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MEDIOS DE COMUNICACIÓN PRIVADOS Y DEMOCRACIA (19 de marzo de 2014)

La destitución de Pedro J. como director de El Mundo ha escandalizado a algunos, al revelarles que los medios de comunicación españoles están en manos de capital extranjero. Se han podido enterar de que El Mundo pertenece ahora al grupo italiano Rizzoli-Corriere della Sera (RCS), que en el Grupo Prisa hay accionistas americanos e ingleses (el fondo Liberty y HSBC), que Telecinco y la Cuatro están controladas por Mediaset, propiedad de Berlusconi, que el grupo alemán Bertelsmann y el grupo italiano De Agostini tienen una importante participación en Antena 3 y la Sexta y que el grupo Walt Disney tiene el 25% de Intereconomía.

Ahora bien, ¿cambiaría mucho el asunto si los medios españoles estuvieran controlados por capital español? En Prisa también participan bancos españoles acreedores (el Santander, Bankia y la Caixa además de Telefónica), La Vanguardia está controlada por CaixaBank y la Razón por el Sabadell. El Cuarto Poder pertenece ya al sector financiero. Pero el capital es internacional, bien lo sabe el presidente de Iberdrola, Sánchez Galán, cuando dice que los accionistas de esa compañía se sienten ahora más británicos, estadounidenses y mexicanos que españoles, porque sus beneficios en España han caído un 7% el pasado año.

Los controladores

La arrolladora concentración de la propiedad ha hecho desaparecer a numerosos medios locales, en particular radios, periódicos pequeños y empresas periodísticas familiares. Los Polanco han perdido el control del Grupo Prisa y el Washington Post anunció el año pasado su venta a Jeff Bezos —el fundador de Amazon—, acabando así el periodo en que la familia Graham estuvo, durante cinco generaciones, al mando del periódico. A la postre un enorme porcentaje de medios de comunicación del mundo va siendo controlado por megacorporaciones que tienen conexiones entre sí, con otras grandes corporaciones no mediáticas y en última instancia con el capital financiero.

De los 30 principales grupos mediáticos del mundo los principales son estadounidenses, entre ellos Walt Disney Company, Time Warner, News Corporation (el grupo de R. Murdoch), Viacom/CBS, General Electric, The New York Times Company y The Washington Post Company. Entre esos 30 hay también 4 grupos japoneses (Yomiuri Shimbun y Sony entre ellos), 3 franceses (entre ellos Vivendi), 3 ingleses (entre ellos la BBC), 2 alemanes (Kirch y Bertelsmann), 1 italiano (Mediaset, de Berlusconi) y 1 mexicano (Televisa). Un dato significativo es que a estas compañías se han sumado dos de la nueva era, Google y Yahoo!

Estos grupos controlan los principales periódicos, cientos de radioemisoras y las cadenas de televisión que tienen mayor audiencia en sus programas de noticias (entre ellas ABC, CNN, NBC, CBS, Fox y Sky). Cientos de millones de ciudadanos de todo el planeta consumen a diario –directa o indirectamente– los productos informativos y culturales de estos holdings.

Una investigación reveladora

La influencia de los medios en las creencias, valores y actitudes de la gente está bien demostrada. Recordemos el resultado de la investigación que se hizo en Estados Unidos en octubre de 2003 partiendo de estas tres creencias equivocadas sobre la guerra contra Irak:

a) Existen pruebas de la relación de Irak con Al Qaeda.

b) Se han descubierto en Irak pruebas de armas de destrucción masiva.

c) La opinión pública mundial ha aprobado la invasión estadounidense de Irak.

Resultó que el 48% de los entrevistados creían la primera, el 22% la segunda y el 25% la tercera. Y que de los bien informados (los que creían que las tres son falsas o al menos no probadas) sólo el 23 % respaldaba la guerra, mientras que quienes aceptaban una de las tres se mostraban a favor en un 53%, quienes aceptaban dos en un 78% y quienes aceptaban las tres en un 86%.

Hasta aquí la mera evidencia de que ciertas creencias influyen en las actitudes y comportamientos políticos, pero lo más significativo es la correlación de esas creencias con las fuentes informativas. Los mejor informados eran los que obtenían sus noticias de los medios impresos, de la NPR (Radio Nacional Pública) o el PBS (Servicio Público de Radiodifusión). Luego venían, muy por detrás, los de NBC y de CNN. Entre los espectadores de ABC y CBS había muchos más con concepciones erróneas que sin ellas. Y predominaban las concepciones erróneas entre los de Fox News.

Esta investigación confirma, si es que fuera necesario, que hay unos medios que son más fiables que otros. Los públicos aparecen como más fiables que los privados si funcionan en un país no totalitario. Pero ¿hay medios privados realmente fiables?

Todos son conservadores

Considerando el grado de fiabilidad se suele calificar a algunos medios como solventes y a otros como insolventes.

Los insolventes mienten expresamente, tergiversan la información, practican el chantaje y la extorsión, hacen campañas interesadas inventando y ocultando lo que les conviene, negocian bajo cuerda amenazando con airear algo, espían a jueces, legisladores o políticos, y manejan así un poder claramente incompatible con el funcionamiento democrático. Murdoch ha usado sus medios para favorecer sus posiciones políticas, pero también para influir en los numerosos casos legales a los que ha debido enfrentarse, acusado de soborno y corrupción, de practicar acciones monopolísticas, de canalizar los beneficios de sus negocios a paraísos fiscales y de intervenir teléfonos de algunas celebridades, personas de la realeza y ciudadanos. De Berlusconi se puede decir algo semejante. En España tenemos buenos ejemplos de cómo algunos medios inventan y silencian noticias, y promueven campañas según designio privado de sus controladores, al punto que, por comparación con el casi monopolio de oscurantismo eclesial, ultraconservador y amarillista que impera en una gran parte de la prensa, la radio y la TV privadas, hay quienes creen que los medios de Prisa son de izquierdas.

En nombre de la libertad de expresión los medios insolventes cometen sus tropelías impunemente,  salvo que alguna persona pueda demostrar ante los tribunales que ha sido objeto de injurias o calumnias. No hay otro control sobre los propietarios que un derecho timorato aplicado además por jueces que temen la reacción de esos medios y que suelen ser benévolos frente a la difamación, la injuria o la intromisión ilegal en la intimidad ajena.

Pero vayamos a los medios respetables, que son minoritarios.

John C. Merrill, autor de La prensa de élite. Grandes periódicos del mundo, dice que la prensa de calidad está en el centroizquierda. Debería haber añadido que se trata de un centroizquierda procapitalista, la forma más sensata de defender lo que hay. Aceptado esto, parece que sobra preguntar si son fiables. Pues los medios de propiedad privada que gozan de prestigio son los principales encargados de fabricar (y sin oposición) la mentira legitimatoria que es imprescindible a todo sistema elitista.

Si pensamos que El País, el New York Times, el Washington Post o Le Monde son medios fiables nos quedamos en la superficie del tema. Dejando aparte casos escandalosos (como que Jack Kelley, nominado a los Premios Pulitzer, inventara una serie de noticias para el USA Today, o la aventura parecida de Jayson Blair en el New York Times) podemos admitir que estos medios se abstienen de afirmar hechos directamente falsos. Pero eso no quiere decir que observen la realidad con una mentalidad neutral. Esto les llevaría a cuestionarse la legitimación del sistema capitalista y en este punto, que es el fundamental, todos los medios de comunicación importantes hacen causa común. Es natural, todos son propiedad de grandes compañías y no van a tirar piedras a su tejado.

¿Hasta dónde llegan las contradicciones?

El filósofo J. Habermas no puede desconocer todo esto, pero, conservador al fin, concluye sin rubor que es inocuo que la propiedad de los medios sea privada, es decir, que esté en manos del poder económico. ¿Por qué? Porque el pernicioso efecto que ello podría originar se elimina debido a las contradicciones entre los diferentes medios. Y se queda tan ancho.

Es cierto que los medios privados se contradicen, pero nunca en el tema básico. Unos pueden ser partidarios del partido demócrata y otros del republicano, unos pueden defender la guerra de Irak y otros oponerse, unos pueden apoyar las leyes del PP sobre aborto y educación y otros estar en desacuerdo. Pero su influencia en la opinión pública y en la actividad política va siempre dirigida a favor de la economía de mercado, de su forma de distribuir la riqueza y del tipo de “democracia” que de ella se sigue. Todos ellos insisten en la idea de que la economía de mercado es condición para la democracia y la libertad. En la perspectiva internacional muestran al llamado mundo occidental como una sociedad abierta en la que la libre competencia da a todos posibilidades de triunfo, y presentan a Estados Unidos como líder desinteresado que lucha por extender esas virtudes al resto del mundo.

Si echamos una mirada a la forma en que se tratan ciertos asuntos, por ejemplo los que se refieren a Cuba, Venezuela, Ucrania, Rusia o China, no podemos dejar de preguntarnos: ¿cómo es posible que Estados Unidos tenga la desfachatez de presentarse como garante de la legalidad internacional, como modelo de democracia, como espacio en que imperan los derechos humanos, y que con tal disfraz se dedique a condenar a otros y castigarlos? Pues sencillamente, porque tiene poder para ello y porque hay unos medios de aplastante influencia que respaldan esa imagen. Nunca hemos visto que los medios influyentes se hayan lanzado a criticar sistemáticamente el papel criminal de Estados Unidos en el mundo, y ocasiones y razones han tenido muchas. Los que han llegado más lejos se han conformado con convertir los crímenes en errores de un Presidente, sin achacarlos al sistema que mueve al Presidente como a una marioneta. Los medios privados hacen sin el menor sonrojo aquello que hay que hacer. El capital no se sonroja nunca, y tampoco quien se pone a su servicio. Este servicio es una tarea cada vez más difícil, hay que reconocerlo, pero se insiste en ella.

Puede haber medios que critiquen de pasada los paraísos fiscales, pero ninguno insiste machaconamente, con grandes titulares en primera página, en lo insoportable de tal escándalo, ni incita a la población a votar a los partidos que mejor podrían poner remedio a esa ignominia. Tampoco hay campañas serias contra la falta de regulación del espacio internacional, precisamente porque la no regulación favorece al capital incondicionalmente. Pero sobre todo, ¿quién ha visto que algún medio privado argumente de manera sostenida contra el derecho a la riqueza ilimitada, y a favor de impuestos que hagan decrecer sensiblemente las grandes fortunas? ¿Cuándo en los medios privados se cuestiona el derecho de propiedad tal y como existe en las sociedades capitalistas?

En definitiva, no importa que en muchas cuestiones los intereses rivales y el deseo de aumentar las ventas introduzcan cierta pluralidad y un ocasional afán fiscalizador. Todo ello ocurrirá dentro del pensamiento correcto y de los intereses únicos, sin constituir una alternativa cognitiva e informacional a la actitud pro sistema. De esta manera los medios influyentes convierten la opinión unánime a favor del capitalismo en el aire que se respira, en el sentido común imperante. Ya he comentado que “pensamiento único” es un rótulo que se lanzan mutuamente como acusación los socialdemócratas y los neoliberales, pero que de hecho comprende a ambas formas de aquiescencia. Es pensamiento único porque sólo él aparece en los medios: al pensamiento anticapitalista no se le da espacio, como si no existiera o fuera impresentable.

Eliminar la competencia

Cuando el monopolio de la ideología procapitalista peligra, los dirigentes conservadores se muestran muy susceptibles. Al recuperar Hugo Chávez el poder en Venezuela, G.W. Bush le hizo una advertencia acerca de la necesidad de respetar la libertad de prensa. ¿A qué libertad se refería? A la de antiguos beneficiarios de un régimen político cuyo nivel de corrupción era causa del empobrecimiento de una mayoría de la población. Se trata de libertad para difundir noticias falsas, promover campañas de intoxicación y todo lo que ya sabemos que hace la derecha latinoamericana cuando alguien no controlado por ella consigue el poder político.

En el ámbito internacional el monopolio informativo se defiende con uñas y dientes. Hemos tenido ocasión de comprobar, por ejemplo, los medios, bombardeos incluidos, con que pretendió el mismo Bush eliminar una fuente de información no controlada, la de Al Yazira, y hemos sabido también cómo se diseñan desde la Administración americana campañas de ocultación e intoxicación con Agencias oficiales creadas ad hoc. Los países del Tercer Mundo han alzado sus protestas contra el monopolio informativo de las grandes agencias internacionales controladas por los intereses capitalistas, pero la réplica de Estados Unidos a cualquier intento de alterar este estado de cosas ha sido contundente. Ha llegado incluso a retirar su contribución a la UNESCO por el planteamiento “no liberal” que esa organización tenía sobre los medios de comunicación.

Así que hemos de preguntarnos: ¿cómo es que la libertad de expresión así entendida, que lleva dentro tan segura contradicción con la democracia, es presentada como un fruto exquisito de la democracia y la libertad? Primero, porque así ha sido definida en la Declaración de Derechos Humanos. Y luego porque los propios medios de comunicación privados están dedicados a una operación de auto-propaganda de eficacia indudable.

¿Es un derecho humano la propiedad privada de los medios?

El derecho a la libertad de conciencia y de opinión formulado en la Declaración de Derechos Humanos sería indiscutible si implicara el derecho a adquirir las capacidades mentales necesarias para un comportamiento autónomo (pudiendo cualquiera reclamar a la sociedad si no se las ha proporcionado). Pero no pidamos peras al olmo.

Aunque de alcance más limitado, ese derecho sería defendible en la medida en que signifique no ser perseguido o condenado por expresar opiniones, y además tener garantizadas formas no discriminativas de acceso a los medios de comunicación y a las fuentes de información.

Pero la Declaración de Derechos Humanos comete la impostura de incluir en la libertad de expresión la facultad de poner en pie medios de comunicación de propiedad y control privados. Esta impostura viene a significar que el rico y el pobre tienen el mismo derecho a financiar un imperio mediático. Sólo ocurre, ya se ha dicho, que quienes no tienen capacidad económica suficiente renuncian sistemáticamente a ese derecho de la misma manera que el rico renuncia sistemáticamente a su derecho a dormir bajo los puentes.

Ellos se echan flores

Así bendecidos por una Declaración tan pomposa, la estrategia que utilizan los medios privados para ensalzarse consiste en considerar que no tienen otra alternativa que los medios públicos controlados por el gobierno, situación típica de las dictaduras o regímenes totalitarios. Y entonces sustituyen la expresión “bajo control privado” por la expresión “libre” en una astucia de alto valor ideológico. Los medios privados son efectivamente libres del control gubernamental, pero no del control de sus propietarios.

La astucia ha sido tan exitosa que, mientras hay una gran sensibilidad respecto a la manipulación de los medios públicos por los gobiernos, nadie critica que un medio privado sea manipulado por sus propietarios. Esta manipulación se considera al parecer natural e irrelevante.

Ocultando su dependencia de quienes los financian, los medios privados se presentan como defensores y garantes de la transparencia y la verdad, y a tal mistificación contribuyen muchos periodistas en prensa, radio y televisión, elegidos precisamente por la credibilidad que inspiran cuando mienten. Algunos de ellos presumen de no ser presionados ideológicamente por los medios en que trabajan, como si eso significara que son libres. Lo cierto es que han sido elegidos por su ideología y si alguno se convirtiera, por algún azar, a una ideología anticapitalista, no duraría en su puesto dos días si pretendiera expresarla.

Es cierto que algunos medios fiscalizan al poder político, descubren abusos, publican andanzas que permanecían ocultas, han dado voz a algunas disidencias, se han arriesgado a veces en la oposición a intentos involucionistas, como El País en el golpe de Estado del 23F. The New York Times ha ganado cerca de cien premios Pulitzer, que es el reconocimiento más prestigioso en Estados Unidos a la labor periodística, y The Washington Post fue honrado sólo en 2005 con 18 Pulitzers y 18 Nieman Fellowships.

Pero ¿qué han hecho para ganar esos premios? Por ejemplo, en 1971 The New York Times descubrió que el gobierno de Estados Unidos manipulaba la información que ofrecía a sus ciudadanos sobre el desarrollo de la guerra de Vietnam, en 1972 reveló que durante décadas se había negado tratamiento médico a miles de afroamericanos que pedecían sífilis, en 2004 reveló la inseguridad laboral en muchos lugares de trabajo, y cosas así, perfectamente asimilables por el sistema. The Wasington Post ganó fama mundial por su investigación sobre el Watergate, que sirvió para ensalzar ad nauseam la libertad de la prensa y la calidad de la democracia americana. Sí, los medios privados se han enfrentado a veces al poder político de turno, nunca al verdadero poder (que sería enfrentarse a sí mismos).

Incluso hay medios que para ganar credibilidad se permiten abrir sus páginas a escritores de izquierda anticapitalista para que desde una pequeña columna protesten desesperanzadamente contra lo que hay y queden así descritos, por la misma localización de su protesta y la relación de proporcionalidad con las aquiescencias, como personajes marginales, ajenos a la realidad, románticos entrañables en el mejor de los casos. Al mismo tiempo son prueba de la imparcialidad del medio respecto a la pluralidad ideológica.

Medios públicos bajo control social

Algunos teóricos, tras reconocer que los medios de comunicación se han erigido en el espacio en que se forman las opiniones y las decisiones de los ciudadanos, añaden que, teniendo en cuenta que esos medios no sólo tienen obligación de informar, sino de vender más para incrementar su influencia, la política ha de adaptarse a un lenguaje que tiene tres reglas: simplificación del mensaje, personalización de la política y predominancia de los mensajes que desprestigian al adversario sobre los positivos.

Quienes describen así la situación no se escandalizan de que las cosas sean como las describen. Les parece natural que el espacio en que se forman las opiniones y decisiones de los ciudadanos sea de propiedad privada y gestionado sin control democrático. Y no se plantean por qué los medios de comunicación venden más si simplifican, personalizan y destacan lo negativo, es decir, no se plantean por qué gran parte de la población no compra medios que, eludiendo simplificar, personalizar y destacar lo escandaloso, se dedican a abordar las cuestiones en su complejidad real y dirigiéndose a la inteligencia de los lectores u oyentes.

Que para vender más tengan los medios que actuar así es una consecuencia de la estructura mental de la audiencia, fabricada por los sistemas educativos de nuestras sociedades. Que tengan que vender más es una consecuencia de la propiedad privada y de la economía de mercado. Y finalmente, que incrementen así su influencia es síntoma de que no se dan las condiciones imprescindibles para una sociedad democrática.

No hay que esperar, claro está, que los medios privados se dediquen a analizar su propia incompatibilidad con la democracia, por más que algunos capten la malicia del control privado cuando en su entorno se consolida un imperio mediático excesivamente poderoso. En tales casos la falta de objetividad que debe achacarse a todo medio de propiedad y control privados es reconocida por los mismos que la utilizan en su beneficio, pero que no quieren soportarla en beneficio de otro más fuerte. El Vaticano denuncia el peligro de que nazca un sistema basado en las grandes concentraciones informativas que, a nivel nacional y supranacional, pueda crear condiciones de superioridad y, por lo tanto, de subordinación cultural. Pero al mismo tiempo intenta montar una cadena confesional de ámbito europeo y daría cualquier cosa por tener el monopolio de la información en el mundo. El PP veía con gran aprensión el poder mediático de Prisa, favorable al PSOE, y los socialistas, tras el acuerdo entre Telefónica y el BBVA, denunciaron que el PP había utilizado las privatizaciones para enriquecer a los amigos de Aznar a cambio de que las empresas privatizadas adquiriesen medios de comunicación al servicio de la derecha. De repente unos y otros parecían conscientes de que el poder mediático puede “deteriorar la calidad de la democracia al dar la posibilidad de comprar las conciencias y manipularlas”. De la misma manera los perjudicados por el poder mediático de Berlusconi han puesto el grito en el cielo sin apreciar que Berlusconi, junto con ellos mismos, son el monopolio conservador que impide que llegue a la población un pensamiento libre.

Llegamos así a una conclusión trivial, pero que parece blasfema (y si indagamos por qué, se refuerza el argumento que vengo exponiendo): los medios privados deberían estar rigurosamente prohibidos. A poco que se piense, es de sentido común que, para que haya verdadera libertad de expresión, y consecuentemente, para que haya democracia, una condición necesaria es que los medios de comunicación sean públicos. Por supuesto que no controlados por los Gobiernos. Estoy hablando de propiedad pública y control social. Las instituciones sociales (partidos políticos, sindicatos, asociaciones de empresarios y de consumidores, colegios profesionales, asociaciones de periodistas, institutos científicos y artísticos, etc.) han de disponer en esos medios de espacios para usarlos libremente, de forma que cada grupo de intereses relevante pueda exponer con toda libertad sus informaciones y opiniones, pero en confrontación con las de otros grupos e ideologías. Estando todas presentes en la confección del mismo medio, cada receptor tendrá acceso a todas ellas y sabrá de dónde proviene cada una.

Mientras las cosas no sean así, soportemos lo que hay, o luchemos contra ello, pero no hablemos de democracia y de “libertad de expresión” como si existieran en el mundo. Dejemos esa mentira a los otros, que saben administrarla muy bien.

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