Ha habido intentos de conseguir una sociedad que hiciera reales para todos sus miembros los ideales de la libertad, la igualdad y la fraternidad.
La Ilustración se ha descrito como un intento de disipar las tinieblas de la ignorancia de la humanidad mediante las luces del conocimiento y la razón. De manera general se admite que en el siglo XVIII hay élites europeas que dan vigor a ideas como la de búsqueda de la felicidad y la soberanía de la razón, y alientan ideales como el de la libertad, la igualdad y la fraternidad. Revoluciones como la francesa del XVIII o la soviética del XX son hijas de este pensamiento ilustrado, una de cuyas herencias es precisamente la teoría marxista.
Ocurrió que en seguida los intentos revolucionarios fueron neutralizadas por la tendencia elitista, conservada en las mentes de la mayoría de la población. El resultado de las revueltas y revoluciones de los dominados ha tenido siempre la característica de que, incluso cuando ha supuesto pasos adelante (de aproximación a una sociedad en la que sea mínimo el grado de dominación y explotación), no ha roto con el modelo de sociedad clasista y no ha encontrado por tanto la salida a un mundo racional y justo.
Pero el pensamiento de la Ilustración no sólo ha fracasado (hasta ahora) en su realización práctica, sino que tiene una réplica teórica en lo que se conoce como pensamiento posmoderno. Y para muchos la modernidad ha muerto y estamos en tiempos de posmodernidad.
Echemos una ojeada a este proceso.
Una línea de pensamiento filosófico moderno
Encontramos un intento de racionalidad moderna en la llamada filosofía analítica, o positivismo lógico, que predominó desde los años 20 a los 70 del pasado siglo en el ámbito anglosajón.
Esta filosofía había surgido en el llamado Círculo de Viena, formado por filósofos, lógicos, matemáticos y científicos, y aunque nació en el continente europeo se considera de tradición anglosajona porque se situó en el ámbito del empirismo inglés, sus miembros militaban contra las ideas metafísicas típicas de la tradición continental y el ascenso del nazismo hizo que algunos de sus miembros emigraran a Estados Unidos, donde esta filosofía tuvo su mayor desarrollo.
Se trata de una filosofía positivista (es decir, que entiende que el método científico debe emplearse en todas las cuestiones cognoscibles, sean naturales o sociales), y sus principios básicos iniciales eran éstos (que aclaro con ejemplos inspirados en el contexto de las discusiones sobre la ley trans, uno de los espacios más sensibles en que en enfrentan los partidarios de la Modernidad con los de la Posmodernidad):
-Los hechos son independientes de la teoría y previos a ella. Los hombres y las mujeres son hechos del mundo preexistentes a cualquier teoría sobre hombres y mujeres.
-A cada hecho del mundo corresponde una oración del lenguaje. Por ejemplo, al hecho del mundo consistente en que Pedro afirma que es una mujer corresponde la oración “Pedro afirma que es una mujer”.
-Cada oración es significativa sólo si es susceptible de someterse a un proceso de verificación (aunque resulte de ese proceso que es falsa). La oración “Pedro es una mujer” es significativa porque es verificable, y resulta falsa porque Pedro no es una mujer. En cambio “Dios ha creado el mundo” no puede ser verificada y por tanto es un sinsentido.
-Las leyes científicas se inducen a partir de observaciones de hechos.
De estos principios se seguía que, al no versar sobre objetos observables, quedaban condenadas como sinsentidos no sólo las proposiciones de la teología y de la metafísica (“el infinito es perfecto”) sino también las afirmaciones sobre la mente (por ejemplo, las del psicoanálisis). La única psicología aceptable era para estos filósofos el conductismo, que se limita a poner en relación estímulos observables con respuestas observables.
Pensaban estos filósofos que para hablar de la realidad está la ciencia. Cabía entonces preguntarse a qué se dedicaba la filosofía analítica si se abstenía de hablar de la realidad. Y la respuesta fue que se limitaba al análisis lógico del lenguaje.
Naturalmente los choques de estos filósofos con los restantes eran continuos cada vez que los filósofos analíticos pedían a los marxistas que definieran con precisión las relaciones entre estructura y superestructura o cuando pedían a los metafísicos que definieran con precisión cualquiera de los términos que empleaban. En la Universidad Autónoma de Madrid, en la que yo estudiaba por entonces, el grado de exasperación a que llegaban estas discusiones lo refleja el hecho de que el ancho de la mesa que los separaba impidió en ocasiones que los discutidores llegaran a las manos.
El rigor lógico de la filosofía analítica en el uso del lenguaje era tan grande y su forma de argumentar tan poderosa que sus contrarios no sabían plantar batalla. Ocurrió por ello que las críticas fuertes al positivismo lógico no provinieron de sus enemigos, sino que se fueron fraguando desde dentro, fueron autocríticas. Examinándolas es fácil comprobar cómo se generaron las ideas básicas del llamado pensamiento posmoderno.
La autocrítica del positivismo lógico
En un artículo muy comentado de 1951 (Dos dogmas del empirismo) W.O. Quine criticó la idea de que las afirmaciones observacionales son verificables de una en una, pues cada afirmación sólo adquiere verdad o falsedad inserta en una teoría y por relación con ella. En consecuencia no son las oraciones individuales, sino las teorías las que resultan verificadas o falsadas. No se puede verificar “Pedro es una mujer” sin insertar esta afirmación en una teoría que defina qué es un hombre y qué una mujer, qué es Pedro, etc.
Más tarde N.R. Hanson en una obra de 1958 (Patrones de descubrimiento) puso en cuestión la independencia de los hechos respecto a la teoría cuando defendió que toda observación lleva una carga teórica y que por ello T. Brahe y J. Kepler no veían lo mismo cuando observaban el movimiento del sol en el firmamento, pues era diferente la carga teórica que cada uno adosaba a su observación: Brahe una teoría geocéntrica, Kepler una teoría heliocéntrica.
Luego el debate suscitado por Kuhn, Popper, Lakatos y Feyerabend acerca de la historia de la Física moderna dejó claro que es posible teorizar sobre objetos no directamente observables (entidades que están por encima o por debajo de las dimensiones observables o que sólo pueden manifestarse en sus efectos, tales como la fuerza gravitacional, los campos magnéticos, los neutrinos, los agujeros negros, las cuerdas, etc.), los cuales sólo empiezan a contar, a tener realidad, cuando la teoría los afirma. Esta constatación dejó dañada la concepción inductivista de la ciencia (la tesis de que todas las leyes científicas han de ser inducidas a partir de observaciones de hechos).
A su vez, la autocrítica a la idea de que sólo tienen significado las oraciones verificables llegó cuando Wittgenstein, arrepentido de lo que había dicho en su primera etapa, afirmó que el significado de las expresiones no es unívoco y ligado a la verificación, sino que depende del uso del lenguaje y que, habiendo numerosos juegos de lenguaje, la misma expresión puede dar lugar a una pluralidad de experiencias significativas.
Siguendo este camino, J.L. Austin, en una obra de título revelador (De cómo hacer cosas con palabras) hizo notar que cuando se emplean ciertos verbos en primera persona del presente de indicativo, como “Yo os declaro marido y mujer”, “Yo te bautizo”, “Yo te prometo que acabaré la obra el próximo mes”, si la expresión ha sido pronunciada por la persona adecuada y en el contexto adecuado, se ha hecho una cosa con las palabras: que alguien quede bautizado, que una pareja se convierta en matrimonio, que alguien quede obligado por lo que prometió.
De manera que el lenguaje no sólo tiene el significado cognitivo que se sigue de la verificación, sino otros muchos. Y además una fuerza a la que se viene llamando performativa.
La exageración intencionada
La autocrítica era hasta aquí más o menos razonable y aprovechable, sobre todo porque obligaba a explorar nuevas líneas de pensamiento.
Pero en seguida se produjo una exageración en la que podemos encontrar los antecedentes del pensamiento posmoderno.
De la idea de que hay hechos dependientes de las teorías se pasó a la idea de que los hechos (todos los hechos) son dependientes de las teorías. Y de aquí sólo había un paso a decir que todos los hechos son fabricados por la teoría y que, por tanto, no existen fuera de ella.
Pero si es la teoría la que fabrica los hechos, hay que concluir que cada teoría fabrica las condiciones mismas de su verificación, de manera que la verdad es siempre interior a un sistema teórico. En consecuencia, los sistemas teóricos (y lo mismo las concepciones del mundo, las culturas) son entre sí incomparables (no hay hechos independientes con los que contrastarlos). Así que no se puede asegurar que una teoría cualquiera sea más verdadera que otra (en definitiva, que valga más que otra en el aspecto cognitivo). Puede haber por tanto teorías incompatibles y ser todas ellas igualmente verdaderas. Por la misma razón, desde una cultura no se puede juzgar a otra: las prácticas ajenas que a los miembros de una cultura les parecen inaceptables hay que mirarlos según los significados de la cultura en que se producen. Aplicando esta doctrina al burka, a la ablación o al matrimonio infantil: son elementos de una cultura que no se pueden valorar ni criticar desde otras.
Una crítica a la concepción constructivista del conocimiento
Cuando Hanson dijo que Brahe y Kepler veían cosas distintas al mirar al sol se equivocaba.
Ambos veían lo mismo, el desplazamiento del sol por el firmamento. A ese movimiento se lo puede considerar un hecho bruto.
Otra cosa es la interpretación de ese hecho bruto, sea como efecto del movimiento del sol en torno a la tierra, sea como efecto del movimiento de la tierra en torno al sol. Esta interpretación depende de la teoría en que el hecho se integre. Pero el hecho es previo e independiente a cualquier interpretación.
De manera que, aunque es cierto que el científico tiene libertad para postular realidades directamente inobservables (realidades que, por tanto, dependen de las teorías que las postulan) también es cierto que hay hechos brutos que vienen dados con independencia de toda teoría y que son por ello transteóricos.
Muchos de ellos son previos a cualquier lenguaje, pues el niño aprende el lenguaje relacionando dos tipos de percepciones: las de los sonidos de la lengua y las de los objetos a que esos sonidos se refieren. Pero esos objetos no son fabricados por teoría alguna, que el niño aún no tiene, sino por su aparato perceptivo innato.
De ahí que individuos de todas las razas, épocas y culturas, con independencia de en qué modelos culturales integren sus percepciones, coinciden al discriminar el animal adulto y la cría, los alimentos y el agua, los rasgos sexuales de sus semejantes, el nacimiento y la muerte.
Incluso podemos considerar que son también hechos brutos, aunque de naturaleza sociológica, la cantidad de dinero que la mujer percibe como salario, comparable con la cantidad de dinero que recibe el hombre por trabajo semejante. O el número de horas que dedica una mujer a tareas del hogar por comparación con las que dedica su pareja masculina. O la mayor fuerza corporal del hombre como condición necesaria de una agresión machista. O el distinto nivel de riesgo que corren mujer y hombre si caminan de noche por una calle solitaria.
Podemos entonces admitir que cada teoría tiene sus verdades, pero añadiendo que éstas son comparables por su grado de objetividad, grado que se mide por su mayor o menor eficacia predictiva. Y son precisamente hechos brutos los que funcionan como tribunal en el que dirimir la eficacia predictiva, hechos como que alguien postrado en el lecho recupera su salud, que el cohete despega y se pierde de vista en el espacio, que señales lejanas se captan en un aparato receptor convertidas en palabras e imágenes, que en los hijos no se reproduce la enfermedad hereditaria de los padres, etc.
Es evidente que el mayor rango de objetividad lo tienen las verdades científicas y el menor las teológicas. Por ello en una pandemia es razonable escuchar a los cientificos y no a curanderos u obispos.
El sexo, es decir, la propiedad biológica por la que alguien es mujer u hombre, es un hecho bruto que no depende de teoría alguna y que está ahí como dato previo para cualquier teorización sobre mujeres y hombres.
Contra la ciencia y contra el marxismo
Siendo la filosofía posmoderna tan peregrina y tan contraria a estas evidencias, ¿cómo es posible que fuera aceptada y aplaudida? Pues, sencillamente, porque servía para devaluar tanto a la ciencia como al marxismo.
Si la verdad depende del punto de vista, no se puede asegurar que las verdades de la ciencia sean superiores a las de la teología, la metafísica o la astrología. Y lo mismo se puede decir del marxismo. Tiene sus verdades, pero no superiores a las de la teoría social de la iglesia católica o a las del neoliberalismo.
Parece comprensible que los metafísicos recibieran de muy buena gana la devaluación de la ciencia, su principal enemiga. Pero es difícil entender que recibieran esa devaluación con el mismo entusiasmo filósofos que habían venido militando en el positivismo. Se explica sin embargo si se tiene en cuenta que en el espacio anglosajón muchos filósofos se habían adherido a los principios positivistas porque no se atrevían a enfrentarse al paradigma dominante, pero en el fondo de sí mismos muy a disgusto. Eran secretamente dualistas (concebían al humano como compuesto de cuerpo y alma) y por tanto eran secretamente antipositivistas (creían que la ciencia, puesto que se ocupa sólo de procesos y relaciones materiales, no puede ocuparse de lo más profundamente humano, el alma y sus estados). Por eso recibieron con alborozo la crítica que destrozaba el edificio en que se habían visto obligados a vivir durante más de tres décadas.
P.K. Feyerabend, por ejemplo, que había sido inicialmente seguidor de las tesis del positivismo lógico y discípulo de Popper, abrazó en Adiós a la Razón ideas claramente irracionalistas y llegó a defender que no se pueden despreciar como inútiles sistemas de creencias como la astrología, la parapsicología o la medicina alternativa, a los que atribuyó un estatus equiparable al de la ciencia. En su papel de enfant terrible de la filosofía (frívolo dadaísta, dijo de sí mismo) proclamó su célebre lema Anything goes (Todo vale).
Algo parecido se puede decir del alivio con que recibieron la devaluación del marxismo todos los filósofos conservadores, pero también los que se habían adherido al marxismo obligados por circunstancias políticas (como los de la Escuela de Francfort) o por impulsos de la juventud (como algunos miembros de la filosofía parisina). Foucault por ejemplo, inspirador de la teoría queer, fue alumno de Louis Althusser y anduvo cercano al Partido Comunista Francés. Pero consideraba compatible la teoría marxista, que no conocía muy bien, con Nietzsche o Bataille. En seguida pensó que el “hipermarxismo” era contraproducente, por lo que puso en juego un concepto de poder que no tenía que ver con la clase dominante, “una trama de poder microscópico, capilar” socialmente distribuida. La lucha de clases quedaba así sustituida por lucha de cada uno contra todos los demás. No es de extrañar que Sartre le viera como “el último bastión de la burguesía”.
Por su parte Lyotard, basándose en la noción “juegos de lenguaje” de Wittgenstein, propuso una “incredulidad hacia las metanarrativas”, es decir, hacia las grandes teorías sobre el mundo, como el marxismo, frente a las que opuso, como esencia del pensamiento posmoderno, una abundancia de micronarrativas.
La tarea de desacreditar la teoría marxista fue muy premiada por el sistema. Estos filósofos obtuvieron cátedras, altas posiciones en la universidad, publicaciones sin tasa y críticas laudatorias que transformaron obras mediocres en cumbres del pensamiento occidental.
Unidos en un propósito común, analíticos y metafísicos empezaron en seguida a tomarse en serio mutuamente, algo que poco antes parecía impensable, y elaboraron una jerga impenetrable mezclando conceptos de Austin, Searle y el segundo Wittgenstein con los de Freud, Nietszche, Husserl. Heidegger, Kierkegaard y Sartre.
Filosofía oscura
Disfrazar la propuesta posmoderna con una maraña de términos sin significado preciso ha sido provechoso para estos filósofos, porque son muchos los que tienden a pensar que si no entienden un libro prestigioso es por su exceso de profundidad. A lo largo de muchos años como profesor en una Facultad de Filosofía, he tropezado con seguidores de Lacan que no podían demostrar que hubieran entendido a Lacán, seguidores de Derrida que no podían demostrar que hubieran entendido a Derrida, etc., lo que no va en desdoro de su capacidad lectora. Sólo cabe preguntar ¿por qué se decían seguidores de autores a los que no entendían?
Es revelador de esa oscuridad que Foucault haya sido tomado como anarquista, izquierdista, marxista manifiesto o disimulado, nihilista, antimarxista explícito o secreto, tecnócrata al servicio del gaullismo, neoliberal, etc., y es también significativo que él se haya sentido satisfecho de producir tan diversas interpretaciones.
Noam Chomsky cuenta (en La arquitectura del lenguaje) que conoció a Lacan personalmente y nunca entendió una sola palabra de todo lo que decía, crítica que extendió a Derrida. El mismo Lacan aceptaba que se le describiera como «el Góngora del psicoanálisis», porque usaba juegos de palabras, homofonías, equívocos, o inventaba, deformaba o fusionaba palabras conocidas. Pero lo peor es que estos filósofos, para hacer pasar su oscuridad por rigor extremo, utilizaban la lógica fregeana, modelos matemáticos, estructuras algebraicas, topologías de nudos o matemas y toda jerga científica que se les pusiera a tiro.
Para desenmascarar este tipo de impostura A. Sokal, profesor de física en la Universidad de Nueva York, envió en 1996 un artículo pseudocientífico a la revista postmoderna de estudios culturales Social Text, de la Universidad de Duke, con este título: «La transgresión de las fronteras: hacia una hermenéutica transformativa de la gravedad cuántica», en el que sostenía la disparatada tesis de que la gravedad es un constructo social; es decir, que la gravedad existe solamente porque la sociedad se comporta como si existiera, y que por tanto si no creyéramos en ella no nos afectaría. Pues bien, tal artículo fue publicado, lo que produjo un gran escándalo cuando se supo quién lo había elaborado y para qué.
Un año más tarde A. Sokal y J. Bricmont publicaron Imposturas intelectuales para demostrar que determinados intelectuales «posmodernos», como Lacan, Kristeva, Baudrillard y Deleuze, utilizaban fuera de contexto conceptos provenientes de las ciencias físico-matemáticas y los mezclaban con lenguaje pseudocientífico sin dar la menor justificación conceptual o empírica, ofuscando a sus lectores con palabras «sabias» sin preocuparse por su pertinencia o sentido, y negando la importancia de la verdad.
Catón el Viejo se admiraba de cómo un haruspex podía mirar a otro sin reírse. Cambiando harúspices por filósofos oscuros tenemos una buena razón para renovar aquella admiración.
Una de las influencias del pensamiento posmoderno
Este pensamiento inspira a aquellos teóricos que interpretan los ideales de la Modernidad como el propósito de imponer los valores propios del varón blanco euronorteamericano al resto del mundo sin reconocer sus diferencias, más bien decretando su inferioridad.
Algunos de estos teóricos llegan a pensar que los fundamentalismos son una forma no tanto de premodernismo como de posmodernismo. Así interpretado, el fundamentalismo islámico repudiaría la modernidad como un arma de la hegemonía euroestadounidense, y condenaría al modernismo clásico como una fuerza puramente occidentalizadora. Por este camino se puede llegar a la artificiosidad a que llega, por ejemplo, Homi Bhabha cuando critica la dialéctica identificándola con las divisiones binarias, y cree que la forma en que actúan las fuerzas de opresión social consiste ahora en las identidades esenciales y en la totalización que reprime las diferencias. De lo que se sigue que el proyecto político poscolonial consistiría en afirmar la multiplicidad de las diferencias para poder subvertir el poder de las estructuras binarias dominantes.
Creo que es menos artificioso y más ajustado a los hechos concebir la modernidad que desemboca en la Ilustración como el deseo utópico de que sea la razón, aliada a la empatía fraternal, la que regule los asuntos humanos, cuya aspiración de liberación se extiende a mujeres, no blancos y no euroestadounidenses. Esto es, la apelación a la razón pretende que la humanidad entera salga de la edad bárbara en que se encuentra y ello requiere que la mayor parte de la población (incluida en ella la mayor parte de la población masculina, blanca y euroestadounidense, que bien lo necesita) transforme sus cualidades cognitivas y afectivas.
Si tal cosa se consiguiera algún día, habría una uniformidad consistente en que las diferencias culturales debidas a religiones, mitos y afectividades patógenas habrían desaparecido. En las gentes se sustituirían las diferentes supersticiones religiosas por el mismo conocimiento científico y las malas por buenas disposiciones hacia los demás. Entonces, de la misma manera que habría desaparecido el yugo a las supersticiones islámicas, habrían desaparecido los yugos a las supersticiones judía y cristiana. No se trata por tanto de una perspectiva eurocéntrica o etnocéntrica.
Por otra parte, si bien un efecto sería acabar con numerosas diferencias culturales y étnicas, ello no es de lamentar, pues que se trata de persistencias desdichadas. No echaremos de menos que desaparezca la ablación de las niñas, como no echamos de menos que haya desaparecido el ofrecimiento de sacrificios humanos a un dios terrible. Tampoco lamentaremos que desaparezcan las desigualdades producidas por la racionalidad económica que se atribuye al mercado. Eliminadas las diferencias que separan e incomunican a los humanos, formaríamos todos una comunidad mundial que podría conservar la múltiple belleza acumulada en las distintas culturas históricas y que liberaría además nuevas fuerzas creativas.
Una torpe interpretación de qué son la ciencia y la tecnología
En la crítica al pensamiento ilustrado influye que de ordinario se identifica ciencia con racionalidad técnica y ello se contrapone a la subjetividad, al deseo, a la vitalidad como fenómeno psicológico autónomo.
Se olvida entonces que, dentro de la ciencia, y por lo que concierne a un proyecto de liberación, el papel fundamental corresponde a la ciencia social, de la que hemos de esperar las herramientas para una adecuada fábrica del individuo, sin la cual ningún proyecto de liberación puede dar pasos definitivos al frente.
Teniendo esto en cuenta hay que reiterar que no hemos comenzado una nueva era por mucho que la tecnología haya avanzado hasta donde lo han hecho la informática actual, la investigación biogenética, la astrofísica, la robótica o la nanotecnología, porque hay un profundo desajuste entre el conocimiento científico distribuido por diferentes comunidades de expertos y el conocimiento que maneja la población tomada individuo a individuo.
Los autores que se han deslumbrado al contemplar los efectos de la Red de redes no parecen percibir que las cosas básicas siguen como siempre. Los procesos de socialización, de los que dependen los tipos de mentes que se conectan a la red, siguen siendo dependientes de un orden social adverso y de viejas recetas pedagógicas ajenas al desarrollo científico. La modernidad sólo ha existido como un buen deseo, y desde luego sus virtudes no se han generalizado con la Red. Esa generalización es algo que está por venir y por la que hay que seguir luchando.
A ella se opondrán con toda su fuerza las élites actuales, promotoras y defensoras de la forma presente de cultura bárbara, ayudadas de su formidable ejército de militares, teóricos, políticos y comunicadores, cuyo arsenal comprende políticas y represalias económicas, descalificaciones y acciones legales y bélicas que cegarán la vía de progreso moral mientras no haya una insurrección mundial y efectiva. Ello exige que aumenten las dosis de lucidez desparramadas por el mundo.