23 de octubre de 2013
Cuando leo lo que dicen los éticos tradicionales no sé de qué asombrarme más, si del respeto con que se los escucha o de la inanidad de lo que dicen.
Con el rótulo de “ético tradicional” me refiero a casi todos los éticos profesionales y, entre ellos, a casi todos los que escriben libros de ética para su enseñanza en la escuela y la universidad. Afortunadamente hay también algunos éticos (pocos y menospreciados dentro de la comunidad académica) que piensan y escriben desde un punto de vista materialista, el único que, lejos de los mitos tradicionales, nos aproxima a un pensamiento científico sobre el comportamiento humano.
Entiendo por “ético tradicional” el que cree que todos los humanos tenemos, desde el nacimiento, una estructura moral semejante, es decir, una capacidad para captar el bien y el mal, una idea de deber orientado hacia el bien y una libertad metafísica para optar entre el bien y el mal. Estos son rasgos derivables del concepto de persona de la llamada psicología popular, la que en nuestra cultura aprendemos todos desde pequeños. Ya saben: el humano es un compuesto de cuerpo y alma, etcétera.
Ante el discurso del ético tradicional me viene a la mente esta parábola:
Un extraterrestre mal informado sobre las capacidades de los terrestres grita a uno de ellos: ¡salta!, exhortándole a que, para ahorrarse un duro rodeo, salve una montaña de un brinco.
Algo semejante hace a mi entender el ético que, mal informado de la naturaleza psíquica de los otros, les recomienda valores, acciones o actitudes que a él le parecen útiles, y que él tal vez realiza, pero que de hecho son irrealizables por aquellos a quienes exhorta.
¿NEUROÉTICA, NEUROPOLÍTICA?
Viene la reflexión precedente a cuento de unas declaraciones de Adela Cortina a El País y a la cadena SER con las que he tropezado estos días.
Lo que dice Adela Cortina puede escucharse en cualquier tertulia de gente que, siendo razonable, muestra desconocimiento de lo que ocurre por debajo de la superficie, tanto dentro de las personas como en su entorno social. Se trata de ideas ingenuas, pero que se reciben como si fueran esclarecedoras cuando las expone una persona a la que se ha presentado como Catedrática de Ética y Filosofía Política, premio Jovellanos por su libro Ética de la razón cordial y autora de otro libro titulado, nada menos, Neuroética y neuropolítica. Una persona capaz, por otra parte, de utilizar rótulos sofisticados, pero impropios, como el de “movilidad psíquica” para referirse a la situación en que los padres creen que sus hijos vivirán mejor que ellos.
Nos dice Adela Cortina que la crisis que estamos pasando deja una sensación de desconfianza, de que han fallado en la vida pública valores como la transparencia, la responsabilidad, la sana costumbre de rendir cuentas, los mecanismos de control de la economía y la política, la buena administración de los recursos públicos, la preocupación por los peor situados. Andamos por todo ello bajos de moral y eso es perverso.
Nada que oponer a esta constatación trivial, salvo que Adela Cortina da a entender que el fallo de valores está relacionado con la crisis, como si antes de la crisis hubiera en la vida política transparencia, responsabilidad, control, preocupación por los peor situados. ¿Por qué llegó entonces la crisis? ¿Por alguna catástrofe natural?
Cuando le preguntan qué valor da a que los mercados hayan mostrado su supremacía sobre la política, la señora Cortina nos dice que está cansada de la vieja costumbre de cargar responsabilidades a otros, a poder ser, a fuerzas oscuras a las que no se puede pedir cuentas. No le parece bien que se diga que la culpa es del sistema, o de los mercados, o de la globalización. ¿Es que nunca nadie tiene responsabilidades en todo esto? ¿Es que no hay gentes con nombres y apellidos que toman decisiones desastrosas para la sociedad en el mundo económico y en el político?
Vean que este es un discurso típico del conservador individualista, que reduce la política y la economía a responsabilidad moral de las personas que toman decisiones. Es por ello del gusto de casi todos los receptores, propensos a aplaudir exclamando “pues claro, muy bien dicho, por fin se oye algo sensato”.
Adela Cortina cree que la política y la economía se deterioran si sus gestores se sitúan más allá del bien y el mal moral. De manera que la política está lesionada porque muchos de los políticos no se interesan por los problemas de los ciudadanos, sino por maximizar su beneficio personal y grupal. Los repartos de prebendas, las tramas de corrupción despiertan la sensación de que “no nos representan”, la sensación de que no existe una real democracia representativa, menos aún deliberativa. No es extraño que cunda entonces la desafección hacia lo político.
A su vez la economía ha perdido legitimidad social porque las entidades financieras, empresas nacionales y transnacionales, analistas, auditores, instrumentos políticos de control, es decir, todo el conjunto de organizaciones con nombres y apellidos que la componen, actúan de espaldas al bien y al mal moral.
En este contexto Adela Cortina ve los recortes sociales en sanidad y educación con indignación y con estupor. Con indignación, porque recortar en prestaciones a los más débiles es radicalmente injusto, no digamos en educación y en sanidad, que son vitales para las gentes y para las sociedades. Con estupor, porque los recortes sociales quiebran la cohesión social indispensable para llevar un país adelante. Quien realiza esos recortes camina hacia el suicidio por falta de justicia y por falta de prudencia. El Estado de bienestar o, como ella cree que es mejor decir, el Estado de justicia, es una conquista a la que no podemos renunciar. El problema no es entonces “Estado de justicia, sí o no”, sino cómo hacerlo en este tiempo.
Cuando toca hablar de los remedios, nuestra catedrática, como buena ética tradicional, los coloca en el mismo sitio en que ha situado los males, esto es, en el plano individual. Ciudadanos, políticos y entidades económicas han de conciliar su esfuerzo moral para crear una buena sociedad. Para ello urge salir de esta situación de desconfianza en instituciones tan vitales como los representantes políticos, las entidades financieras, los informes de los controladores, el trabajo de los jueces o el de los abogados que gestionan los concursos de acreedores. Pero, nos advierte, la confianza no se improvisa, hay que ganarla día a día con el ejercicio de la responsabilidad, una actitud en franco declive.
En España, añade, contamos ya con recursos humanos suficientes como para crear una buena sociedad democrática, si estamos de acuerdo en que eso es lo que queremos y educamos en una cultura de la responsabilidad, del trabajo bien hecho y de esa excelencia que consiste en poner lo mejor de sí mismo para beneficio compartido
Casi todos los que escuchan esto, dicen “pues claro, muy bien dicho, por fin se oye lo que había que oír”.
Pero yo me pregunto: ¿es que no sabe la señora Cortina que las gentes con nombres y apellidos han sido fabricadas por el sistema social con tales o cuales estructuras de conocimientos, valores y destrezas, y que son constreñidas por ese sistema dentro de la gama de sus comportamientos posibles? El sistema capitalista no es sólo una forma de economía, es además una forma de socialización y un sistema de constricciones. ¿Acaso este es un hecho invisible desde la neuroética y la neuropolítica? ¿Qué se puede hacer si persiste el declive de la responsabilidad porque las diferentes gentes con nombres y apellidos han sido fabricadas para ser insensibles a las exhortaciones morales cuando entran en conflicto con otros intereses?
Me pregunto también si Adela Cortina nos quiere decir que las entidades financieras, los controladores, los jueces y los abogados han perdido con la crisis una confianza de la que antes disfrutaban y que sería bueno que recobraran. Pues mala cosa sería que instituciones que tienen como finalidad perpetrar la explotación y dominación de la mayoría consiguieran volver a hacerse respetables. Eso querría decir que de nuevo han tenido éxito en su estrategia tradicional. Ahora, que son muchos los que han abierto los ojos, volveríamos a los tiempos en que instituciones criminales gozaban del mayor grado de legitimación por ignorancia de la mayoría, a la que se contentaba con las migajas del banquete.
¿Cree Cortina que es un Estado de justicia aquel en que muchos tienen un salario de 900 euros mientras algunos acumulan capitales de decenas de miles de millones, por más que todos los de abajo tengan garantizada la sanidad, una mediocre educación y una pensión por lo general escasa? Pues parece contentarse con que las duras consecuencias que para la mayoría tiene la economía de mercado se mitiguen mediante una política social de corte socialdemócrata. Esto equivale a justificar el papel de esa política social en la legitimación de un sistema éticamente condenable, cuya perversidad queda al descubierto de manera inmisericorde cuando esa política se recorta, y en cambio es disimulada, que no eliminada, cuando esa política prospera.
Para Adela Cortina parece estar claro que los políticos que realizan los recortes en gasto social son culpables, y nada dice del sistema económico que obliga a hacerlos (por ejemplo, porque los mercados hunden la economía del país retirando el dinero o prestándolo a mayor precio si los recortes no se hacen). Tal vez piense que todo se arreglaría si los dueños de las grandes fortunas decidieran entregarlas al Estado para bien común, o si los gestores del capital financiero y especulativo decidieran no perseguir la ganancia a toda costa, sino ser virtuosos.
Cortina no alza la voz contra el capitalismo, contra sus formas inevitables de socialización, contra la inevitable explotación y dominación de la mayoría en ese sistema, contra la incompatibilidad entre capitalismo y democracia. Ah, no. Ella cree que es posible la justicia, la buena educación y la democracia en el capitalismo: basta que no se recorte el gasto social, que se cuide el de educación, y que los políticos se preocupen por los intereses ajenos y cojan el teléfono para oír a la sociedad civil. Sólo con eso estaríamos ya en la forma superior de la democracia, en la democracia deliberativa, o participativa.
¿Y qué decir de un libro que se titula Neuroética y neuropolítica? Como conozco el terreno, no necesito leer ese libro para afirmar que no hay (todavía) nada relevante que se pueda decir desde la neurociencia respecto a la ética y la política. Lo demuestra bien el pensamiento que la propia Cortina va desgranando. Hablar de neuroética y neuropolítica sólo pretende dar un aire de cientificidad a un pensamiento anticientífico que encaja bien con las estructuras mentales que nuestra sociedad viene fabricando desde las catequesis y las escuelas.
Y digo una vez más: ¡Que se afirme por ahí que el marxismo es una teoría del pasado, ya irrelevante!