Nelson Mandela es un personaje atractivo por su determinación y valor, y también porque ha puesto su esfuerzo al servicio de un objetivo que a todos parece noble, el perdón y la reconciliación.
Es sospechosa sin embargo la unanimidad con que se ensalza su figura tras su muerte. Al homenaje y funeral, que han ocupado horas en radios y televisiones durante varios días, han ido altos mandatarios de muchos países, entre ellos el actual presidente y los expresidentes vivos de Estados Unidos.
Se dice que Mandela venció al racismo, pero parece excesivo. Tampoco valdría decir que venció al Apartheid, que era un régimen sin futuro por el aislamiento internacional y por los problemas de un mercado interior muy reducido a consecuencia de la legislación racista y sus efectos. La minoría blanca (menos de un 15% de la población) sabía bien que un baño de sangre para reprimir el previsible levantamiento de los negros no iba a resolver, sino a agravar, sus problemas.
En 1989, tras un golpe palaciego dentro del Partido Nacional, el Presidente Pieter Botha fue sustituido por Frederik De Klerk, y éste levantó la proscripción que pesaba sobre el Congreso Nacional Africano y otras organizaciones políticas de izquierda, y liberó a Nelson Mandela tras 27 años de prisión. En ese momento Mandela era la pieza clave para llegar a una solución pactada que evitara la guerra civil. Resultaba imprescindible que los negros aceptaran la reconciliación con sus verdugos, y Mandela, un personaje público íntegro, les convenció de que era lo preferible. Ese es el papel que se elogia mundialmente.
La legislación del Apartheid fue gradualmente retirada. En un referéndum de 1993 los blancos aceptaron otorgarle el derecho al voto a la mayoría negra y Klerk y Mandela recibieron el premio Nobel de la paz por su trabajo conjunto.
En 1994, se realizaron las primeras elecciones democráticas del país y Nelson Mandela fue elegido presidente por mayoría absoluta en representación del CNA, partido que se ha mantenido en el poder desde entonces.
Los negros obtuvieron su derecho al voto, pero ¿a cambio de qué? Cualquiera que sepa cómo son las cosas en las alturas hubiera podido adivinarlo: a cambio de no castigar a los blancos por los crímenes del Apartheid y de dejar en sus manos la riqueza que detentaban.
En 1995 se creó la “Comisión para la verdad y la reconciliación” presidida por otro premio Nobel de la Paz, el arzobispo anglicano de Ciudad del Cabo, Desmond Tutu. Bastaba confesar ante esa Comisión los crímenes cometidos para obtener el indulto. Pero ni siquiera eso: el expresidente Pieter Botha, perpetrador de numerosos crímenes contra los Derechos Humanos, se negó a presentarse ante ella y no sufrió ningún castigo.
Lo principal fue, sin embargo, que aunque los blancos perdieron el control político se aseguraron mantener sus privilegios económicos. Las riquezas obtenidas por medio de los crímenes confesados siguieron en las manos en que estaban. El fin del Apartheid ha legitimado las instituciones sudafricanas, que estaban deslegitimadas, y ello ha mejorado las perspectivas de negocio para los que disponen de las riquezas del país, los blancos ricos a los que se han sumado los negros corruptos que han conseguido suficiente poder.
Todavía hoy el 80% de las tierras cultivables está en manos de blancos, y aunque hay una reforma agraria pendiente para proporcionar tierras fértiles a los negros, los blancos recibirán un justo precio por las que detentan.
Esta historia tiene parecido con la transición española, sólo que esta ha sido más hipócrita e injusta. En España también las riquezas siguieron en las manos en que estaban pero los perpetradores de crímenes contra los Derechos Humanos ni siquiera tuvieron que confesarlos. Se miró a otro lado, como si esos crímenes no hubieran ocurrido. Pasados casi 40 años, hay todavía quienes tienen que acudir a jueces extranjeros para conseguir que se reconozca que parientes suyos fueron asesinados por el franquismo.
En el capitalismo los de arriba nunca pierden y, para que no dejen de ganar, los demás pierden siempre. Esto es algo que ocurre en todo momento y que estamos viendo en la crisis actual. Parece que la crisis debería empobrecer a todos, pero no, los ricos se están haciendo más ricos. ¿Debemos lanzar “vivas” a las democracias que legislan para que las cosas sean así?
Ni el fin del Apartheid ni la transición española son tan elogiables como se pretende. Y volvemos a lo de siempre: la población perjudicada lo ha permitido, como permite el inenarrable espectáculo que estamos viviendo. Ha sido fabricada para ello, no es culpable de ser como es.