Se ha publicado una carta abierta en la que más de 80 expertos internacionales critican que los Gobiernos modifiquen los sistemas educativos sólo para salir bien en la foto de las evaluaciones PISA. Denuncian el estrecho alcance de lo que miden esas pruebas, la apresurada interpretación que de ellas hacen los políticos y el sesgo en favor del papel económico de la educación que tiene la entidad promotora, la OCDE, que olvida que, en democracia, la educación no tiene sólo como objetivo garantizar el empleo del alumno, sino además otros aspectos importantes.
Di mi opinión sobre la educación y sobre los informes PISA en otras entradas de este blog, pero creo que vale la pena que nos preguntemos con mayor insistencia en qué consisten esos otros aspectos de la educación y cómo abordarlos. Los citados expertos hablan de la necesidad de formar a un ciudadano capaz de participar en la vida democrática y en la toma de decisiones, se refieren también a objetivos como la salud y el desarrollo moral, artístico y creativo, e incluso llegan a mencionar la felicidad.
La educación no es sólo una de sus partes
Efectivamente, una buena educación no consiste sólo en tener algunos conocimientos pasajeros de ciencias naturales, y elementales en matemáticas y lenguaje, que es lo que miden los informes citados. Valga insistir en que una buena educación ha de tener como finalidad conseguir buenos resultados en los tres espacios que componen la persona: el afectivo, el cognitivo y el de destrezas.
Diríamos que una educación es buena si consigue una asimilación a largo plazo de los conceptos fundamentales de las ciencias (y no sólo de las naturales, especialmente de las que tienen por objeto al individuo y la sociedad); un buen manejo en distintos registros orales y escritos de la lengua propia y de lenguas extranjeras; dominio de los lenguajes formales (lógica, matemáticas, informática) y del lenguaje musical; conocimiento de una historia integradora de los procesos económicos, políticos y culturales de la humanidad; capacidad de reflexión crítica sobre todo ello; y habilidades estéticas, sociales, deportivas y lúdicas.
Ahora bien, esta buena educación es imposible si no se añade el aspecto fundamental, que suele pasarse por alto y al que podemos llamar educación sentimental. La educación de los afectos es importante por sí misma, ya que de ella depende el futuro carácter de la persona, pero es además condición necesaria para el éxito educativo en los restantes campos. Pues de los afectos dependen aquellas motivaciones sin las que no se pueden obtener buenos resultados en conocimientos y destrezas.
Pero si la educación de los afectos es tan importante, ¿cómo se viene concibiendo y cómo habría que concebirla?
La escuela que tenemos
El conservador es suspicaz respecto a los valores enseñados en la escuela pública, ya que no puede controlar la ideología de los enseñantes. Para él todo lo que no sea el ideario conservador es adoctrinamiento condenable. La escuela pública ha de ser neutral, debe limitarse a expender los conocimientos de las distintas asignaturas. La familia conservadora se reserva el derecho a educar, esto es, a elegir los valores que deben ser inculcados a sus hijos, y delega, si puede, en colegios privados de ideario afín.
La izquierda oficial cree en cambio que la solución a los problemas de la educación está en una escuela pública de calidad e igual para todos. Pero, por debajo de retóricas pedagógicas, la concibe básicamente al modo tradicional, como una dispensadora de conocimientos, y el éxito y el fracaso escolar como algo relacionado, a la postre, aunque aumentando el ancho de la manga, con el éxito o el fracaso en los exámenes. Afirma, eso sí, que la educación en valores es importante, y confía su aspecto explícito a asignaturas como la ética o la educación para la ciudadanía, asignaturas que para el conservador sobran.
El resultado
Nunca se ha conseguido que la mayoría de la población aprenda los valores que facilitan y enriquecen la vida individual y social. Sin ir más lejos, la presente campaña para las elecciones europeas nos da idea de cómo es la población europea tras pasar por la escuela.
Por supuesto que hay personas de buen corazón, muchas dedicadas a trabajos abnegados y muchas más que no harían daño conscientemente a nadie. Pero estas buenas gentes parecen ignorantes de lo que ocurre, pues en otro caso no aceptarían una distribución de la riqueza disparatada y criminal y exigirían a sus gobiernos el fácil remedio al hambre y a las enfermedades de media humanidad.
Si miramos al resto, están quienes harían insegura la vida ajena si no fuera por la continua represión a cargo de policías y tribunales, y hay una importante parte de la población en la que siguen arraigados el machismo, el racismo, la homofobia, la xenofobia. La ignorancia política caracteriza a quienes buscan la solución a los problemas económicos y sociales echándose en brazos de la extrema derecha, pero también a los que aún no saben que tanto los Reagan, Bush o Aznar como los Obama o Zapatero reciben sus mandatos no del electorado, sino de otra parte. Casi todos los que pasaron por la escuela han olvidado la poca ciencia que aprendieron allí, y prestan su fe a ideas míticas sobre la persona y el mundo. En lugar de exigir medios de comunicación públicos inteligentes y veraces, consumen con gusto la basura estética y moral que se les ofrece y no consideran agresión insoportable la publicidad que continuamente invade su espacio y su tiempo. ¿A cuántos podemos encontrar con un libro interesante en las manos o haciendo buena música en una orquesta de aficionados? Tan acostumbrados estamos a que las cosas sean así que nos parece algo natural, consecuencia irremediable de la naturaleza humana. Y no es cierto. El humano es plástico por naturaleza y sus aprendizajes lo pueden convertir en cualquier clase de persona, no necesariamente en la que ahora predomina.
Los valores en la concepción tradicional
Nos perderemos, puestos a buscar las causas del fracaso de la educación en valores si no aclaramos antes qué son los valores y en qué debería consistir su aprendizaje.
La tradición conservadora cree que los valores existen en un mundo platónico, ideal, de naturaleza espiritual. Max Scheler, un ilustre teórico de esta concepción, distinguió las esencias de lo que es tangible, real o existente, y esto le llevó a afirmar la independencia de los valores (eternos e invariables) respecto de los bienes, que serían sólo sus portadores circunstanciales.
¿Cómo entran las personas en contacto con esos valores ultraterrenos? Así como con los ojos percibimos los colores y formas de las cosas, tenemos una facultad del espíritu para apreciar los valores. “El hombre –decía Max Scheler- es hombre porque tiene sentimiento de valor” y el sentimiento de valor es esa facultad del espíritu. Las almas pueden conectar con el mundo de los valores, bien espontáneamente, bien, si son remisas, inducidas por el ejemplo, las exhortaciones morales y las prédicas de deberes. “Hay que ser honrados, hay que decir la verdad, hay que amar al prójimo”.
El problema de esta teoría es que no funciona. El amor al prójimo se viene predicando desde hace milenios y el poco que hay no proviene de la predicación sino de otras causas. Cuando llevo a mis nietos al parque infantil, la frase que más oigo en boca de las madres es “hay que compartir”, pese a lo cual cada niño pretende que nadie use su juguete, aunque lo tenga abandonado, y quiere usar los de los demás. “Hay que compartir” dice el niño al colega cuyo juguete quiere, y niega con la cabeza cuando es otro el que, para coger su juguete, le exhorta a que comparta. Y las madres, incansables, siguen con su predicación de buena conducta infantil.
Una concepción alternativa
Abandonemos la idea de un mundo platónico, ya que no podemos saber dónde se encuentra y cómo conectar con él. Una teoría alternativa, por ser más compleja, no se deja encerrar en unos párrafos (remito a Lenguaje, mente y sociedad a quien esté interesado), pero creo que bastarán unos conceptos básicos para lo que aquí me propongo.
Los valores y su función
Si los valores existen en nuestro mundo han de funcionar en las mentes de los sujetos. Las cosas no tienen valor por sí mismas, tienen propiedades. Se requiere un sujeto para que esas propiedades adquieran valor. Un valor es siempre el valor de algo para alguien.
Desde el punto de vista psicológico podemos definir un valor como la representación mental de la relación que algo ha guardado o puede guardar con el afecto del sujeto.
Dado que los afectos pueden ser placenteros o dolorosos, hay valores positivos (nacidos de una relación gratificante con el objeto) y negativos (nacidos de una relación desagradable). Los valores pueden tener mayor o menor intensidad, y el mismo objeto puede tener valores contrarios, que se activan juntos o según contextos. Por ejemplo, el tabaco tiene para el fumador un valor positivo (satisface su adición) y negativo (perjudica su salud) y ambos se activan cuando no puede evitar encender el cigarrillo; en cambio el leopardo activa un valor negativo si tropezamos con él en la selva y un valor positivo si lo contemplamos en un zoológico.
Los valores influyen en el comportamiento de un sujeto a través de un mecanismo simple: cada cual desea que ocurran las cosas que tienen valor positivo y que desaparezcan las que tienen valor negativo. Cuando esto depende de su conducta, el sujeto está motivado a actuar, lo que no implica que actúe siempre. Un valor no generará acción si hay impedimentos exteriores de envergadura suficiente o si tiene que competir con un valor contrario más fuerte. En caso de conflicto de valores la acción será causada por el valor que genere mayor motivación.
Los valores sobre otros y sobre uno mismo
Entre los valores de cada sujeto están los referidos a otros humanos, próximos o distantes, y los referidos a sí mismo.
Por lo general cada sujeto experimenta hacia los demás distintas dosis de simpatía o antipatía, motivada o inmotivada por la conducta ajena, afectos que pueden llegar a los límites del amor y el odio. Un caso extremo es el de quien no ha recibido buen trato de nadie y tiene un valor negativo respecto a todos los otros.
Los valores de cada cual sobre sí mismo se refieren a la salud, la comodidad, la apariencia corporal (que incluye ropa, adornos, movimientos y formas de expresión) y a las capacidades intelectuales, sociales, deportivas y lúdicas. Uno puede estar contento o descontento de esos aspectos de sí mismo.
Pero también evaluamos nuestras propias evaluaciones, esto es, nuestros propios sentimientos y las conductas que de ellos se siguen. Hay, pues, valores sobre uno mismo que pertenecen a un primer nivel (a Pedro le gusta holgazanear) y los hay que pertenecen a un segundo nivel (a Pedro no le gusta que le guste holgazanear). A estos últimos, puesto que son valores sobre valores, podemos llamarlos meta-valores. Adoptan la forma de deberes relacionados con la expresión “hay que” y ponen en juego el afecto que cada cual se tiene a sí mismo (del que nace el deseo de la propia perfección moral o el deseo de ser bien considerado).
Los meta-valores pueden ir en la misma dirección de los valores básicos a que se refieren, o pueden entrar en colisión con ellos. Si en una comunidad se proclama como deber el amor al prójimo, la persona que acepta ese meta-valor puede estar en dos situaciones, según haya aprendido como valor básico el odio o el amor al prójimo.
Lo preferible es que los meta-valores razonables afiancen valores básicos (me gusta el orden y creo que hay que ser ordenado). Pero es frecuente que los contradigan y en este caso hay un conflicto de valores, el básico y el meta-valor moral que se le opone. Se impondrá el más fuerte, pero de manera conflictiva. Si Juan no ama a Pedro y se porta mal con él, sufrirá por no cumplir con su deber. Si se porta bien, su conciencia quedará tranquila, pero sufrirá el fastidio de haber sido benévolo con alguien al que detesta.
Cabe, pues, hacer el bien al prójimo por amor (valor primario) o por deber (meta-valor), y si este es muy alto se puede hacer el bien a personas a las que se odia. Para Kant el comportamiento valioso es el inspirado por el deber, no por el afecto al otro, y en esto andaba descaminado. Lo ideal es que nos portemos bien con los demás por amor a ellos, no por amor a nosotros mismos (que es el que se ejercita cuando cumplimos con nuestro deber).
La base de la salud psíquica requiere que la distribución de afectos entre “yo” y “otros” sea equilibrada y que los valores sobre “yo” sean realistas.
Es equilibrada la distribución si los otros reciben afectos positivos en cantidad que modere el egoísmo propio. Ello significa, dicho al modo kantiano, que los otros sean tomados como fines y no como medios.
Son irrealistas los valores sobre sí mismo de quien se cree peor o mejor de lo que es. Con frecuencia alguien se aprende como excelente en un ambiente local. Si luego la sociedad no reconoce esa excelencia, quedan establecidas las condiciones para un tipo de neurosis muy extendida.
Valores y orden social
Dejando aparte los valores biológicos elementales, todos los demás se aprenden, sea por contacto con la cosa valorada, por empatía (viendo a otros), por la descripción de personas fiables, por las conclusiones a que llega el propio conocimiento o por la presión social.
Que los valores tengan naturaleza subjetiva no quiere decir que tengan una génesis subjetiva. El medio (natural y social) determina una gran parte de las experiencias que generan valores. De manera que, aunque estos residen y funcionan en el sujeto, no han sido fabricados por él autónomamente, sino por su relación con el medio en que se integra. Ocurre por ello que ciertos valores están presentes en muchos individuos. Son valores subjetivos coincidentes, originados en los sujetos por la estructura social que los apresa, y en ese sentido se pueden considerar valores sociales o culturales.
Los meta-valores se aprenden básicamente interiorizando la reacción de los demás a la propia conducta y a los sentimientos implicados. Esa reacción social, de refuerzo o de condena, queda anticipada en las proclamaciones, prédicas y exhortaciones establecidas en la literatura religiosa, moral y política, transmitidas por padres, sacerdotes, maestros y comunicadores.
Hay que distinguir los valores que una sociedad produce en el nivel primario y los meta-valores que en esa sociedad se proclaman. El elitismo de nuestra sociedad y su economía consumista generan valores que se pueden describir como de egoísmo individualista, que priman exageradamente la juventud, el éxito, el poder, el sexo y el consumo, y por tanto el dinero como medio universal para todo fin. Estos valores, que se concretan de distinta forma en hombres y mujeres, son los que se siguen naturalmente de la estructura social y favorecen su reproducción.
En cambio los meta-valores socialmente proclamados son una especie de transacción entre las necesidades del sistema social y lo que las predicaciones seculares han establecido como bueno.
En coherencia con los valores que el sistema produce, en nuestra sociedad se elogian el respeto a la propiedad y a la ley que la consagra, la iniciativa y el esfuerzo que llevan al éxito, la riqueza, la honradez del que devuelve lo que encontró, etc. Y se condenan el robo, la violencia y las actitudes antisistema.
Rompen en cambio esa coherencia otros valores que se proclaman por tradición, como el amor al prójimo, la generosidad del que comparte lo suyo con los demás, la cooperación, la igualdad de derechos y otras lindezas semejantes, pero que poco tienen que hacer contra la fuerza de los valores egoístas que la experiencia social promueve intensamente.
Mientras los valores individualistas afectan a casi todos, la proclamación y prédica de meta-valores no afecta por igual a unos y otros, pues en las sociedades elitistas no toda la población está integrada en la misma cultura. Por debajo de las clases altas y medias hay un mundo social no integrado, que tiene sus propias formas de evaluar y de enseñar valores, algunos de ellos coincidentes con los oficiales, otros específicos, incluso contrarios.
La escuela como anti-escuela
A través de sus relaciones con familiares, compañeros y un ambiente en el que destacan los medios de comunicación, el niño va aprendiendo los valores individualistas del tipo antes descrito.
La escuela no está capacitada para alterar esta situación, e incluso ella misma, por su propia forma de funcionamiento y por la escasa preparación del profesorado en el espacio de la educación sentimental, se convierte en una anti-escuela promotora de valores no deseables.
El uso del aula, en la que unos se aprenden sin motivo como excelentes y otros como incapaces, el trato que los alumnos reciben del profesorado, que con frecuencia es el que naturalmente inspira su comportamiento (simpatía para los buenos, antipatía para los malos), la calificación en exámenes como motivación para el estudio, la presentación del conocimiento partido en asignaturas y temarios de curso que se aprenden para el examen y luego se olvidan, la falta de medios para hacer que avancen los que se quedan atrás, etc., todo ello hace que la escuela no sólo es incapaz de enderezar los afectos torcidos, sino que ella misma los produce.
Del remedio ilusorio al remedio imposible
La Educación para la ciudadanía pertenece al repertorio de predicaciones y exhortaciones de meta-valores oficiales con que se intenta abordar la educación moral en la escuela. Pero hay que tener en cuenta que el aprendizaje de esos meta-valores depende de estas circunstancias:
El grado de integración cultural de la clase social a que pertenece el niño, el deseo del niño de ser como es debido o de ser transgresor y el valor que tiene para el niño la persona que le predica sus deberes.
De manera que si el niño no pertenece a una familia integrada socialmente (como ocurre con las de clase baja e inmigrantes pobres), si tiene tendencia transgresora, o si quienes le predican los valores (padres, maestros) han generado en él valores negativos, es probable que la predicación no fabrique los valores morales pretendidos, sino sus contrarios.
A su vez, y esta es la segunda cosa a considerar, el niño que ha sido bien tratado y bien evaluado por los otros significativos (padres, maestros) quiere seguir recibiendo aprobación y tiende a aceptar los meta-valores que se le inculcan. El descalificado y maltratado tiende más bien a contradecir toda exhortación moral que le llegue. Puesto que la eficacia de los meta-valores aprendidos depende de la intensidad de los valores de primer nivel a que se oponen, en caso de conflicto acabarán predominando los que tengan más fuerza en la mente del niño y de poco servirán los meta-valores que se le proponen si los valores de primer nivel afectados son contrarios y más fuertes.
Es, pues, remedio ilusorio el que se limita a recurrir a predicaciones y exhortaciones. Y por otra parte, ¿se conseguiría algo si no fuera ilusorio? Quiero decir que aceptar en nuestra sociedad los meta-valores oficiales convierte a cualquiera en conforme con una situación que debería ser combatida. En ningún libro de texto se hace la necesaria crítica razonable al capitalismo.
Si pretendiéramos diseñar una escuela basada en principios científicos habría que conseguir que, predicaciones y exhortaciones aparte, las experiencias del niño con sus compañeros y maestros, con el estudio, consigo mismo, fueran gratificantes, esto es, consolidaran en su mente valores positivos suficientemente fuertes respecto a los resultados de la curiosidad, la indagación y la constancia, respecto a la colaboración con otros y a la práctica de las distintas artes y destrezas; y que además, respecto a sí mismo, fabricaran valores realistas y afectivamente proporcionados, compensados por el afecto dirigido a los otros y por la capacidad de autocrítica. Una parte considerable del esfuerzo debiera dedicarse a idear razonamientos, pero sobre todo situaciones y experiencias que hicieran decaer los valores contrarios aprendidos fuera. Evidentemente, esta escuela, para ser buena, tendría que ser necesariamente antisistema en atención a la mera racionalidad y justicia.
Todo esto es fácil de decir, pero imposible si no se emplean los recursos necesarios, pues requiere una ideología progresista y los necesarios expertos capacitados para ganarse el afecto de los escolares y para vigilar y controlar los procesos psicológicos que se van produciendo en ellos, ya que en muchos momentos habrá que usar la técnica adecuada para remediar desperfectos psíquicos (la mayoría producidos fuera, algunos en la propia escuela). Requiere además una tarea adicional con los miembros de clases económica y culturalmente pobres, a los que no hay que retrasar el momento de su incorporación obligatoria a la escuela, como propone con irresponsabilidad la actual Secretaria de Educación, sino justamente anticiparla todo lo necesario para que desde un principio disfruten de un entorno afectiva y semánticamente rico.
Por supuesto que en nada podrían emplearse mejor los recursos de la sociedad, pues el resultado sería, por fin, una población de personas autónomas, ilustradas y amistosas. Pero precisamente por ello, claro está, eso es algo que los poderes actuales jamás intentarán. ¡Una población de personas autónomas, ilustradas y amistosas, hasta ahí podíamos llegar! El sistema capitalista no duraría un día. No cabe tener esperanza en la escuela pública dentro de nuestro sistema social.
Y es que, como no podría ser de otra forma, los sistemas de educación vigentes son los adecuados para que la estructura del sistema social se reproduzca, obviedad esta que desagrada mucho a los bienpensantes. Los políticos y los pedagogos que les asesoran, dispuestos a hacer tortillas sin romper huevos, parecen creer (no sé si son tan ingenuos como para creerlo realmente) que la educación puede mejorar a base de cambiar de nombre a las mismas prácticas. Y su obsesión, ya se dijo, es quedar bien en las pruebas internacionales.
El papel de la izquierda
Pero entonces, si una escuela pública adecuada es imposible y si la escuela privada es de baja calidad y de inspiración conservadora. ¿Qué cabe hacer?
Sin duda, demostrar el movimiento andando: poner en marcha una buena escuela privada progresista. Sólo una izquierda que entienda bien cuál es su papel puede echarse encima la tarea de demostrar que una buena escuela es posible. Una buena escuela, una sola buena escuela, dejaría en evidencia empírica el grado de miseria de la enseñanza actual, esa que se propicia desde los informes internacionales.
La derecha tiene el sistema educativo que le va bien, pero la izquierda no, y por ello su reflexión debiera ser más insistente (con lo que terminaría siendo más renovadora).
En otras ocasiones he traído a colación el ejemplo de la burguesía ilustrada y su Institución Libre de Enseñanza. Pero nuestra izquierda oficial es incapaz de emprender una tarea semejante. Pone todo su esfuerzo en luchar electoralmente por unos cargos desde los que no puede cambiar la realidad salvo en aspectos intrascendentes. Y desdeña, o no considera las tareas que, con vistas a un cambio social profundo, deberían ser fundamentales: primero recuperar la credibilidad mediante, por una parte, un comportamiento en el campo político nada parecido al habitual de los políticos profesionales y, por otra, mediante un esfuerzo de investigación que la resitúe en la vanguardia intelectual. Y luego, desde esa credibilidad, dedicar los principales esfuerzos a la difusión de conocimiento por medios de comunicación propios, y a la enseñanza en los espacios básicos.