía hacia el gobierno obrero. En el otoño de 1919 las únicas tropas extranjeras que quedaban en Rusia eran las japonesas y las norteamericanas en Vladivostok.

Por si la devastación dejada por la guerra civil no fuera suficiente desastre, durante el duro invierno de 1920-21 tuvieron lugar en Rusia central disturbios campesinos generalizados, mientras pandillas de soldados desmilitarizados vivían del bandidaje o erraban por el campo en busca de alimentos.

Concentración de poder y burocratismo

Dado que los 22 miembros del Comité Central, autoridad suprema entre congresos, eran demasiados para tomar las decisiones rápidas que exigía una situación de permanente emergencia, el poder ejecutivo quedó en manos de Lenin en consulta con otros altos dirigentes. Luego, en la línea de concentrar el poder, el congreso de 1919 eligió un Comité Central de 19 miembros plenos más ocho suplentes sin derecho a voto. Este comité nombró un Politburó de cinco miembros y un Orgburó que se ocupaba de la organización del partido, lo que supuso la atrofia del Comité Central como órgano de decisión.

Sin embargo, el secretariado, que se colocó bajo la gestión de tres secretarios “permanentes”, experimentó una rápida expansión, con cientos de funcionarios. Es decir, contra lo previsto y lo deseable, aumentaba la gestión no democrática y, al mismo tiempo, la burocracia.

Basta reparar en las fechas de estos sucesos para incluirlos en la fase de dictadura violenta que sigue a toda revolución. Es también explicable que los dirigentes que conocían las tremendas dificultades por las que estaba pasando el nuevo Estado se opusieran (Astrakan, Kronstadt) a los intentos democratizadores que en aquellos momentos eran por completo inaplicables. No tiene sentido enjuiciar estos hechos por relación a lo que sería admisible en una democracia consolidada de vida apacible.

El acompañamiento internacional que no se dio

Tanto Marx como Lenin habían rechazado la idea de socialismo en un solo país. Lenin era consciente de que la revolución de urgencia en Rusia iba a encontrarse con grandes dificultades de todo tipo y que, para sostenerse, necesitaría que triunfaran en Europa –sobre todo en Alemania– revoluciones que sí podrían emprender una transformación socialista y que acudirían en apoyo de la avanzadilla rusa.

Al coincidir los golpes revolucionarios en Baviera y Hungría, y disturbios esporádicos en Inglaterra, Francia e Italia, pero sobre todo el movimiento revolucionario de Berlín en 1919, a los dirigentes soviéticos les pareció que llegaba el comienzo de la esperada serie de revoluciones proletarias y fue entonces cuando Lenin, pensando que la II Internacional se había dividido y abandonado los principios del marxismo y el internacionalismo, la sustituyó por una III Internacional, o Internacional Comunista, de intención verdaderamente revolucionaria. El congreso (Comintern) votó un manifiesto redactado por Trotski en el que se hablaba de un inminente declinar del capitalismo y de un avance decisivo del comunismo.

En la primavera de 1920, a punto de que acabara por completo la guerra civil, Lenin escribió La enfermedad infantil del izquierdismo en el comunismo, donde indicaba que los comunistas occidentales debían participar activamente en el parlamento y en los sindicatos y no retroceder en los compromisos inherentes a tal participación. Pero en sus cálculos no entraba que, a falta de una revolución internacional, tales tácticas de compromiso y maniobra pudieran mantenerse por años o décadas.

Puesto que la perspectiva de una revolución mundial parecía próxima, se discutió si el ejército rojo, que había lanzado una ofensiva dentro de las disputas territoriales con Polonia, se detenía en la frontera o seguía hasta Varsovia.

Se decidió esto último con la esperanza de que los obreros polacos iniciaran una revuelta, así que cuando en julio y agosto de 1920 una resistencia nacional imprevista llevó a la victoria polaca en el Vístula y obligó al ejército rojo a una humillante retirada, se hundió la esperanza de que se extendiera la revolución por el centro y oeste de Europa. Esa victoria polaca evidenciaba que los obreros europeos estaban aún demasiado imbuidos de lealtades nacionales. Los soldados polacos habían preferido defender los intereses de las clases altas polacas luchando contra el ejército que defendía los intereses obreros.

Cuando la ola revolucionaria de la posguerra fue retrocediendo visiblemente, el campesinado ruso, material humano del ejercito rojo, no estaba dispuesto a pelear para llevar la revolución a otros países y el proyecto de una revolución internacional se relegó a un futuro más distante. El declinar del capitalismo y el avance del comunismo no ocurrió en el tiempo esperado e incluso la II Internacional dio muestras de revivir, de manera que en los países occidentales se perpetuó la escisión entre una minoría de comunistas comprometidos y una mayoría de trabajadores que permanecían fieles a los dirigentes reformistas.

Realmente hubiera despejado mucho el panorama la generalización del socialismo en los principales países industrializados, porque todos ellos se hubieran coordinado en una misma dirección y el peligro del choque con el mundo capitalista no hubiera producido grandes distorsiones en la economía de cada Estado. Pero las cosas no ocurrieron así. El nuevo poder soviético hubo de sostenerse sin contar con apoyos de otros países.

Divergencias entre campesinos y obreros

Campesinos y obreros no coincidían en deseos y propósitos. Una vez que las medidas que habían igualado la situación de los campesinos hicieron surgir cien millones de propietarios de una pequeña tierra, se fue manifestando que los enemigos de la revolución proletaria no eran solamente los nobles, burgueses y kulaks expropiados, sino también los restantes campesinos, esto es, la mayoría de la población rusa. Los campesinos habían colaborado a la revolución siguiendo sus propios intereses, durante un tramo coincidentes con los del proletariado, pero en seguida divergentes. Muchos campesinos estaban a favor de los bolcheviques, porque habían expropiado a los terratenientes, pero estaban en contra del comunismo por su oposición a la propiedad individual.

Era inevitable en esas condiciones el choque inmediato entre dos tipos de organización, la estatal, obligada a tener en cuenta la situación de todo el país en un medio internacional, y las campesinas locales, que sólo tenían en cuenta su propio interés. Las autoridades necesitaban grano para abastecer a la población de las ciudades, los campesinos lo ocultaban.

Las requisas que se veía obligado a hacer el gobierno para cubrir las necesidades de las ciudades condujeron a los campesinos, cuando el peligro de los blancos estuvo superado con la victoria en la guerra civil, a retroceder a una economía de subsistencia, reacios a producir excedentes que les iban a requisar, de manera que, si no se quería que el país muriera de hambre, no había más remedio que proporcionarles los incentivos que les habían negado. La sustitución del comercio privado por “un sistema de distribución de mercancías planificado a escala de todo el Estado” se había convertido así en un ideal remoto.

Comunistas idealistas, a veces extranjeros, establecieron comunas agrícolas o “granjas colectivas” (koljozi) y el gobierno fundó “granjas soviéticas” (sovjozi) que empleaban trabajo asalariado y a las que se dio el nombre de “fábricas socialistas de grano”. Se esperaba que sirvieran de ejemplo para su expansión, pero las políticas de concentración y centralización, que habían tenido éxito en la industria, no tenían el mismo éxito en la agricultura.

La manera de ser del campesinado, a la que se denominaba pequeño-burguesa, era además introducida en el proletariado por los muchos campesinos que se sentían atraídos por la industria, pero que carecían del espíritu de clase de los proletarios tradicionales.

Se puede entonces decir que la revolución proletaria, que se fue sobreponiendo a la inicial revolución burguesa y campesina, cumplía la condición interna invocada por Lenin, esto es, que millones de personas hubieran comprendido que ya no podían seguir viviendo como antes, pero esta condición era claramente insuficiente. La mayoría de la población deseaba vivir en un escalón intermedio entre el despotismo zarista y el socialismo.

En tal situación los miembros del partido bolchevique se percibían a sí mismos como una minoría sitiada en medio de la ciénaga pequeñoburguesa de los campesinos. Habían heredado una población no sólo mayoritariamente ayuna de conocimientos económico-políticos (y por tanto incapaz de asumir una dirección democrática de las tareas políticas) sino también con una ideología contraria al socialismo, en la que primaba la cortedad de miras, la desconfianza propia del campesino, la astucia y el egoísmo tradicional.

Rectificaciones forzosas. La NEP

1. Convertidas tras la guerra civil las unidades militares en “batallones de trabajo” para las necesarias tareas de reconstrucción, se impuso el principio de centralización de la autoridad, que controlaba minuciosamente hasta las menores asignaciones. Así que hubo que alabar las virtudes de la disciplina militar en el trabajo que la revolución había pretendido destruir.

En la misma línea de rectificaciones forzosas, Lenin se pronunció a favor temporalmente del destajo y del Taylorismo que él mismo había denunciado como esclavización del hombre a la máquina, y más tarde apoyaría una campaña a favor de la introducción en la industria de la llamada “dirección por un solo hombre”, antítesis directa del “control obrero” que se defendía como principio.

Pero la mayor rectificación ocurrió en el X Congreso, en diciembre de 1921, cuando se optó por renunciar al comunismo de guerra y se elaboró un programa de Nueva Política Económica (NEP).

Tal programa incluía el permiso para que el campesinado, tras la entrega a los órganos del Estado de una proporción fija de su producción (un “impuesto especial”), pudiera vender el resto en el mercado y ello requería, paralelamente, incitar a la industria, sobre todo a la pequeña industria, a producir bienes que el campesino quisiera comprar.

En opinión de Lenin el poder bolchevique había tomado medidas “socialistas” que estaban muy por encima de sus posibilidades y que no se podían mantener por el momento, así que había que restablecer el mercado para acompasar la revolución anti-feudal de un campesinado con aspiraciones pequeño-burguesas y la revolución anticapitalista de un proletariado industrial. Lenin era consciente de que sólo un acuerdo con el campesinado podía salvar la revolución socialista en Rusia.

La NEP supuso aparcar principios generales, no sólo el de control obrero, también la distribución igualitaria y la nacionalización de la industria y la tierra. Permitió el renacimiento del comercio privado, puso fin a la prolongada caída del rublo y estableció una moneda estable.

La tierra y la mayor parte de la actividad industrial (enorme multitud de talleres y ferrerías) se entregaron a la dirección e iniciativa de los propios productores, quedaron exentas de nacionalización las empresas que empleaban a menos de 20 obreros, y las de este tipo que habían sido ya tomadas podían ser devueltas en arriendo a empresarios individuales, que con frecuencia eran sus antiguos dueños.

En 1922 se estableció en Moscú una Bolsa Comercial para ejercer algún tipo de control público sobre los procesos comerciales, pero el resultado fue facilitar las operaciones a una nueva clase que rápidamente se llamaría “hombres de la NEP” (nepmen), que ya no eran pequeños comerciantes, sino empresarios comerciales a gran escala que extendían sus tentáculos por todos los sectores de la economía. Por otra parte, antiguos directores, administradores e ingenieros (en algunos casos alemanes y norteamericanos de los que había que echar mano para las grandes obras), cuyos servicios fueron reconocidos rápidamente como indispensables, eran recompensados como “especialistas” con grandes salarios y privilegios.

Desde el punto de vista económico la NEP tuvo inicialmente algunos efectos negativos, sobre todo porque los precios oscilaban excesivamente una vez levantados los controles del comunismo de guerra. Si en septiembre de 1922 la relación entre los precios industriales y agrícolas había vuelto a su equilibrio de antes de la guerra, a partir de ese momento los precios industriales crecieron espectacularmente a expensas de los precios agrícolas. En su informe al Congreso de 1923 Trotski presentó un diagrama que mostraba cómo las tijeras cuyas hojas representaban los precios industriales y agrícolas se habían abierto más y más en los seis meses anteriores. A esto se añadió el desempleo, porque el propósito de racionalización presionaba hacia el despido de los trabajadores sobrantes. Se supone que en 1923 el número de desempleados alcanzó el millón, sin contar los campesinos no cualificados. El malestar originó huelgas en otoño de 1923 y obligó a acordar en enero de 1924, pocos días antes de la muerte de Lenin, un control de los precios al por mayor y al por menor (precios legales máximos para la sal, el azúcar y el petróleo).

En cambio los efectos económicos positivos fueron espectaculares: el comercio exterior adquirió considerables dimensiones, constituyendo los productos agrícolas, grano incluido, un 75% de las exportaciones, y además, gracias a la reorganización industrial, había disponibilidad y circulación de mercancías de todo tipo.

Ello parece dar la razón a quienes afirman que sólo los incentivos económicos pueden poner en marcha las capacidades productivas de una sociedad, pero en realidad ocurre que distintos tipos de mentalidad producen distintos tipos de motivación. No era el campesinado ruso de comienzos del pasado siglo la población que podía impulsar un orden socialista en un medio hostil.

Por lo demás en seguida se vio que los incentivos económicos lo mismo favorecen que entorpecen. La NEP se había basado en la creencia de que se podía alimentar a las ciudades mediante un sistema combinado de entregas voluntarias al Estado y de venta libre en el mercado. Pero se reprodujeron los problemas de abastecimiento porque los kulaks y los especuladores volvían a ocultar el trigo, y entonces la dirección bolchevique tuvo la esperanza de que la lucha de clases podía llevarse al campo, enfrentando contra éstos a los campesinos pobres. Con ese fin se crearon “comités de campesinos pobres” encargados de recaudar el grano de los kulaks y de los especuladores, pero el intento fracasaba porque los campesinos pobres no actuaban como aliados del gobierno contra los kulaks. Temían más al Estado y a sus funcionarios y también ellos querían ocultar y vender en el mercado negro si les era posible.

La teoría marxista no había previsto que después de una revolución proletaria la solidaridad entre campesinos pobres y ricos pudiera prevalecer sobre la solidaridad de los pobres contra los ricos, no había tenido en cuenta las configuraciones ideológicas de una población reacia a obtener los beneficios que se le ofrecían, reacia también a asimilar nuevas ideas por más que parecieran objetivamente preferibles.

2. Se sigue de todo esto que no se puede implantar el socialismo si no se cuenta con una población que se le adapte, y menos si las condiciones son muy desfavorables. La teoría marxista sugería la creencia ingenua de que, si la revolución se consolidaba, una población de “hombres nuevos” surgiría como por ensalmo como efecto del cambio de modo de producción.

Esta creencia fue en seguida falsada, y dio paso a la convicción de que había que emplear la coerción no sólo frente a terratenientes y burgueses, también frente a los campesinos pobres. Quedaba en pie sin embargo la idea de que la coerción no sería necesaria frente a los obreros, y que su trabajo se regularía mediante la autodisciplina voluntaria. Cierto que en una parte del proletariado se mantenía viva la oleada de entusiasmo de la propia revolución, al punto que Lenin, apelando a la autodisciplina, llegó a convocar a los obreros a los “sábados comunistas” de trabajo voluntario sin paga (institución de los udarniki, u obreros de choque). Pero en seguida se fue viendo que muchos obreros eran indolentes, o carecían de conocimiento de lo que había que hacer y de entusiasmo para hacerlo. Tanto Trotski como Bujarin, a la vista de las masas recalcitrantes, que tendían a perseguir intereses sectoriales, o eran egoístas, indolentes, etc., se mostraron partidarios de imponerles disciplina al menos hasta que la autodisciplina voluntaria dejara sin sentido la coacción.

Lenin era consciente de que cuanto mayor es la envergadura del trabajo y más profunda la reforma, mayor es también la necesidad de aumentar el interés por él y de convencer a millones y millones de personas de su necesidad. Era, pues, el convencimiento y no la imposición el procedimiento que estimaba correcto. En esa línea apelaba al uso inteligente de incentivos morales, pero también materiales, y a la búsqueda de las maneras más modernas y eficaces para combinar la propiedad pública y el interés personal. Así había llegado a creer que para convertir a los campesinos al comunismo bastaban cien mil tractores de primera clase.

Como por entonces no se habían podido hacer los necesarios avances en la mecanización, ello originaba una circularidad de difícil solución: la primera condición para que la industrialización produjera tractores en número suficiente era que los campesinos suministraran el alimento necesario para ciudades y fábricas a precios que no supusieran una presión intolerable sobre los niveles salariales y sin derivar más que un mínimo de los recursos de la industria a la fabricación de bienes de consumo para el mercado campesino. Pero para esto era necesario que los campesinos tuvieran una actitud comunista y ello requería cien mil tractores de primera clase. Todavía años después, en el otoño de 1929, sólo había en la URSS 35.000 tractores.

En realidad Lenin incurría también aquí en el error marxista de pensar que la ideología es una consecuencia directa de la estructura económica. Es cierto que allí donde llegó el tractor fue un poderoso agente de colectivización, pero no de comunismo. Hubiera acertado más Lenin diciendo que el tractor era imprescindible para que el campesino mirara con menos hostilidad las medidas cooperativistas, pero ser partidario de la colectivización no es lo mismo que tener actitud comunista. Si se actúa racionalmente, se puede ser partidario de una cooperativa agrícola siendo anticomunista, sólo porque facilita mayores ganancias con menos trabajo.

INCAPACIDAD PARA APRECIAR LOS EFECTOS IDEOLÓGICOS

Lo destacable de este episodio es que la teoría marxista ayudaba poco a centrar la atención en los procesos ideológicos que ponía en marcha cada una de las medidas que se iban tomando, ángulo para el que el marxismo fue ciego. Esto se percibe bien en las discusiones sobre la implantación de la NEP.

Lenin y Trotski pensaban que, aunque esa política alejaba temporalmente de la meta, a la larga facilitaría llegar a ella. La interpretaban como una derrota y una retirada para un nuevo ataque. Sólo veían un peligro: que la libertad de comercio condujera a la victoria del capital (a su completa restauración) y se tranquilizaban pensando que, si el poder soviético controlaba suficientemente las riendas de la economía, podía frenar o detener, si fuera preciso, el crecimiento del capital privado. Por ello Lenin había prometido que “las palancas de mando” de la industria permanecerían firmes en manos del Estado y que el monopolio del comercio exterior se mantendría intacto.

El informe pronunciado el 14 de noviembre de 1922 ante el IV Congreso de la Internacional Comunista y en el Prefacio a la edición alemana de «¿Hacia el capitalismo o hacia el socialismo?» de 1925, Trotski expuso que el problema se circunscribía a la lucha entre acumulación capitalista y acumulación socialista. Y al tratar de un proyecto de concesión a Leslie Urquhart, se preguntó:

¿Es excesiva la concesión? ¿Penetrará, a su través, profundamente sus raíces el capitalismo en el corazón de nuestra economía industrial? Existen posiciones a favor y en contra. ¿Quién decide? El Estado obrero. Naturalmente, la nueva política económica supone una enorme concesión a las relaciones burguesas, e incluso a la burguesía. Pero, en todo caso, somos nosotros los que determinamos los límites de esa concesión. Damos el acuerdo y continuamos siendo los dueños. La llave de la puerta sigue estando en nuestras manos. El Estado es un factor primordial de la vida económica, y no tenemos ninguna intención de que se deslice de nuestros dedos.

El asunto se discutió desde el punto de vista económico y de poder, pero sorprende comprobar que no recibió atención el aspecto ideológico que estaba claramente implicado, no se tuvo en cuenta que la NEP pondría en marcha significados no controlables a través del control de la relación capital público/capital privado.

El problema no estaba en la economía, sino en la otra parte, porque, inadvertidamente, en el afán de solucionar problemas económicos, se estaban agravando los problemas ideológicos ya existentes.

La NEP favoreció a los campesinos más hábiles, que se convirtieron en nuevos kulaks mientras todos los demás intentaban seguir el mismo camino. Los kulaks producían para el mercado y se convertían en pequeños capitalistas, que podían arrendar tierra y emplear trabajo asalariado, así que reaparecieron las diferencias en el campo. Y privatizar empresas que emplearan a menos de 20 obreros quería decir, lisa y llanamente, que se autorizaba de nuevo la explotación burguesa, más aún cuando ocurría que, entregadas numerosas empresas a sus antiguos dueños, éstos manifestaban con frecuencia una actitud brutal y dictatorial hacia los trabajadores.

El socialismo era un islote urbano en medio de un campo mercantilizado y de una industria en la que nuevamente volvía a darse la explotación de obreros por empresarios. Así se incurría en contradicción con los valores socialistas proclamados, que exigían un estándar de igualdad.

E. Preobrazhensky analizó las perspectivas de la NEP y concluyó que el bienestar de las capas burguesas irritaría al proletariado. Pero la irritación puede ser de distinta naturaleza. Cuando una mosca nos atosiga o una persona desagradable nos zahiere nuestra irritación no crea significados nuevos, se nutre de significados previos; así ocurre con la irritación que el bienestar de las capas burguesas pueda producir en el proletariado dentro del sistema capitalista.

El caso que comentamos es diferente, la irritación es aquí más bien decepción como consecuencia de nuevos significados. Cierto que la irritación debe evaluarse y cierto sobre todo que un político ha de tenerla en cuenta de manera especial, pero cometerá un error si considera que hizo un análisis sociológicamente correcto sólo porque pudo, con su ayuda, controlar los efectos políticos a corto plazo: sería necesario, además, haber calculado la vida futura de los nuevos significados a lo largo del tiempo.

Los individuos concretos, aquellos a los que el poeta Maiakovski observaba, pero no el teórico marxista, acaban siendo los mismos que, apáticos, desmoralizados, menos productivos, harán caer al sistema en crisis. Anatole Kopp comenta que el personaje del nepman será objeto de caricaturas, de sátiras, de muchos cuentos, pero que su existencia seguirá constituyendo un factor suplementario de diferenciación introducido en las estructuras sociales. Y que cuando por fin el sector público de la economía se encuentre en situación de sustituir totalmente al sector privado, que entre 1922 y 1926 habrá estado apuntalando al primero, las huellas del nepman, de su modo de vida, de su tendencia a ganar, de su inclinación al placer, no desaparecerán y habrán marcado profundamente a la sociedad, esta sociedad que debido al nuevo orden tenía que desprenderse de todas las supervivencias de conductas heredadas del pasado y designadas globalmente bajo el término de pequeño-burguesas.

EL CAMINO HACIA UN DESPOTISMO CRIMINAL

Una parte de la violencia estalinista tiene justificación en la medida en que fue necesaria para lograr una colectivización que no se podía conseguir de forma voluntaria y sin la que la supervivencia de la población hubiera sido imposible.

Necesaria también para reconstruir el país destruido durante la segunda guerra mundial, con entre 17 y 34 millones de víctimas mortales por contraste con las 174.000 estadounidenses, con ciudades en ruinas como Stalingrado, Odessa, Rostov, Kursk, Kiev, Leningrado, Sebastopol, Smolensk, Novgorod y tantas otras, al punto que se pensaba que Rusia no podría recuperarse ni en cien años.

Finalmente necesaria para alcanzar y sobrepasar a los países capitalistas en capacidad económica y tecnológico-militar, condición necesaria de supervivencia de la URSS.

La colectivización forzosa

El kulak tenía dinero, pero como no podía comprar las mercancías que deseaba porque no llegaban al mercado, la mejor forma de ahorrar era guardar el grano. La falta de colaboración de los campesinos llevó al gobierno a la conclusión de que era imposible una adecuada distribución mientras no disminuyera el poder del kulak y se procediera a la colectivización del campo de manera inaplazable.

En otoño de 1927 se abrieron las hostilidades contra los kulaks que poseían las grandes reservas de grano comenzando por aumentarles los impuestos y por favorecer la unión de pequeñas parcelas en grandes explotaciones cooperativas, para que el ejemplo y la persuasión hicieran el resto. Luego se recurrió a un artículo del código penal que castigaba la ocultación del grano con pena de confiscación.

Pero no sólo los kulaks sino casi todos los campesinos querían ocultar y vender en el mercado negro, así que hubo que volver a algo parecido a las requisas totales de los días del comunismo de guerra. El éxito de la operación en los primeros meses de 1928 se interpretó en el sentido de que era posible e imprescindible presionar al campesinado a fin de aplicar racionalidad a la producción agrícola mediante la colectivización, pero fueron muy pocos los campesinos de cualquier clase que se integraban voluntariamente en los koljozi y casi todos se oponían sobre todo a entregar sus animales. La colectivización chocaba con la resistencia del campesino que quería tener su propia tierra, aunque ello supusiera un grave problema de suministro de alimentos a la mayoría de la población del país, incluso más, aunque supusiera más trabajo y menos rendimiento para el propio campesino.

En una importante sesión del comité central del partido en julio de 1928 se enfrentaron en intensos debates quienes deseaban disminuir la presión sobre los campesinos, incluso al precio de hacer más lento el ritmo de la industrialización, y quienes daban prioridad incondicional a la industrialización, por más severas que fueran las medidas de coerción sobre los campesinos que se negaran a colaborar. La conclusión fue seguir presionando para la colectivización, pero bajo dos premisas: que la colectivización debía ser voluntaria y que tardaría algunos años en completarse.

Dado que la colectivización a ritmo lento encontraba poca colaboración incluso de los campesinos pobres, la necesidad de llevar alimento a las ciudades obligó a final de año a las autoridades a prescindir de las dos premisas acordadas y a dar el paso decisivo hacia una colectivización forzosa e inmediata. Se decidió transferir a los koljozi los medios de producción de los kulaks, es decir, sus máquinas y animales, mientras que a ellos se les asignarían tierras distantes e inferiores. Los kulaks recalcitrantes serían deportados y a los que se sometieran se les permitiría trabajar en los koljozi en alguna tarea indefinida.

Durante la primavera de 1930 hubo una mitigación de la dureza. Se permitió abandonar los koljozi a muchos campesinos que habían sido llevados a la fuerza y se volvió a tolerar la retención de pequeñas propiedades y de algunos animales. Así se pudo hacer la siembra y el buen clima dio la cosecha de grano de 1930, la mejor desde la revolución. A final de año la colectivización se reanudó encontrando menos oposición. Luego siguieron las malas cosechas del 31 y 32 y una hambruna peor que ninguna de las anteriores, que obligó a echar mano de la policía y el terror para mantener el orden.

Los historiadores que se ocupan de esa época coinciden en que la campaña de colectivización estuvo asociada a la imperiosa necesidad de movilización de recursos para la industrialización ultrarrápida de un país atrasado. Vista por Gorbachov mucho después, la colectivización fue un gran acto histórico, necesario aunque doloroso: liberó a mucha gente que hacía falta en la industria, se consiguió una producción de grano antes impensable y se erradicaron las hambrunas y desnutrición tradicionales en Rusia desde hacía siglos, consiguiendo una dieta semejante, en términos de la riqueza calórica, a la de los países más desarrollados.

Sin embargo, se empleó en ello una violencia excesiva. El mismo Gorbachov reconoce que se cometieron graves excesos y errores en cuanto a los métodos y a la forma de aplicación. Una vez que se superaron gradualmente las inhibiciones, se actuó con una inflexibilidad brutal y cruel. Muchos kulaks, considerados enemigos del régimen, fueron multados, expulsados de sus propiedades y viviendas, abandonados a su suerte o deportados a campos de trabajo en regiones remotas. Hubo también sentencias de muerte ejecutadas. Y esa misma falta de piedad se extendió a cualquier campesino que se resistiera a la colectivización. Esto sin duda generó innumerables enemigos de la revolución y de todo lo que oliera a comunismo.

La amenaza atómica

Stalin fue un gran occidentalizador movido por un fuerte sentimiento nacionalista. Era consciente de que Rusia marchaba con un retraso de 50 o 100 años respecto a los países capitalistas y de que el avance de la tecnología en esos países estaba agrandando la diferencia. O conseguía la URSS igualar ese avance o los países capitalistas destruirían a la URSS. Así que Stalin estaba convencido de que en diez años Rusia tenía que salvar esa distancia si no quería ser aplastada. La llamada a alcanzar y sobrepasar a Occidente exigía inversiones desproporcionadas en la industria y un control, incluso violento, de la población que no estuviera dispuesta a grandes sacrificios en aras de tal objetivo.

Hay que reconocer que tenía razón Stalin en sus temores. Terminada la guerra los dirigentes de los países capitalistas comprendieron que el verdadero peligro estaba en el comunismo de quienes habían sido aliados contra Hitler. Si EE UU cometió el genocidio de lanzar dos bombas atómicas sobre ciudades japonesas no fue para ganar una guerra ya resuelta, sino para presentarse como líder mundial indiscutible y advertir a la URSS de lo que podía esperar si pretendía seguir siendo un peligro. Tras la conferencia de Postdan, en 1945, el general Eisenhower presentó al presidente Truman el Plan Totality, que preveía un ataque nuclear contra 20 ciudades de la Unión Soviética con 20 a 30 bombas atómicas. Se supone que este programa fue una estrategia de desinformación, porque EE UU no disponía entonces de las bombas necesarias, pero tal estrategia hizo sin duda su efecto sobre Stalin.

EE UU no tenía prisa porque creía erróneamente que los soviéticos no poseían suficiente conocimiento de la física nuclear y de sus aplicaciones y desconocía que tenían desde hacía años tres centros de investigación, dos en Leningrado y uno en Jarkof, de manera que continuó haciéndose ilusiones de detentar un monopolio atómico de duración indefinida, lo que le permitía esperar el momento propicio. Fue por tanto crucial para la URSS poder demostrar en agosto de 1949 que aquel monopolio ya no existía.

Pese a todo ese mismo año, bajo el nombre de Operación Dropshot, se elaboró en EE UU el plan de utilizar en el futuro 300 bombas nucleares y 29.000 bombas de alto explosivo en 200 objetivos de 100 ciudades y pueblos para eliminar el 85 por ciento del potencial industrial de la Unión Soviética de un solo golpe.

VIOLENCIA DESPÓTICA Y NUEVO CLASISMO

1. Aparte del despotismo violento stalinista imprescindible para que la URSS sobreviviera, hubo otra violencia que tenía como fin la persistencia en el poder de un grupo de burócratas en torno al dictador.

Conforme Stalin se fue haciendo con el poder absoluto acabó manifestándose, según se lo describe, como figura remota y aislada, cruel y vengativa, sin sentimientos efusivos hacia sus compañeros y dispuesto a todo por mantenerse en el poder ilimitadamente.

Lo interesante es que su personalidad paranoica podía actuar a sus anchas presentándose al mismo tiempo como escrupuloso seguidor de las doctrinas de Marx y Lenin. No tuvo inconveniente en referirse a Lenin como su maestro y en adherirse a sus críticas contra la burocracia, como si Lenin no las hubiera dirigido en parte contra él.

Por diferencia con Lenin, que había llamado la atención sobre errores cometidos y había admitido sus propios errores, empezó a tomar cuerpo y a imponerse la creencia en la infalibilidad del partido, de Lenin y del propio Stalin.

El calendario de este proceso es conocido. Antes de que Lenin muriera en enero de 1924 ya se habían acabado las inhibiciones y Pravda sólo publicaba la línea del discurso oficial.

Si hasta 1925 se celebraban anualmente los congresos del partido, a partir de esa fecha lo hicieron con menos regularidad. A lo largo del verano de 1927, se publicaron, ya sin ningún derecho a réplica, artículos de creciente virulencia contra Trotski y sus partidarios, y en septiembre se recurrió por primera vez a la OGPU (Administración Política Unificada del Estado, heredera de la primitiva cheka) para sofocar disidencias en el seno del partido. La distinción entre el partido y el Estado se iba borrando progresivamente y la suprema autoridad en el partido y en el Estado se concentraba en una sola institución, el Politburó del partido.

Sin embargo, todavía a Trotski se le consideraba oposición (que no implicaba deslealtad al Estado) y, aunque peligroso y no controlable, seguía siendo uno de los héroes de la Revolución, cuyo encarcelamiento resultaba inconcebible (se optó por mandarlo fuera del país). A otros se les readmitía en el Partido una vez que hacían penitencia y prometían enmienda, y esta contención distingue este período del de las grandes purgas posteriores, que se caracterizó porque a la oposición se la denominaba “desviación” o “antipartido”, identificando la hostilidad a la política gubernamental con una hostilidad al Estado socialista.

En el año 1928, que siguió a la derrota de la oposición y estuvo marcado por las crecientes presiones de la industrialización, se impusieron los más duros castigos para quienes se enfrentaban a la autoridad despótica, pese a que ya los enemigos interiores no eran significativamente peligrosos.

Se abrió entonces el camino para la extensión de la hasta entonces limitada red de campos de concentración para “delincuentes políticos” y se prescribieron las más duras medidas de represión para los disidentes, criminales profesionales y reincidentes.

En 1934 fueron arrestados y murieron en la cárcel o ejecutados 1108 de los 1966 delegados del XVII Congreso, mientras se hacían arrestos y ejecuciones por cuotas de ex-kulaks, así como grandes purgas dirigidas contra miembros del ejército, del Politburó, del partido y de la población, contra cuadros técnicos de la industria y el transporte, contra miembros del Komintern, y más tarde contra veteranos de la guerra civil española y contra minorías sospechosas de apoyar a Hitler, al tiempo que se entregaban a la Gestapo personas refugiadas en la URSS. Es definitiva se eliminaba a innumerables personas leales al socialismo, a los que se juzgaba y condenaba arrancándoles declaraciones mediante torturas y sin garantías procesales dentro de una vorágine impulsada por aprensiones paranoicas incomprensibles, puestas de manifiesto por Molotov cuando confesó: “No esperábamos a que nos traicionaran, nosotros tomábamos la iniciativa y nos anticipábamos a ellos.” Los represores se justificaban presentando a los condenados como “enemigos del Pueblo” y ello requería, entre otras cosas, un completo control de los medios de comunicación, que fue ejercido por el partido hasta que Gorbachov introdujo en 1985 la glasnost.

2. Un festejado libro (Stèfane Courtois y otros, El libro negro del comunismo. Crímenes, terror y represión, Editorial Planeta-Espasa, 1988) habla de los crímenes de Stalin en un intento de asociar los términos «comunismo» y «crimen espantoso» (al modo como funciona la asociación «nazismo» y «crimen espantoso»). Pero esto es algo que se puede hacer con el mismo éxito respecto a «capitalismo» y a «cristianismo». La diferencia es que la conexión entre nazismo y crimen es, digámoslo así, esencial, y también entre capitalismo y crimen, mientras que la conexión entre comunismo y crimen, o entre cristianismo y crimen, es accidental.

Para establecer una similitud entre Lenin y Stalin se afirma que las requisas de la economía de guerra fueron el ensayo de la posterior colectivización forzosa, esto es, de una guerra del sistema soviético contra el campesinado. Y que la deportación de los cosacos del Don sería el antecedente de la deportación de pueblos enteros ordenada por Stalin, o que el terror rojo de la guerra civil (que se oponía al terror blanco) y la checa de tiempos de Lenin serían el antecedente del terror estalinista, o que los campos del Norte en las islas Solovki de tiempos de Lenin serían el antecedente del Gulag.

Esto es gratuito.

Es evidente que algunas de las decisiones tomadas por Lenin no se seguían ni directa ni indirectamente de la doctrina marxista, sino de la voluntad de supervivencia en una situación límite. Eran maniobras marcadas por el estado de necesidad, no por razonamientos derivados de la teoría. No parece que hubiera otra forma de responder a los retos del momento que con un exceso de autoritarismo y de medidas restrictivas de la libertad, para lo que era necesario un aumento de la burocracia aparcando temporalmente los derechos civiles del pueblo y los principios democráticos que se habían proclamado.

Si aceptamos que sin la combinación de entusiasmo proletario y de disciplina impuesta desde arriba ni siquiera habría sido posible ganar la guerra civil, hemos de aceptar también que nada tendríamos que oponer a aquellas primeras medidas en situación de emergencia si más tarde se hubiera producido una democratización real.

Ocurrió sin embargo que esas primeras medidas iniciaron una pendiente de la que no se pudo salir. Mientras Lenin y sus compañeros de revolución tuvieron que ir orillando provisionalmente sus principios, que eran sin duda honrados, finalmente esos principios fueron ignorados por Stalin y aquel proceso desembocó en una dictadura criminal.

LA FALTA DE ATENCIÓN EN LA TEORÍA MARXISTA A LA LÓGICA DEL PODER

Lenin había expuesto en ¿Qué hacer? (1902) su convicción (por otra parte muy conforme con los hechos) de que, abandonada a su propio esfuerzo, la clase trabajadora sólo era capaz de desarrollar conciencia sindicalista y que por ello necesitaba la dirección y el liderazgo del partido para adquirir la necesaria conciencia revolucionaria y hacer la revolución.

Pero el Trotski menchevique de 1905 había percibido el riesgo de que el partido de vanguardia sustituyera a la clase, el Comité Central al partido, el Buró Político al Comité Central y el secretario general al Buró Político. Rosa Luxemburg criticó más tarde las formas en que esos peligros se concretaron.

Enfermo e incapacitado Lenin, se anunció el 4 de abril de 1922, pocos días después del XI Congreso, que Stalin había sido nombrado secretario general, con Molotov y Kuibishev como secretarios.

En el testamento que redactó antes de morir, Lenin había expresado la alarma que le estaba produciendo el crecimiento de la burocracia y el control que sobre ella había ido consiguiendo Stalin, a su juicio una deformación burocrática del “Estado obrero”. En la postdata que añadió en enero de 1923 indicaba que Stalin era demasiado grosero y debía ser reemplazado como secretario general por alguien más tolerante, más leal, más cortés y más atento con los camaradas, de un humor menos caprichoso, etc. A comienzos de marzo Lenin escribió una carta a Stalin rompiendo las relaciones entre camaradas, pero ya en ese tiempo Lenin había perdido casi toda su influencia.

En todo caso ese testamento es deprimente. Pues no pone en tela de juicio el procedimiento por el que ha sido nombrado Stalin, ni tampoco que no haya un límite al tiempo de permanencia en cargos. No pasa de manifestar un rechazo subjetivo a las cualidades psicológicas de Stalin.

Si nos preguntamos si se pudo evitar la deriva autoritaria hemos de responder que seguramente, si se hubiera actuado en la línea de moral política derivada del marxismo, la revolución no hubiera seguido adelante, porque la posibilidad de aplicar los principios socialistas era en aquel momento ilusoria.

Tal vez se hubiera aplazado la revolución si la teoría marxista hubiera concentrado su atención en los procesos ideológicos, esto es, en los efectos de cualquier contradicción entre comportamientos y principios.

De la misma manera, tal vez el poder de Stalin y el culto a la personalidad no hubieran sido posibles si la teoría hubiera iluminado este espacio de la acción política con luz suficiente.

El gran poder personal conectaba con la tradición rusa, con las condiciones muy desfavorables en que la revolución se fue encontrando y con las condiciones psicológicas de la lucha por el poder. Por ello fue lamentable que la teoría marxista omitiera considerar ese poder como un privilegio inaceptable y peligroso, y cualquier «culto a la personalidad» como una desviación de los valores racionales y democráticos. Esa omisión daba luz verde para actuar dictatorialmente apelando al interés del proletariado o de la revolución, y para impulsar el culto a la personalidad y el poder más absoluto, todo ello sin provocar una condena explícita basada en la letra de la teoría. Así que el autoritarismo encontró apoyo no en lo que Marx, Engels y Lenin dijeron, sino en lo que no dijeron. No es que su teoría orientara hacia el totalitarismo, sino que no ofrecía instrumentos para impedir la deriva totalitaria típica de la concentración de poder en una situación de emergencia.

En el PCUS había sin duda individuos movidos por intereses particularistas, y en cada nivel era probable que dominara el aparato quien estaba dispuesto a todo por mantener su poder personal dentro de una situación que favorecía las impresiones paranoicas y la adulación servil.

A falta de escrutinio sobre las motivaciones que mueven al político, los dirigentes tenían las manos libres para hacer análisis que suponían científicos y que justificaban el comportamiento pragmático siendo ellos mismos muchas veces beneficiarios de ese comportamiento. Ni que decir tiene que esto es muy peligroso una vez que existe una ley tendencial que selecciona a los burócratas por cualidades que no son precisamente las más tranquilizadoras cuando se ejerce el poder. Sin duda Stalin se justificaba pensando que su permanencia en el poder era imprescindible para la supervivencia de la URSS y del socialismo.

Se podría describir a Stalin diciendo que entre sus valores nucleares ocupaban lugar preferente el ascenso personal y un fuerte nacionalismo, mientras que su compromiso con el marxismo y el socialismo era sólo epidérmico, esto es, obedecía a valores periféricos que actuaban como nucleares por su carácter instrumental. Pero esta descripción no es deducible de la teoría marxista, ciega para la relación entre poder socialista y psicología del dirigente, y miope para muchos de los problemas relacionados con la democratización de la sociedad, el poder y la burocracia.

PLANIFICACIÓN CENTRAL

Si lo omitido por la teoría marxista tuvo influencia en la deriva totalitaria ¿tuvo también su parte de culpa la economía planificada, como tantas veces se dice?

A partir de 1920 los más activos campeones de la planificación fueron Trotski y otros críticos con la línea oficial, pero fue la llamada crisis de las tijeras en el otoño de 1923 lo que, al revelar las insuficiencias de la NEP, determinó los primeros pasos en el camino hacia la planificación global.

En marzo de 1926 las tareas del Gosplan fueron divididas en tres ramas: un plan general a largo plazo, un plan quinquenal de perspectiva y planes operativos anuales. El primer plan quinquenal fue presentado al Congreso de los Soviets de la Unión en mayo de 1929 y aunque algunas de sus estimaciones fueron muy exageradas en su optimismo, dio un poderoso impulso a ambiciosos proyectos para el desarrollo de la industria pesada y provocó una gran oleada de optimismo. El prestigio del plan y de la URSS se vio realzado por la crisis económica que estalló en el mundo occidental en otoño de 1929, que hizo creer, y no sólo en la URSS, que se cumplía la profecía de Marx sobre el colapso del orden capitalista. La falta de paro en la URSS era algo envidiable y la exigencia de que se introdujera un elemento de planificación en las economías de los países capitalistas se generalizó.

Sin embargo aquel tipo de economía planificada, inicialmente muy poderosa como demostraron sus impresionantes efectos, entró luego en decadencia de manera irreversible.

En sus trabajos sobre la economía soviética Alec Nove hace un alegato contra la planificación central y a favor del socialismo de mercado, acusando a la planificación de falta de eficacia y de tendencia irresistible al totalitarismo. Pero veremos que a ese alegato cabe oponer el opuesto.

¿Son necesarios los incentivos económicos?

1. Si la economía planificada produjo en la URSS resultados deslumbrantes y luego resultados mediocres, es claro que éstos últimos no se pueden achacar a la lógica de la planificación socialista. Menos a la vista del ejemplo que ofrece China.

Nove cree que la falta de realismo de la teoría marxista, al contar con un “hombre nuevo” inexistente, llevó a descuidar la necesidad de incentivos, y que ese descuido está a la base del fracaso de la economía de la URSS. Faltaban estímulos internos favorecedores del desarrollo.

En esta misma línea los críticos rutinarios de la economía socialista dan por hecho que, puesto que en ella cada trabajador es una especie de funcionario que no sufrirá castigo por cumplir sus obligaciones con rutina, ni premio por cumplirlas con entusiasmo, necesariamente disminuirá la motivación personal y el esfuerzo productivo, se hará creciente y generalizada la rutina y, en consecuencia, se ralentizará el desarrollo económico. La experiencia soviética les sugiere este dogma sociológico: que estimular el trabajo implica introducir incentivos económicos y, por tanto, desigualdades, y que la única alternativa a ese estímulo es la desidia improductiva.

Es un hecho que en inicialmente la URSS una minoría tenía un alto grado de entrega desinteresada, un alto nivel de motivación al trabajo bien hecho y al cumplimiento de un deber para con la colectividad. Pero tambiés es cierto que una sociedad no puede organizarse contando con la motivacion de una minoría y dando por constante una intensidad que sólo surge en periodos de gran efervescencia social, en momentos que pueden ser considerados heroicos. Esa motivación inicial tiene periodo de caducidad una vez que se llega a la vida rutinaria.

Lo que ocurrió en la URSS no fue sólo que esa motivación heroica decayera, sino que no había suficiente gente capaz de funcionar con una motivación socialista “ordinaria”.

Ciertamente siguió habiendo personas que, ausente el incentivo económico, tuvieron motivación para llegar a las posiciones más altas del mundo en actividades que exigen gran dedicación, y los hubo (véanse los casos de la Paulova y de David Oistrakh) que incluso entregaban al Estado soviético las ganancias que obtenían en el extranjero y rehusaron quedarse en el mundo capitalista a pesar de las ofertas económicas que recibieron y de lo fácil que les hubiera sido hacerlo.

Pero hay que reconocer que la motivación ordinaria fue descendiendo y que en la etapa final casi todos exigían incentivos económicos o al menos los deseaban y, de hecho, hubo que introducir esos incentivos. Modificadas las tablas salariales por las condiciones de la oferta y la demanda, ganaba más el que estaba metido en proyectos clave y sectores prioritarios, o a destajo, y amplias diferencias salariales se basaban en una mezcla de criterios: habilidad, jerarquía, tareas pesadas, lugar de trabajo, etc. No se encontraba otro medio en la URSS para salir del atasco en un ámbito de competencia con el sistema capitalista. Incluso esta forma de motivar se adulteró cuando, bajo la presión de la escasez de mano de obra, empezaron a pagarse importantes primas injustificadas.

Nada de esto quiere decir que la economía no pueda funcionar a falta de incentivos económicos. Entonces la nuestra no funcionaría, porque maestros, médicos de familia, enfermeras, bomberos o conductores de metro carecen de esos incentivos.

2. Parece más objetivo concluir, como a continuación veremos, que la planificación soviética estaba abocada al fracaso por el marco en que nació y las necesidades a que se debía, en especial las militares. También por las dificultades para asignar recursos de una manera racional, a falta de altas tecnologías informáticas, hoy ya disponibles, pero no entonces. Y finalmente, porque hubo de desarrollarse en un ambiente totalitario que no inducía a un comportamiento solidario y responsable. La desmoralización de una gran parte de los trabajadores no ocurrió precisamente por falta de incentivos económicos, sino porque les era fácil comprobar que los principios socialistas se afirmaban, pero no inspiraban los comportamientos públicos.

Dificultades debidas a las prioridades

Ya me he referido a la influencia de las circunstancias externas, que exigían que la mayor parte de los recursos fueran asignados primero a una economía de guerra y luego a una acelerada industrialización, lo que originó que, respecto a las actividades que no eran prioridades, hubiera problemas en períodos de plena utilización de los recursos (planificación tensa).

Una consecuencia, deplorada por Breznev, fue que el plan central dejaba a veces sin producir los llamados melochi (artículos menores como cepillos de dientes, detergentes, pañales, agujas e hilo, etc.) porque la complejidad del plan era enorme y estos artículos estaban bajo la responsabilidad de pequeños funcionarios sin muchas posibilidades de reclamar y conseguir recursos escasos.

Ausencia de tecnología informática

Nove afirma que el fracaso de la economía de la URSS era inevitable, que ninguna reforma podía ser satisfactoria ya que, en cualquier caso, el problema esencial era la inaceptable escala de una planificación microeconómica centralizada, el hecho de que las unidades subalternas tenían que ajustar su marcha a los objetivos del plan establecidos desde arriba y no a las necesidades de otras empresas o a las preferencias manifestadas por los ciudadanos.

Esta afirmación parece implicar que los objetivos del plan establecidos desde arriba no pueden tener en cuenta las necesidades de las respectivas empresas y los intereses de los ciudadanos, pero ello sólo es cierto en la medida en que no se disponga de la capacidad informática necesaria.

Por descontado que en un sistema de economía planificada han de ser tomadas un número enorme de decisiones que Nove ilustra así:

«Miles de empresas producen millones de productos, 12 millones si se desglosan totalmente, según Voprosi Ekonomiki. El no iniciado rara vez aprecia cuántas variedades existen: mil clases de cojinetes de bolas y de rodillos, por poner un solo ejemplo. Cada producto está destinado a un uso o a un usuario distinto, requiere un insumo diferente de materias primas y componentes. De acuerdo con la lógica del modelo de planificación centralizada, los órganos centrales saben lo que la sociedad necesita y pueden dar órdenes, y hacer que se apliquen, para que estas necesidades sean satisfechas efectiva y eficazmente. Esto requiere muchos millones de instrucciones sobre lo que hay que producir, a quién hay que hacer las entregas, de quién hay que recibir los insumos y cuándo. Hay que hacer que todo esto sea compatible con planes de trabajo, salarios, ganancias, financiación de las inversiones, normas de utilización de las materias primas, calidad y productividad para cada una de las miles y miles de unidades productivas. En la práctica, esta tarea no se puede concluir nunca; los planes son modificados repetidas veces mientras están en vigor, no se alcanzan los objetivos en materia de suministros y producción y hay numerosos casos de desequilibrio e incoherencia. Esto no se debe a la falta de entusiasmo de los funcionarios, ni a su estupidez, sino al hecho de que la magnitud de la tarea rebasa con mucho la posibilidad de llevarla a cabo» (La economía soviética: problemas y perspectivas).

De ahí que los errores, la imprevisibilidad y los precios inflexibles produjeran a veces en la URSS microdesequilibrios que se manifestaban en que la oferta de ciertos materiales, máquinas, alimentos y manufacturas era escasa, mientras que la de otros era excesiva. Había fallos en las entregas de materias primas, falta de coordinación entre la producción y los insumos, falta de calidad, retrasos en la construcción de nuevas plantas, etc.

Ninguno de estos fallos es, sin embargo, intrínseco a la planificación. En cierto modo también es enorme la magnitud de tarea que actualmente tiene ante sí una gran multinacional con un mercado mundial y una diversa producción, que se distribuye por países distintos y abarca varios sectores.

Lo relevante en este punto es que, dadas las posibilidades técnicas actuales, muchas de las dificultades de información que fueron decisivas en aquel tiempo son ya eliminables. Una planificación central puede ahora aprovechar el uso de Internet y los potentísimos ordenadores actuales de última generación, así como los modelos matemáticos ya disponibles. Pero en la URSS estas posibilidades tecnológicas no existían. Precisamente una de las utilidades posibles de la revolución informática y su conexión con la red mundial es que ahora es posible una planificación mundial de la economía o globalización pensada para beneficio de la humanidad y no para libre negocio de las multinacionales.

Necesidad de un ambiente democrático

1. Frente a la idea de Nove de que la lógica funcional de la planificación centralizada «encaja» con demasiada facilidad en la práctica del despotismo centralizado se puede afirmar que no hay nada en la economía planificada que exija, por principio, alguna mitigación o relajación del carácter democrático en la toma de decisiones.

Por el contrario, se puede defender, en sentido contrario al de Nove, que el fracaso de la economía socialista se debió precisamente a que hubo de funcionar en un entorno totalitario, cuyas causas pueden encontrarse, como hemos ido viendo, lejos del tipo de economía allí instaurada y del significado de la teoría marxista que la inspiraba.

Dentro del ambiente autoritario en que la economía planificada tenía que funcionar, el centro planificador era una burocracia dividida en ministerios y departamentos que, junto (o en conflicto) con los grupos de intereses a nivel local, competían por unos recursos limitados. Debido a ello se veían tentados a deformar u ocultar información, con el resultado de incoherencias e incumplimientos. Con frecuencia los planes se modificaban dentro de su período de validez y las instrucciones del plan eran objeto de negociaciones, a veces para recoger circunstancias imprevistas, pero otras muchas veces para hacer coincidir esas instrucciones, a nivel de empresa, con lo realmente realizado y así poder justificar que el plan se había cumplido al cien por cien. Y lo malo es que con frecuencia el resultado difería tanto de las intenciones de los autores del plan como de las necesidades o deseos de los usuarios.

La ausencia de control democrático, incluso de la mera posibilidad de denuncia y discusión, llevó a situaciones absurdas. Así, por ejemplo, como los planificadores no podían en muchos casos dar instrucciones específicas, definían un total de la producción en toneladas, rublos, o metros cuadrados, y entonces, si el plan venía dado en toneladas, cuanto más pesadas fueran las mercancías, mayor era el éxito de la ejecución; si el plan venía dado en millones de rublos, eran preferibles las variantes más caras. Las iniciativas encaminadas a emplear materias primas menos pesadas o menos caras suponían una amenaza para la realización del plan en toneladas o rublos.

Así ocurrió que cuando una fábrica hizo tubos más baratos y de mejor calidad que pesaban un 25% menos, el “efecto” estadístico fue, según Pravda del 3 de septiembre de 1979, una reducción tanto del “volumen” de la producción como de la productividad de la mano de obra.

De ahí que, como denunciaba Gorvachov, muchos ejecutivos económicos se acostumbraron a pensar, no en cómo aumentar el activo de la nación, sino en cómo invertir más materiales, tiempo y trabajo en un artículo determinado para poder venderlo a mayor precio. Por consiguiente, se consumían más materias primas, energía y otros recursos por unidad de producto que en las demás naciones desarrolladas, y pese a ello existía escasez de bienes.

Ahora bien, ¿qué fundamento puede tener la idea de que la planificación central obliga, por su lógica, a absurdos como los descritos, esto es, a perseguir el mayor peso o el mayor coste de los productos antes que el aumento de calidad y la adaptación del suministro a la demanda real? Que el obrero o la empresa que más esfuerzos, dinero o materiales gastaran fueran considerados los mejores era una malformación soviética, y no algo obligado por la lógica de la planificación.

2. Todo ello sugiere un error básico en las descripciones usuales del relativo fracaso de la economía soviética. Pues lo que los hechos vienen a probar es que la economía planificada exige un control democrático para no caer en vicios degenerativos como los que experimentó en la URSS. Pues muchas de las perversiones antes citadas se habrían evitado si hubieran funcionado controles democráticos sobre la burocracia ejecutora del plan (para empezar, si obreros y consumidores hubieran podido protestar o denunciar sin miedo a ser represaliados). Si se pueden denunciar ciertos fallos, y discutir sobre ellos libremente, en seguida recibirán un remedio adecuado, sobre todo si los gerentes de la empresa pública pueden ser fiscalizados y evaluados en caso de comportamiento inadecuado o rutinario, y si los trabajadores tienen conocimiento para captar los fallos del proceso productivo e idear mejoras.

Esto, y no tanto el control centralizado, fue lo que, filtrándose a capas cada vez más extensas de la población, produjo el descompromiso colectivo, el escepticismo y la desmoralización creciente (todo lo cual, muy contra las previsiones y la voluntad de Stalin, acabó paralizando la economía).

Gorvachov fue consciente del efecto que producía la falta de libertad en la población para organizarse políticamente, para manifestarse y para denunciar públicamente los abusos y los errores de la burocracia política (de la nueva clase dominante); los trabajadores se encontraban frente al empresario estatal y sus representantes en situación en cierto modo parecida a la de los trabajadores del sistema capitalista (explotación burocrática sustituyendo a la explotación que se basa en la propiedad capitalista), lo que quiere decir que en la URSS se había creado una clase dominante de carácter burocrático mientras la teoría marxista respaldaba la inadecuada tesis oficial de que la lucha de clases había desaparecido. Y uno de los efectos de la situación fue hacer ilusoria la idea de participación política de los obreros. No sólo los proletarios no estaban capacitados ni dispuestos a ejercer el poder, sino que tampoco podían aprender a estarlo, porque no se les daba opción al aprendizaje. El concepto de dictadura del proletariado resultaba de hecho un sarcasmo. Al proletario sólo se le invitaba a que acudiera a asambleas representativas en la fábrica, pero en ellas no había muchas decisiones que tomar porque el cometido de los directores no era otro que cumplir las órdenes recibidas desde arriba. Así que los representantes obreros elegidos acababan por no molestarse en asistir a esas reuniones. Es natural que la población sin cargos se despreocupara de la cosa pública salvo que pretendiera entrar en el cupo de los que obtenían ventajas personales de la política. Por otra parte, la simple opinión crítica, no digamos la denuncia de irregularidades, era peligrosa.

De manera que, frente al mito oficial, es defendible justamente una idea contraria: que un socialismo sin democracia no puede ser estable. La economía centralmente planificada no sólo no demanda un ambiente totalitario, sino que se asfixia y perece en él (algo que no ocurre con la capitalista, que lo mismo funciona con una dictadura que con una plutocracia disfrazada de democracia).

¿QUÉ SE PUDO HACER?

1. Dadas las circunstancias en que la revolución soviética se desarrolló, ¿pudo hacerse algo que no se hizo para convertir a la población en una sociedad de personas nuevas?

Una vez que se comprobó que ni la participación en la lucha revolucionaria ni el cambio de modo de producción transformaban a las masas, Lenin llegó a la conclusión de que había que educarlas elevando su nivel cultural. Pero la expresión “educación de las masas” se insertaba, hay que insistir en ello, en un discurso dependiente del conocimiento ordinario, desde el que no se podían vislumbrar los medios para llevar a buen fin el propósito.

Pues no se trata tanto de educar a las masas como de fabricar una sociedad nueva coherente con el socialismo, tarea a largo plazo. A tal fin la preocupación fundamental tras la revolución debió ser una reeducación de los adultos y una adecuada educación de los niños.

Reeducar a los adultos en las ideas y valores socialistas implicaba ir haciendo decaer paulatinamente los viejos valores y las viejas ideas, parte central de muchas mentalidades. Y una condición de esa estrategia es sin duda la coherencia entre la ideología que se proclama y la conducta pública, precisamente una condición muchas veces desatendida, inicialmente por razones pragmáticas y más tarde por el desmoralizante régimen estalinista y la burocracia que dejó en herencia.

Respecto a los niños eran necesarias dos condiciones para una generalización de las ideas y valores socialistas. Por una parte, una buena escuela orientada por una buena pedagogía. Por otra parte, coherencia entre tal escuela y el medio familiar y social.

Una buena escuela no se improvisa. Hay que saber en qué ha de consistir y con qué medios ha de contar, algo sobre lo que la teoría marxista no ilustra, y además no había educadores adecuados a la tarea, ni es fácil poner en marcha un proceso tan complejo en situaciones de extrema penuria. Puesto que los dirigentes soviéticos manejaban una deficiente teoría psicológica (al no disponer de otra, manejaban la ordinaria), su pedagogía no pudo ser, por desgracia, la ingeniería social de que algunos los acusan.

Es cierto que cuando las circunstancias permitieron dedicar más recursos a la educación, se consiguió levantar en la URSS una escuela cuyos logros, como afirmaba Gorvachov en 1987, eran universalmente conocidos y que resultaban impresionantes comparados con los de los países más desarrollados. Tenía razón, pero eso no significa que las escuelas soviéticas fueran las adecuadas para fabricar una población prosocialista.

Su calidad se concentró en conocimientos de ciencia natural y en competencias lingüísticas, deportivas y artísticas, pero no estuvo bien servida de ciencia social, ni de los medios para una buena educación sentimental, aspectos básicos en el cometido de transformar a la persona. Para la educación moral se recurrió al adoctrinamiento, a catecismos al servicio de la propaganda política y al control de la información.

De hecho, el mismo Gorbachov reconocía la necesidad de una reforma escolar porque el fenómeno del estancamiento social había afectado también al sistema educativo, pero da la impresión de que seguía sin comprender que ese estancamiento era la parte superficial del problema. No es buena escuela la que se limita al capítulo de la instrucción en conocimientos y destrezas y limita los aspectos educativos a la predicación hipócrita de valores morales.

Por otra parte poco puede hacer la escuela cuando actúa en entornos familiares y sociales hostiles. Y en la URSS muchos niños recibían en la familia significados antisocialistas transmitidos por quienes habían aprendido a odiar al socialismo.

En el entorno social era muy perceptible que la moral socialista había sido prostituida, señaladamente en la ostentación de riqueza de los nepmen primero y en los privilegios de que gozaba la burocracia política luego.

No había en la URSS ni la justicia que se proclamaba, ni unos dirigentes que dieran ejemplo de coherencia con la doctrina que predicaban, no tenía realidad práctica la cooperación entre los ciudadanos, no había democracia, ni transparencia, ni apelación a la razón, sino a la propaganda.

Gorbachov (Perestroika, 1987) ha descrito así la situación posterior a la segunda guerra mundial:

«Se recurría a la propaganda triunfalista y se ignoraban las necesidades y opiniones del trabajador corriente, del pueblo en general. En las ciencias sociales se premiaba y alentaba la teorización escolástica, y se había expulsado de ellas el pensamiento creativo, mientras que juicios y opiniones voluntaristas y superfluas recibían el marchamo de verdades indiscutibles. Los debates científicos y teóricos se habían desvirtuado. Y también se imponían la mediocridad, el formalismo y la adulación en los campos de la enseñanza, la cultura y el periodismo. Muchos miembros del Partido en cargos directivos se situaban por encima de críticas y controles, lo cual daba lugar a fallos en el trabajo y a graves actos de negligencia. Los trabajadores se sentían justamente indignados por el comportamiento de ciertos individuos que, aprovechando sus cargos de confianza y responsabilidad, abusaban de su poder, suprimían todas las críticas, se enriquecían y, a veces, llegaban a ser cómplices -si no organizadores- de actos delictivos. La realidad oficial carecía de problemas, lo que creó un abismo entre las palabras y los hechos que fomentó la pasividad del pueblo y su desconfianza hacia las consignas que se proclamaban e incredulidad ante lo que se afirmaba oficialmente. Comenzó la decadencia de la moral pública y se debilitó el gran sentimiento de solidaridad mutua forjado durante los tiempos heroicos de la Revolución, los primeros planes quinquenales, la segunda guerra mundial y la reconstrucción de la posguerra. Aumentaron los problemas de alcoholismo, drogadicción y delincuencia y se intensificó la penetración de los estereotipos de la cultura de masas extranjera, que difundía la vulgaridad y el mal gusto y daba lugar a una total esterilidad ideológica.»

Es natural que en la URSS los procesos de socialización no ofrecieran como resultado una población consistente con el proyecto socialista.

2. Si tenemos en cuenta lo hasta aquí expuesto podemos llegar a la conclusión de que el fracaso del socialismo soviético no autoriza a derivar el necesario fracaso de cualquier intento de socialismo. Esto sería derivar de un caso particular una ley general de la historia, la ley que afirma que todo intento de socialismo ha de degenerar en totalitarismo e ineficacia. No deja de ser paradójico que quienes critican el intento marxiano de explicar la historia mediante leyes, pongan en pie una ley gratuita para dar por concluida la historia.

La experiencia histórica impulsa a considerar, por el contrario, que la economía socialista no sólo es más justa y racional que la de mercado, sino que puede ser más eficaz, a condición de que se den ciertas condiciones técnicas y, sobre todo, de que funcione en un entorno social verdaderamente democrático (lo que quiere decir, con la clase de gente adecuada para una verdadera democracia).

Una sociedad mundial igualitaria con economía racionalmente planificada no sólo es algo posible, sino que puede concebirse como la única solución a numerosos problemas actuales que se van haciendo demasiado preocupantes y que en el actual “orden” mundial no encontrarán solución. Tal vez sea esa imposibilidad de solución lo que vaya presionando hacia un cambio en la buena dirección.

El fracaso de la URSS debería proporcionar una enseñanza a las organizaciones marxistas: que su objetivo básico, al que deben supeditar los demás, no está en la toma del poder, sea por la vía revolucionaria, sea por la vía pacífica electoral, sino en ir consiguiendo que un tipo de persona ilustrada, benévola y rica en destrezas (artísticas, verbales, lúdicas), ahora existente a poca escala y por azar, se vaya expandiendo hasta un punto en que el camino hacia una sociedad igualitaria no necesite el liderazgo de un partido de vanguardia, menos aún un líder carismático, ni una disciplina dictatorial, sino que sea exigencia de una mayoría social.

Son muchas las cosas que una izquierda marxista podría hacer en esta dirección. Pero que no hace.

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