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MACHISMO OCULTO (en hombres y mujeres)

23 de diciembre de 2013

El sustrato de la ideología machista

Aunque en los países “desarrollados” la legislación consagra la igualdad entre hombres y mujeres (salvo enclaves específicos, como la iglesia católica, o la constitución española por lo que concierne a la sucesión de la corona), esa igualdad no ha llegado del todo a la práctica: las mujeres que trabajan fuera de casa hacen más tareas domésticas que los hombres y con frecuencia por el mismo trabajo ganan menos que ellos. Pero además la violencia machista no desaparece, y la ideología machista persiste (algunos creen que reavivada) entre los jóvenes de ambos sexos.

Cuando se aborda este asunto se dice que ante todo hacen falta medidas preventivas, y suelen identificarse con la defensa en la escuela de ideas y valores igualitarios. Pero el machismo tiene un trasfondo que suele pasar desapercibido, y se da el sinsentido de que, al tiempo que se condenan los efectos, se alientan, ensalzan o promueven algunas de las causas.

Podemos hacer un breve inventario de las ideas que constituían el entramado teórico del machismo cuando estaba en su esplendor y nadie lo contradecía (ideas sobre la naturaleza y función de hombres y mujeres, las formas de relación entre ellos, el concepto de honra y el mito del amor romántico), para luego preguntarnos qué sigue vigente de todo ello.

Bello sexo y sexo fuerte

Por lo que atañe a la concepción de hombre y mujer, la ideología machista partía de las diferencias biológicas, derivaba de ellas diferencias de carácter, y finalmente diferencias de funciones y derechos.

Los hombres definieron a la mujer como el “sexo débil”, pero no porque lo sea. Tiene menor fuerza muscular, pero los hombres generalizaron al carácter esa debilidad relativa y concluyeron que, por su propio bien, la mujer debe estar siempre bajo la protección y el dominio de un hombre, primero el padre, luego el marido.

La definieron también como el “bello sexo”, pero no porque lo sea: hay mujeres bellas y hombres bellos, mujeres feas y hombres feos. Pero como era el hombre quien fabricaba las definiciones, y a él le atrae la mujer, le atribuyó la belleza. “El hombre y el oso cuanto más feo más hermoso” fue una falsa sentencia con la que el hombre se quitaba un peso de encima si no era atractivo. Se hablaba de “los encantos” de la mujer, no de “los encantos” del hombre, y la mujer tenía que saber amplificar y “lucir” sus encantos para conseguir un marido, fundar una familia y dedicarse al cuidado de los hijos, el marido y el hogar. En cambio los valores del hombre estaban en su fuerza, su inteligencia y, en definitiva, en su éxito social, y de esos valores se seguían sus funciones.

Puesto que la mujer era concebida como inferior, el hombre menos valorado fuera de casa era el amo dentro de ella, dominaba sobre mujer e hijos, y en este dominio se reponía con frecuencia su orgullo.

Esta es una descripción esquemática, supongo que en general aceptable, de los significados más directamente ligados al machismo.

El mito del amor romántico

Es más complicado, y seguramente más discutible, determinar el papel que jugaba en el síndrome machista el concepto de amor romántico. Por obra de poetas y trovadores, la atracción sexual biológica, que tiene periodo de caducidad y poco de amor, se transformó en amor idealizado, prometedor de las mayores dichas con duración sin fin, y también de sufrimiento sin consuelo cuando el amante no es correspondido. Este concepto de amor, fraguado en la poesía provenzal y sus derivaciones, y luego en Dante, Cavalcanti y Petrarca, ha sido servido desde entonces por innumerable poesía e inacabable música y drama.

Aparentemente el concepto de amor romántico es imparcial, pues coloca a mujer y hombre a la misma altura, pero en realidad ha sido un complemento indispensable de la ideología machista. Pues por una parte con este mito se compensaba el sometimiento de la mujer: podía aspirar a ser objeto del amor del hombre, que no por eso perdía su papel de dueño. Ella, sometida a él por su condición femenina, podía consolarse imaginando que él se sometía a ella por amor.

Naturalmente, esto no pasaba de ilusión pasajera. Y por otra parte, ceder al impulso del amor, o creer en sus promesas, no tenía las mismas motivaciones y consecuencias en mujer y hombre.

Fingir amor apasionado era un modo de conquista que al hombre proporcionaba placer y que dejaba deshonrada a la mujer. E incluso cuando la pasión amorosa concluía en matrimonio eran probables dos epílogos violentos con la mujer como víctima:

El hombre que se casó por amor sufría antes o después la decepción, ya que su mujer no podía proporcionarle la imposible felicidad y placer que promete la ficción amorosa. Y entonces era probable que descargara sobre ella su frustración y resentimiento.

Era también probable que la casada insatisfecha se enamorara de quien mostrara el amor que no encontraba en su marido. Y si ello acababa en adulterio, podía recibir un castigo que no tenía equivalente para el marido adúltero.

Había, en efecto, dos conceptos de honor u honra relacionados con las funciones de uno y otro sexo y, más en concreto, con la actividad directamente sexual.

Puesto que el hombre valía por sus cualidades morales y sus éxitos, su honor no quedaba en entredicho por mantener relaciones sexuales fuera del matrimonio, más bien era por ello envidiado, mientras que la casada infiel quedaba deshonrada, y esa deshonra era además un atentado contra el honor masculino. La forma más efectiva de lavar el honor consistía en matar a la mujer. El código penal español de 1870 recogía la llamada “venganza de la sangre”, facultad concedida a padres y maridos para matar a sus hijas y esposas y a los hombres que yacían con ellas (había que sorprender a la pareja “nudus et nuda in eodem lecto”). Este derecho fue reintroducido en parte por la dictadura franquista (al marido que hubiera matado a su mujer sorprendida en adulterio sólo se lo penaba con destierro del lugar del crimen) y estuvo vigente en España hasta la revisión del código penal de 1963. (Naturalmente, la mujer no podía hacer lo mismo si encontraba a su marido en la cama con otra. El adulterio del marido requería una relación estable y pública, y aún así no autorizaba a la mujer a matar al adúltero).

Siendo tan distintas las consecuencias del adulterio es natural que fueran diferentes los celos en el hombre y en la mujer. Dado que el hombre no podía aceptar la infidelidad de la mujer sin perder la hombría, sus celos adquirían una dimensión total y violenta. En cambio la mujer se conformaba muchas veces con que el marido adúltero fuera discreto y no la pusiera en evidencia. La mujer estaba obligada a ejercitar la paciencia, o incluso a echarse la culpa por no haber atraído a su marido, que tuvo que buscar fuera de casa lo que no encontraba dentro.

La supervivencia del machismo a nivel profundo

Hasta aquí algunos rasgos de un machismo que entró en crisis con la llegada de las mujeres al mercado de trabajo. Una vez que la mujer dispuso de independencia económica encontró más fácil afirmar sus derechos que cuando el dinero que entraba en casa provenía sólo del hombre. Y tan pronto las mujeres se sintieron más independientes, fue inevitable que se preguntaran, por ejemplo, por qué tenían que ir vírgenes al matrimonio mientras en el hombre la virginidad se tomaba como una deficiencia, al punto que el que no tenía aventuras las inventaba. Desde entonces se ha avanzado mucho por el camino de la igualdad. Y sin embargo vale la pena que nos preguntemos si, pese a las apariencias, algunas ideas básicas del machismo perviven, y además (y esto es lo grave) en formas que no despiertan oposición.

Así por ejemplo, la idea de “bello sexo” frente a “sexo fuerte”.

Podemos comparar el inventario de la publicidad, los comercios y los productos dedicados al cuerpo de la mujer y los dedicados al cuerpo del hombre. Podemos igualmente comparar el tiempo medio que mujeres y hombres dedican al cuidado y preparación de su presentación pública y el efecto de la moda en unos y otras.

Cuando investigadores sociales comprueban hasta qué punto la publicidad de juguetes es sexista, surge la alarma y se pide remedio. Pero ¿de qué puede servir el control de la publicidad para niños si sigue igual la publicidad para adultos? Las niñas ven a diario una incontenible publicidad referida al cuerpo de la mujer, del que apenas queda algo que no sea objeto de atención: pelo, cejas, pestañas, párpados, cuello, mejillas, labios, uñas, axilas, ingles, piernas, nalgas, pecho, pies… Los niños no viven una experiencia equivalente.

La moda, dictadora que obliga a un consumo irracional, no afecta lo mismo al hombre que a la mujer. Mientras la indumentaria del hombre es más constante, más cómoda, menos llamativa, es la mujer la que está fuertemente sometida a aquel capricho.

A nadie parece sorprender que tengan tanto éxito las revistas para mujeres, cuyos temas principales son la moda y los cosméticos. Esto podía ser natural en los tiempos de ideología machista explícita, pero ¿por qué lo sigue siendo?

También debería sorprendernos que en la ceremonia de gala el alto dignatario vista un traje sobrio que lo iguala con los hombres restantes, mientras su mujer, cargada de joyas y embadurnada de maquillaje, calza zapatos de altísimos tacones con daño para los metatarsos, y “luce” un modelo carísimo cuya misión es destacarla en belleza y “elegancia” sobre las demás mujeres, cada una de las cuales ha pretendido a su vez eso mismo. Ni siquiera nos extraña que, en los conciertos, mientras los solistas visten su uniforme habitual, las solistas salgan al escenario con los inevitables zapatos de tacón alto y un traje llamativo que deja espalda y hombros desnudos.

En 2004 ocho ministras del gobierno de Zapatero posaron para la revista Vogue peinadas y maquilladas tras someterse a una sesión de estilismo y luciendo ropas de moda española. Ante las críticas, una de las ministras apeló a “la libertad de las mujeres para ejercer nuestros gustos; tenemos el derecho a reivindicar ser mujeres”.

¿Significa esto que “ser mujeres” lleva consigo ciertos gustos y pautas de manera innata? Ciertamente no, porque en tal caso esos gustos y esas pautas se manifestarían en toda mujer, y no es así. Son gustos que dependen de usos sociales regidos por una ideología concreta. En una escena televisiva reciente una niña pequeña sacó del bolso de la presentadora uno de sus pintalabios (por lo visto llevaba varios) y la presentadora pintó los labios de la niña y dijo “mira qué guapa estás”. Es previsible que cuando la niña sea adulta considere que la pintura de labios forma parte de su “ser mujer”.

¿Estamos ante un problema de libertad individual?

Tal vez nos hemos acomodado a esta situación sexista porque parece que combatirla es combatir la libertad (esa a la que se refería la ministra) y volver a viejos tiempos oscuros. Como ejemplo de la represión sexual franquista, que manipuló carteles, películas y fotografías para preservar la moral, la religión y el orden, podemos ver en El País de 16 de diciembre el encaje que la censura añadió sobre el amplio escote de un vestido de Sara Montiel. En mi pueblo el cura y sus feligresas entonaban canciones desde un balcón contra las mujeres que iban en verano sin medias.

Por ello quien defendía la libertad en la vestimenta femenina parecía enfrentarse a una moral oscurantista. Al optar por la minifalda, la chica afirmaba su voluntad frente a los valores que el entorno social le imponía. Aceptemos que esto es una parte del asunto y que la voluntad femenina es en este punto contraria a los valores morales eclesiásticos. Pero queda otra parte por examinar.

No estamos hablando de libertad ni de moral cuando nos preguntamos por qué la mujer, pero no el hombre, puede optar por una pequeña minifalda o un gran escote para ir a su lugar de trabajo, y en cambio ninguna mujer opta por, digamos, un sombrero de copa. No es una tontería que nos preguntemos por qué se armaría un escándalo si el jefe del gobierno saliera a una rueda de prensa con los labios pintados y unos zapatos de plataforma y tacón de aguja. No estoy queriendo decir que algo de esto sea bueno y algo malo (todo ello me parece moralmente indiferente), sino que los papeles están repartidos rígidamente, este para la mujer, este otro para el hombre. ¿Por qué?

Las opciones de cada cual son voluntarias, pero sólo pueden operar en el espacio prefijado por el uso social. ¿Dónde está la causa de la elección cuando se trata de indumentaria, pinturas y adornos? A mi juicio en una mente configurada por ideas sutilmente conectadas con el machismo tradicional, por más que parezcan contrarias. ¿Acaso no se pliega cierta indumentaria femenina a aquel lenguaje caduco que decía que la mujer ha de saber lucir sus encantos?

Algunas consecuencias (en perjuicio de la mujer)

Que el cuento machista del “bello sexo” siga metido hasta lo más profundo en la conciencia de muchas mujeres no es asunto baladí.

Por una parte la pauta de envejecimiento de hombres y mujeres es diferente. Aunque el hombre va perdiendo calidad con los años, puede mantener e incluso aumentar la referida a su papel de ciudadano. En cambio para aquellas mujeres cuyo papel de ciudadanas ocupa menor rango que el de objeto sexual, es especialmente angustioso percibir las señales de la edad, porque el ambiente cultural las induce a creer que al perder su belleza lo pierden todo. Esa angustia, perceptible en los rostros de muchas mujeres que han pasado los 40, es aprovechada por una publicidad que ofrece mil remedios inútiles a la larga. La idea de que el valor de la mujer depende de lo seductor que sea su aspecto se extiende a toda edad y no sólo al periodo reproductivo. Vean a esas ancianas que creen que sigue siendo su obligación “arreglarse” y que salen a la calle con el escaso pelo teñido y la cara pintada, en patética imagen que simboliza bien los dominios del machismo profundo.

Por otra parte el concepto de “bello sexo” enlaza naturalmente con el de objeto sexual del que el hombre se apropia, y con los conceptos diferenciados de honor y de celos. Es natural que a las muchachas a quienes no ofende la publicidad que usa a la mujer como adorno erótico del automóvil o del perfume de hombre, les atraiga el hombre dominador, y que prefirieran someterse a un novio violento que convivir con un colega. Sabemos, por ejemplo, que chicas que no ven mal que sus novios controlen sus llamadas telefónicas (interpretan ese control como un síntoma de amor), no exigen como contrapartida controlar las llamadas telefónicas de ellos. Al parecer consideran que no tiene la misma naturaleza la infidelidad masculina y la femenina.

En consecuencia con ello, frente a la idea de libertad sexual igualitaria, el sexo libre afecta a la mujer de distinta manera que al hombre. En los encuentros ocasionales (el sexo casual, que dicen) más mujeres que hombres van buscando una relación afectiva y más mujeres que hombres quedan defraudadas cuando no hubo más que puro sexo. Y en los casos de violación en que la mujer, tras aceptar los preámbulos del coito, cambia de idea y dice no, son muchas las que sienten vergüenza y culpabilidad.

Finalmente, persiste con enorme fuerza el mito del amor romántico, que se exalta por todas partes como si fuera la flor más deseable y exquisita de la experiencia vital. Este mito coloca la felicidad en el ámbito privado de la pareja, y por eso viene muy bien a la política conservadora, pero además tiene como principal efecto condenar a las relaciones de pareja a la decepción y el resentimiento, antesala de la violencia machista cuando concurren otras causas.

Hay un caso frecuente de violencia sobre el que se reflexiona poco, el del hombre que mata a la mujer y luego se suicida. Vayan sumando: hombre enamorado de una mujer cuya posesión exclusiva es concebida como prenda de felicidad y su pérdida como infelicidad absoluta; una autoimagen derivada de la ideología machista (representable por “¡A mí una mujer no me hace esto! ¡A mí!”) y una eclosión de celos amplificados (representable por “¡No puede ser que ella se meta en la cama con otro!”). Bajo el dominio de este complejo ideológico, hay un tipo de hombre que prefiere morir con tal de que ella muera. La mujer es aquí una víctima del hombre y el hombre es una víctima de los valores y creencias que respecto a mujer y hombre configuraron su cabeza.

¿Qué hacer?

No pueden contribuir eficazmente a una nueva cultura sexualmente igualitaria las mujeres y hombres que asimilan desde la niñez ideas y valores que siguen circulando con beneplácito general y a los que acabo de asignar, sin mucho temor a errar, una genealogía machista.

A nuestros jóvenes no se les enseña una teoría realista sobre el enamoramiento y sus procesos, sobre el amor, el desamor y los celos, algo que podrían aprender en la buena literatura, pero claro está: no la leen. Su alimento espiritual tiene como plato fuerte las mil canciones quejumbrosas de enamorados y enamoradas, que reinan sin oposición en el medio ambiente semántico.

El amor de pareja es posible, aunque difícil, pero en todo caso tiene otra naturaleza y va por otros derroteros que los que insinúa la mala literatura y la mala poesía. Hubo un tiempo en que las películas de Holliwood terminaban con el beso que seguía a la declaración de amor de los protagonistas. Terminaban en el justo punto en que sería interesante que comenzaran.

Ciertamente todo esto está relacionado con el nivel intelectual. En la mujer el papel de ciudadana queda subsumido en el de objeto sexual en tanta mayor medida cuanto menor es su desarrollo intelectual. Ese desarrollo es el camino que mejor favorece la liberación de viejas pautas y el descubrimiento de nuevas metas y pasiones. Pero en nuestra sociedad tal camino está poco transitado.

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