Tenemos a nuestra derecha política empeñada en mantener la prisión permanente revisable, máxima pena privativa de libertad del Código Penal español, aprobada en 2015 como parte de la Ley de Seguridad Ciudadana y con el único apoyo del Partido Popular.
Ciudadanos, que en su momento no votó a favor, no sabe ahora cómo subirse al carro populista y propone un endurecimiento de las penas y restringir el acceso a los beneficios penitenciarios para ciertos reos.
Tradicionalmente las penas han sido muy duras, concebidas primero como venganza privada, más tarde como venganza social. Se pensaba que el reo debe pagar por su crimen y por ello la pena tenía como fines la expiación, la retribución a las víctimas y la seguridad de la sociedad.
Esta concepción de la pena sigue vigente, pero con un añadido. Poco a poco, por influencia del pensamiento progresista, se ha llegado a entender que cualquier comportamiento antisocial es resultado no sólo de la maldad del autor, sino de un fracaso en la socialización, y se ha añadido a la pena una nueva finalidad: la reeducación o rehabilitación del reo y su reinserción social tras el cumplimiento de su condena (o incluso sin necesidad de ello, modulando su forma de cumplimiento mediante permisos penitenciarios, grados de régimen penitenciario, libertad condicional, remisión de condena, indultos parciales o totales, etc.).
Dentro de este espíritu, nuestra Constitución señala en su artículo 25, 1 que las penas privativas de libertad y las medidas de seguridad estarán orientadas hacia la reeducación y reinserción social.
La posición reaccionaria
No obstante la vieja tradición sigue presente en una gran parte de la ciudadanía y reaparece en políticos, tertulianos, legisladores y jueces. En la disputa que se está dando en nuestro país podemos encontrar tres motivos en los argumentos para el endurecimiento de las penas: la disuasión, la seguridad (con el argumento de que, sin la pena de prisión permanente, es preciso dejar en libertad al delincuente una vez cumplido su tiempo de condena, incluso aunque siga siendo peligroso), y la venganza.
Este último motivo es patente en quienes, ante crímenes horribles como el asesinato del niño Gabriel Cruz por su madrastra, piden la pena de muerte o gritan ¡justicia, justicia! con el significado de ¡venganza, venganza! Es natural en gentes que no fueron educadas con conceptos científicos, sino con ecos de la biblia. Fuera de España tenemos un ejemplo reciente de esta actitud en los desusados comentarios de la juez Rosemarie Aquilina al dictar sentencia contra el médico Larry Nassar que abusó durante dos décadas de casi 160 mujeres, muchas de ellas menores.
“Estoy firmando tu sentencia de muerte- dijo la juez al reo-. No has hecho nada para que merezcas andar libre jamás. Yo no te dejaría solo ni con mis perros”. Y añadió dirigiéndose a una de las víctimas: “El monstruo que se aprovechó de ti se va a marchitar de forma parecida a la escena de ‘El Mago de Oz’ cuando el agua se vierte sobre la bruja y ella se marchita. Eso es lo que le va a pasar: porque […] la prisión no es un lugar para que un ser humano viva”.
Pese a lo cual condena al reo a prisión para siempre. Sin duda no lo considera un ser humano.
Aparte estos tres motivos, se alega que la prisión permanente revisable figura en la legislación penal de Francia, Alemania, Italia, Reino Unido, Bélgica, Dinamarca, Austria o Suiza; que el Estatuto de la Corte Penal Internacional acepta la prisión permanente, habiéndose pronunciado el Consejo de Estado sobre su constitucionalidad cuando se ratificó por España dicho Estatuto; y que el Tribunal Europeo de Derechos Humanos de Estrasburgo considera que se trata de una pena ajustada al Convenio Europeo para la Protección de los Derechos Humanos y de las Libertades Fundamentales. Simplemente, ese Tribunal ha advertido que existiría contravención al art. 3 del Convenio cuando no estuviera prevista la posibilidad de revisión, y también cuando los mecanismos de esta sean difusos, dependientes de la voluntariedad del órgano decisor y no del comportamiento objetivo del sujeto.
Argumentos contra la posición reaccionaria
Que la prisión permanente revisable exista en otros países con más tradición democrática no es un argumento a su favor, por más que aquí tranquilice mucho tal precedente, como si no nos fiáramos de nuestro propio criterio. Hay que entrar a discutir si el precedente extranjero es o no equivocado.
Un argumento contra la postura reaccionaria es su incoherencia, en la medida en que, para evitar la acusación de inconstitucional, finge cumplir con el propósito de reinserción social introduciendo la posibilidad de revisión. Imaginemos que se revisa la sentencia y se concede la libertad al reo, que vuelve a la vida social con un comportamiento ejemplar. Si ese comportamiento era previsible mucho antes, ¿por qué para revisar la sentencia hubo que esperar de 25 a 35 años y de 15 a 20 para la concesión del tercer grado? Hay que concluir que durante ese larguísimo tiempo de espera la finalidad exclusiva de la pena fue que el delincuente pagara por su delito, no que se reinsertara. En muchos casos lo probable será que el reo, aunque lleve muchos años capacitado para vivir en libertad, muera en prisión.
Por otra parte, con esta dureza no se consigue eliminar el peligro. Imaginemos que se revisa una sentencia de prisión permanente y, concedida la libertad al reo, sale de la cárcel y vuelve a delinquir. La medida no ha garantizado en ese caso mayor seguridad. Si se quiere conseguir una seguridad total (y sólo respecto a un concreto delincuente) la prisión permanente debería ser no revisable. Lisa y llanamente: prisión perpetua. Y para impedir el peligro de que el preso escape, pena de muerte.
Además de que la seguridad total es imposible, se puede alegar que no es significativo el número de delincuentes peligrosos reincidentes. Piénsese en el caso de la madrastra que ha asesinado al niño de 8 años. Ha cometido el crimen estando ya vigente la prisión permanente revisable (lo que significa que no ha funcionado como pena disuasoria), y por otra parte es muy poco probable que, si sale en libertad, vuelva a cometer un crimen parecido.
Semiprogresismo
Lo malo es que la posición que en este asunto se tiene por progresista es en cierto modo un quiero y no puedo.
Su concepción de la pena mantiene el espíritu punitivo, pues acepta que la condena de cárcel sea de duración proporcional a la gravedad del delito. Simplemente, añade a este espíritu un propósito reformador ilusorio. Podemos preguntarnos si una cárcel es el sitio adecuado para la finalidad de reeducación y reinserción social a que se dice que está orientada la pena, y si en la cárcel se puede satisfacer el derecho que el artículo de la Constitución antes citado concede al preso de acceso a la cultura y al desarrollo integral de su personalidad.
Hablar de reeducación y reinserción alivia la conciencia, pero no altera la situación. Los permisos, los grados de régimen penitenciario, la libertad condicional, la remisión de condena o los indultos sirven para tener menos tiempo encarcelados a ciertos presos, no para reeducar a los que más lo necesitan. Precisamente uno de los motivos por los que se deniegan los permisos de salida es que el reo esté “muy prisionizado”. Cuando la persona lleva muchos años en prisión los efectos del encarcelamiento inciden en su estado general psíquico-físico, alejándole de las posibilidades de reinserción.
Quiere ello decir que la reeducación y reinserción es el disfraz amable con el que se viste el concepto de pena como venganza o como castigo, que sigue vigente.
Y con ello ni siquiera se evita, como posibilidad, el caso de un delincuente encarcelado por violencia machista que ha de ser puesto en libertad cumplido el tiempo de condena, y que busca a su ex-pareja para asesinarla. O el caso de un violador compulsivo que sale en libertad dispuesto a repetir las violaciones. De poco sirve considerar la reincidencia en el delito como un fracaso de las medidas de reinserción. No por eso deja de ser una reincidencia delictiva que tiene víctimas.
La contradicción en que anda la gente semiprogre en este asunto se revela en que no recurrió la ratificación por España en 2002 del Estatuto del Tribunal Penal Internacional, pese a que su artículo 77.1.b establece la «reclusión a perpetuidad» (no revisable) cuando lo justifiquen la extrema gravedad del crimen y las circunstancias personales del condenado, artículo claramente anticonstitucional.
La diferencia entre reaccionarios y semiprogresistas es que los primeros querrían volver a la ley del talión (salvo para delitos a los que la derecha tiende, como los económicos) y los segundos añaden a la pena el propósito de una redención muy improbable, dado que las cárceles son escuelas de actitudes delictivas, más que de rehabilitaciones.
El problema está en la concepción mítica de la persona
Que ambas posiciones, la reaccionaria y la semiprogresista, tengan motivos atendibles, pero consecuencias inaceptables, no se debe a que la solución sea imposible, sino a que la discusión tiene como trasfondo la concepción tradicional de la persona, que es la que inspira los códigos penales, las leyes penitenciarias y los comentarios de juristas y éticos en el mundo que llamamos civilizado.
Según el mito tradicional cada persona es un compuesto de cuerpo material y alma inmaterial dotada de libre albedrío, por lo que es culpable cuando sus acciones son delictivas (o pecaminosas en el lenguaje eclesiástico). Cometió el delito o el pecado porque quiso y pudo muy bien no haberlo cometido.
Desde esta perspectiva la persona que delinque, en tanto que culpable, merece un castigo, una pena, y de hecho a las cárceles se las ha llamado penales y se las llama complejos penitenciarios.
El problema que tiene la concepción mítica, la que avala el concepto de culpa, es que resulta insostenible desde un punto de vista racional. Para que fuera aceptable, sus defensores deberían poder explicar cómo entra en relación una entidad espiritual (el alma dotada de libre albedrío) con una entidad material (el cerebro), y en qué parte del cuerpo se instala el alma para dar órdenes a neuronas y músculos corporales. En realidad los creyentes en el mito ni siquiera saben si el alma está dentro del cuerpo (y en qué parte) o si lo sobrevuela. Misterios que no se plantean. Les enseñaron desde niños a creer en el alma y creen. Podrían pararse a pensar en la anomalía de que el alma sea irresponsable hasta que llega a cierta edad. Los menores de 14 años son irresponsables penalmente en España. ¿Cómo se explica que un alma espiritual sea irresponsable durante los primeros 14 años y que sólo se vaya haciendo responsable como consecuencia de aprendizajes que consisten en procesos materiales?
Resulta por otra parte inexplicable la maldad de quienes son culpables de acciones horribles. ¿Qué clase de alma mora en esas personas? ¿Y quién fabricó ese alma?
El asunto visto desde una concepción científica
Mientras los creyentes en el mito del alma son una gran mayoría de la población, todos los datos disponibles dan apoyo a la concepción científica, que no acepta la existencia de entidades no materiales, acerca de las que ni hay ni puede haber pruebas empíricas.
Todo cuanto se ha ido investigando avala la convicción racional de que la humanidad es un resultado de la evolución, y que la persona es un organismo animal, y por tanto material, que se diferencia de los demás animales en que tiene el cerebro organizado por el lenguaje. Dicho de otra forma: el humano tiene dos gestaciones, una intrauterina (biológica), que da de sí un animal no muy diferente a la cría de cualquier primate, salvo porque está preparado para la segunda gestación, la extrauterina (social) que es la que lo convierte en persona y que consiste en la adquisición de la lengua del grupo. Esta segunda gestación es la verdaderamente fundamental respecto a las propiedades típicamente humanas, las que no compartimos con el chimpancé. De ahí que la denominación “lengua materna” tenga un sentido no metafórico, sino literal. Los casos de los llamados “niños ferales” demuestran que quienes no aprendieron una lengua humana en su niñez no pueden sobrepasar el comportamiento puramente animal.
Abandonado el mito del alma espiritual dotada de libre albedrío, hemos de aceptar una concepción determinista que se sigue trivialmente del enfoque científico, desde el que se considera que la acción está determinada por estados cerebrales que a su vez han sido previamente determinados. Esta concepción recibe apoyo indudable de una consideración genética: cuando el niño nace es un sistema psicobiológico que no ha elegido libremente ser lo que es. A partir de ese momento cada estado de su psiquismo será resultado de la interacción del precedente con la experiencia en curso, y así hasta llegar al momento presente.
Cierto que las personas creemos que nuestra acción no tiene otra causa que nuestra voluntad, creemos que siempre que hicimos algo pudimos no haberlo hecho, o haber hecho otra cosa, pero esto es una ilusión que se debe a que la introspección no tiene acceso al sistema cerebral que subyace a la conciencia y que es donde actúan las causas que determinan nuestra acción. Un trivial principio determinista viene a decir que si nuestra acción ha sido causada por un estado cerebral, siendo ese estado el que era, nuestra acción no pudo ser otra que la que fue.
Lo que ahora me interesa señalar es que, aunque esta concepción determinista no acaba con el concepto de responsabilidad, sí acaba con el concepto de culpa. El delincuente es responsable si pudo prever los efectos de su acto en personas, animales o cosas, pero no es culpable, porque él no es responsable de la estructura de su cerebro, fabricada por los estímulos que recibió desde su nacimiento. La interacción comunicativa es el útero social que nos gesta como personas, al ir introduciendo en el cerebro de cada cual los conocimientos, los valores y las pautas de acción que lo constituyen. Ahí está la causa de que en unas mentes se desarrollen capacidades benéficas y en otras aniden capacidades maléficas cuyo grado de perversidad puede llegar a ser sobrecogedor.
Por ello el peor criminal es en cierto modo víctima de haber sido fabricado con defectos en la empatía y en el afecto, que lo convierten en un depredador o en un verdugo. Lo mismo se puede decir de los delitos directamente relacionados con la ignorancia, el egoísmo, el miedo, la violencia y el machismo que muchos han heredado sin poderlo evitar. De manera que, sin culpa, se ven primero condenados a una mala factura psicológica, y luego, porque delinquen, a la venganza social.
Esto lleva a dos reflexiones: una es cómo evitar que la sociedad fabrique criminales (algo por completo ilusorio en una sociedad capitalista). Otra es qué hacer con los que ya existen. Me limito ahora a esta segunda cuestión.
Un remedio que a muchos escandalizaría (por haber sido fabricados reaccionarios)
Pensemos en alguien que tiende a violar y asesinar niños. ¿Qué hacemos con él, dado que aunque no sea culpable de su mala fábrica, es un grave peligro para sus conciudadanos?
Lo primero es investigar las circunstancias biográficas que le han hecho como es, a fin de evitar que ocurra lo mismo a otros. Luego se le compadece por su mala suerte, la de haber sido fabricado de esa forma. Puesto que no se le considera culpable, no se le impone una pena, pero por su peligrosidad, y como medida de seguridad, se le recluye en un medio en el que no tiene posibilidad de realizar sus crímenes. Tal reclusión no tiene marcado tiempo, no es una pena a tantos o cuantos años de cárcel. Se intentará por todos los medios que ese tiempo sea el menor posible.
Dado que no estamos hablando de venganza social, se ha de intentar que la reclusión forzosa sea lo menos ingrata posible. No propiamente en una cárcel, sino en poblados reformatorios adaptados a los distintos tipos de crimen, donde los recluidos puedan llevar una vida parecida a la exterior, pero sin ocasiones para su tendencia criminal. Podrán vivir dignamente, trabajar en un oficio, sea en el campo, en un taller o en una biblioteca, y estarán sometidos a un proceso de resocialización cuyo éxito será tanto más probable cuanta más humanidad y compasión vean a su alrededor. El trato afectuoso y comprensivo es indispensable para que se desarrolle en ellos la empatía y decaiga su mala disposición. Si la tendencia criminal se ha erradicado, la persona es otra, porque su cerebro ha cambiado a consecuencia de las experiencias reformadoras, y vuelve a la sociedad. Mientras siga siendo peligrosa seguirá su reclusión, pero no en calidad de culpable, sino como persona con defectos de fábrica aún no solucionados. No hay límite de tiempo prefijado en la sentencia.
En resumen, una concepción científica nos lleva a compadecer al criminal y a poner los medios para convertirlo en persona de fiar, pero al mismo tiempo nos permite mantenerlo separado de sus posibles víctimas mientras sea persona peligrosa (teniendo en cuenta, claro está, que la seguridad absoluta no está a nuestro alcance, y que los expertos pueden considerar resocializada a una persona que vuelve a delinquir).
Con el mismo criterio se puede actuar eficazmente contra personas que no violan ni asesinan, pero que han hecho grandes desfalcos al erario público. La derecha es con ellas muy benévola: todas vuelven pronto a la libertad, casi siempre sin haber devuelto lo que robaron. Sería preferible recluirlas en uno de esos poblados reformatorios privadas del goce de lo robado hasta que lo devuelvan, bajo la idea de que la no devolución es prueba de que se persiste en la actitud delictiva. De esta forma el delincuente no puede esperar a que pase el tiempo de condena (breve, porque estos delincuentes suelen tener influencias) para recuperar la fortuna escamoteada y vivir a lo grande. El mismo método cabe con quien se niega a colaborar con la justicia, por ejemplo no indicando dónde y cómo hizo desaparecer el cuerpo de una persona asesinada.
En resumen: por partir del insostenible mito del alma culpable, el talante cuasiprogresista puede parecer preferible al reaccionario, pero tiene una dosis de hipocresía y fuertes contraindicaciones.
Dicho sea lo que antecede sin entrar en el tema de la definición de los delitos y sus penas: un pobre inmigrante que para sobrevivir se ve obligado al “top manta” comete un delito penado con cárcel. Quien defrauda 120.000 euros a Hacienda comete una simple falta.