Un análisis superficial de la libertad individual
1. Desde el conocimiento ordinario se considera libre a la persona que hace lo que quiere. ¿Y qué quiere? Lo que decide su alma. Podemos llamar “libertad metafísica” a este concepto de libertad.
Se acepta con toda normalidad que la chica que se muere por unos tacones altos, una minifalda y un maquillaje llamativo lo hace en ejercicio de su libertad, y lo mismo el chico que controla el teléfono de su novia; que actúa libremente el pensionista semipobre que decide votar al PP sin que nadie le coaccione; que actúa con libertad quien decide que la política no le interesa, o el que mata a su mujer porque ella quiere separarse e irse a vivir con otro.
A favor de este concepto de libertad juega el convencimiento que todos tenemos de que en muchos casos en que hicimos una cosa pudimos haber hecho otra, y que por tanto la hicimos porque quisimos, es decir, por un simple acto de voluntad espiritual. Pero se trata de una convicción ingenua como luego veremos.
En todo caso es evidente que nadie puede exigir una libertad sin cortapisas y por ello carece de sentido propugnar la máxima autonomía del individuo respecto a la comunidad y al Estado. Son necesarias normas que pongan en armonía los derechos contrapuestos de los ciudadanos, y ello coarta la libertad individual. Alguien querría vocear a las tres de la madrugada por las calles, pero otros quieren silencio para dormir.
Desde la concepción habitual de libertad se hace por tanto preciso distinguir aquellas normas que la coartan, pero razonablemente (leyes legítimas), y aquellas imposiciones de un poder autoritario que hace presa en ciudadanos indefensos (leyes ilegítimas).
En principio podríamos entender que un ciudadano es políticamente libre si considera aceptable el sistema legal que afirma los derechos y deberes individuales. A S le gustaría hacer X, pero quiere al mismo tiempo comportarse según la norma que impide hacer X, porque cree que es una norma legítima y cree que hay que acatar las normas legítimas. Parece razonable decir que es un buen sistema el que garantiza a cada cual el ejercicio de sus derechos sin otro límite que el respeto a los iguales derechos de los demás.
Surge sin embargo un problema dada la ambigüedad del término “iguales derechos”. Pues se entiende que alguien tiene derecho a algo si no le está legalmente prohibido, según lo cual todo el mundo tiene derecho a grandes propiedades (a nadie se le veta legalmente el acceso a ellas). Pero puesto que es imposible que todos los miembros de una sociedad elitista ejerciten ese derecho, el Estado está actuando con alevosía si garantiza tanto al rico como al pobre el derecho a la riqueza.
Añádase a esto que alguien puede considerar legítima una ley sencillamente porque le beneficia o, en dirección contraria, porque ha sido engañado sobre el asunto o, lo que sería peor, porque ha sido fabricado para ser víctima indefensa y permanente del engaño.
2. Estas ideas, sin duda superficiales, son el fundamento de las teorías del llamado liberalismo.
Roosevelt propugnó la defensa de cuatro tipos de libertad política: la de expresión, la de religión, la del yugo de la necesidad y la del temor a la violencia guerrera, de manera que serían libres los miembros de una sociedad si pudieran profesar la religión de sus preferencias, pudieran expresar sus opiniones, estuvieran libres de miseria y vivieran en paz y sin temor a guerras.
Más tarde, en una famosa conferencia inaugural dada en Oxford en 1958 bajo el título “Two Concepts of Liberty”, Isaiah Berlin distinguió entre libertad negativa (ausencia de interferencias, especialmente interferencias del Estado) y libertad positiva (capacidad de tener el control del propio destino).
El concepto de libertad positiva -comentó Berlin- ha sido utilizado como fundamento de totalitarismos, al insertar el destino individual en el destino de un pueblo, nación o clase y primar así el control del destino colectivo sobre el derecho individual a no sufrir interferencias del Estado. Por tanto la forma de librarse de ese riesgo es colocar aquel control en el ámbito individual.
Es evidente que de esta posición se sigue que la lucha de clases debe ser sustituida por un “que cada cual se apañe como pueda”, dribling muy inteligente del pensamiento conservador.
Con estos dos conceptos, el de libertad negativa y el de libertad positiva, han jugado muchos autores en diversas formas.
La concepción llamada republicana o socialdemócrata viene a decir que controlar el propio destino exige disponer de los bienes suficientes para no depender de nadie en situaciones adversas (paro, vejez, enfermedad) y que esos bienes, cuando no los da el mercado, debe darlos el Estado haciendo uso de su facultad de redistribución por la vía de impuestos progresivos.
Sin duda esta concepción de la libertad es pobre (los requisitos para que un individuo pueda ejercer el control de su propio destino se limitan a aspectos económicos), pero ha sido deteriorada hasta extremos llamativos por el llamado neoliberalismo, que considera que sólo son leyes legítimas las que obligan a todos a respetar la máxima libertad del propietario para hacer con lo suyo lo que quiera. El filósofo Robert Nozick el que más lejos ha llegado por este camino al defender que la libertad del propietario es el valor social fundamental que debe prevalecer incluso sobre la justicia.
La concepción determinista
1. Una ventaja de la teoría marxista es su materialismo, del que se sigue un determinismo que niega la libertad del alma y permite analizar mejor la libertad empírica.
Frente a la idea de que quien hace algo pudo haber hecho otra cosa en el ejercicio de su libertad, el materialista cree que, cuando alguien ha hecho algo, su conducta estuvo determinada por un estado mental, y que, siendo ese estado mental el que era, el actor no pudo hacer otra cosa que la que hizo (no importan sus ilusiones basadas en un conocimiento incorrecto).
Nuestra convicción ilusoria de libertad se explica por el carácter limitado de la introspección, que sólo accede a la conciencia y no puede llegar al sistema mental que subyace a la conciencia, sistema en el que precisamente juegan las tramas causales del comportamiento, muchas veces desconocidas por el actor.
La concepción determinista recibe apoyo indudable de una consideración genética. Pues hemos de pensar que, a partir de componentes biológicos innatos, la estructura interna que determina el comportamiento se ha ido configurando mediante sucesivos procesos en los que la libertad del alma no juega ningún papel: cuando el niño nace es un sistema psicobiológico que funciona de manera determinada y no ha elegido libremente ser lo que es. A partir de ese momento cada estado de su psiquismo será resultado de la interacción del precedente con los efectos internos que produce la entrada sensorial, y así hasta llegar al momento presente. Incluso cuando el individuo elige el medio, su decisión no es otra cosa que efecto de la actuación causal del estado mental del sujeto en ese momento dado.
Para concebir toda libertad empírica como una forma de determinación basta añadir que nos llamamos libres cuando la determinación viene de los estados mentales que constituyen nuestro mejor juicio, y nos consideremos no libres cuando la determinación, venga de fuera o de dentro, contradice la que se seguiría de esos estados. Alguien siente que no es libre cuando no puede hacer lo que desearía hacer, sea por un obstáculo externo, sea por una inclinación interna contra la que lucha: quiere dejar de fumar y enciende un cigarrillo.
2. En esta línea, no se trata de interpretar qué deseo y creencia están componiendo la actitud que causa una conducta, se trata de describir qué procesos sociales han ido produciendo las creencias y los deseos que actúan en estos o en aquellos individuos, qué tipos básicos de personas se configuran a través de esos procesos, con qué consecuencias sociales e individuales.
Puesto que las formas particulares de deseo y voluntad dependen de un sistema mental que se ha ido haciendo y que interactúa apresado en la estructura social, muchas situaciones aparentemente subjetivas tienen naturaleza sociológica. Entre ellas las siguientes:
(a) El sujeto S actúa según una voluntad determinada por un conocimiento erróneo del que no es causante ningún posible beneficiario, y no hubiera actuado así de tener conocimiento adecuado. Cree erróneamente que el agua de una fuente tiene propiedades curativas y todas las semanas viaja hasta la fuente para llenar una garrafa. Si el conocimiento adecuado estaba socialmente disponible es pertinente examinar por qué S no lo adquirió.
(b) S actúa según una voluntad determinada por un conocimiento erróneo suministrado por quienes se benefician con su conducta (es un explotado y vota al PP por la información que este partido y la prensa afín le han suministrado en su propaganda), careciendo de control sobre ese conocimiento y de capacidad para evaluarlo.
(c) S actúa según una voluntad determinada por un conocimiento adecuado suministrado por quienes se benefician con su conducta (es un explotado y vota a IU por la información que esta coalición le ha suministrado en su propaganda) careciendo de control sobre ese conocimiento y de capacidad para evaluarlo.
Damos un paso más si examinamos el caso siguiente:
(d) S actúa según determinaciones internas que no conoce y creyendo que la causa de su conducta son los motivos que él se representa. Ocurre cuando la conciencia de las causas reales de su conducta produciría en el sujeto tensiones demasiado fuertes, funcionamiento que se ve favorecido cuando el sujeto carece de teoría psicológica suficiente. El político conservador cree que decide recortes en gasto social porque esa es la mejor solución para la economía del país, y por tanto para el país entero. No le conviene saber que es el deseo de conservar su poder político lo que determina su sometimiento a los dictados del poder económico.
(e) S autolimita el espacio abierto a su voluntad libre una vez que no puede hacer lo que querría. Dispone de 10.000 euros para comprar un coche y decide libremente concentrarse en la comparación de coches de ese precio, sin tomar en cuenta las características de los coches de lujo. Y lo hace con aparente independencia de otros y libre de sus arbitrariedades. Puesto que, en general, no se tiene voluntad de hacer algo para lo que se carece de conocimiento, de destreza o de medios, no suele querer subir a una tribuna a dar un mitin el incapaz de hablar en público, ni tiene voluntad de comprar un yate quien vive de una modesta pensión. De manera que los sujetos, en virtud de que suelen limitar los propósitos a aquello que pueden conseguir, actúan según una voluntad que sólo se mueve en un espacio predeterminado. Pero ese espacio no es igual para todos y además resulta impuesto sobre la mayoría. El sujeto no es muchas veces consciente de ello, o incluso llega a creer que no desea lo que desearía. A esto alude la fábula de la zorra y las uvas.
En suma, dado que el sujeto puede actuar según su deseo una vez que ha aprendido a no desear todo aquello que está fuera de su alcance, es pertinente analizar si los medios de legitimación de la estructura social, que el propio sujeto acepta, son o no legítimos, esto es, si afectan ilegítimamente al deseo y a la voluntad del sujeto aún sin que él lo sepa. Para ser libre no basta con estar libre de miseria, sería además necesario que el reparto de la riqueza, derivado de la ley coactiva, no discrimine en el acceso a los bienes materiales y semánticos, y en consecuencia no distribuya los deseos y motivaciones como campos desiguales del ejercicio de la voluntad libre. Este análisis deja al descubierto la desnudez del pensamiento ordinario sobre la libertad.
Como se ve, no resulta tan clara como parece la expresión “querer hacer algo” o “hacer lo que se quiere”, sobre todo si tenemos en cuenta (y así entramos en el segundo de los problemas antes enunciados) que hay muchos ciudadanos que aceptan la legitimidad de las leyes sin conocimiento de causa. No es definitivo que el sujeto se considere libre cuando no es consciente de constricciones sociales ni internas, pues las constricciones sociales que el sujeto ha interiorizado como voluntad propia pueden ser legítimas (aquéllas que intentan poner en concordia los intereses básicos de los distintos miembros de la sociedad) o pueden ser ilegítimas (aquéllas que no tienen otro fin que favorecer derechos ilegítimos de unos a costa de los derechos legítimos de otros). Así por ejemplo, las normas y costumbres que consideran delictiva la conducta del pobre que roba al rico, las cuales impulsan al pobre a “ser honrado” y a devolver al rico la cartera que ha encontrado. Acto que es luego homenajeado en los medios de comunicación y ofrecido a la población como ejemplo de probidad.
Es preciso entonces examinar cómo se forma el querer hacer y qué diferencias significativas pueden presentar diferentes modos de hacer lo que se quiere.
La libertad autónoma
Hasta aquí hemos considerado conductas “libres” de distinta naturaleza, pero en todo caso de naturaleza insatisfactoria.
Hay sin embargo una libertad positiva, la del individuo autónomo, la libertad por la que se debe luchar políticamente cuando se es realmente partidario de la libertad individual, la que debe servir de punto de referencia para evaluar la “libertad” de que se disfruta en nuestras sociedades. Pues hay que distinguir claramente dos cosas: una es hacer lo que se quiere y otra tener control sobre el querer.
Para tomar en consideración esta libertad hay que volver a la idea de que las condiciones de la racionalidad individual son, al menos indirectamente, un asunto social, no individual. El problema se puede formular así: si nos fabrican de cierta forma y si esa forma determina nuestra conducta, ¿dónde situar nuestra libertad autónoma, ese bien tan caro al verdadero marxista?
No hay más remedio que concluir que sólo puede ejercer una libertad autónoma quien ha sido fabricado con capacidad para tomar control sobre la forma en que ha sido fabricado (y a esto se puede llamar control sobre el propio destino de que habla Berlin, aunque él pensando en otra cosa). En este sentido podemos decir que no tiene libertad autónoma quien tiene creencias erróneas acerca de sí mismo y de las causas de su conducta (no importa cuán suficientes sean sus recursos económicos y cuán extensos su saber qué y su saber cómo). Hemos por tanto de señalar estos requisitos para que un sujeto, S, pueda actuar con la libertad del individuo autónomo:
1) Que su voluntad esté determinada por un conocimiento adecuado y suficiente sobre los elementos involucrados en la acción y tenga control sobre ese conocimiento (no esté sometido a un control ajeno). Ello requiere no sólo su propia capacidad, sino además que ninguna persona o grupo tenga poder para instrumentalizar los procesos de interacción comunicativa.
2) Que no haya limitaciones sociales abusivas del campo de elección, sino sólo las que dependen de la conciliación racional y justa de sistemas de fines que son en parte incompatibles.
3) Que la voluntad de S esté determinada por un conocimiento adecuado acerca de sí mismo. En este autoconocimiento (imprescindible para tener algún control sobre el propio sistema mental) radica la única garantía de que la voluntad propia no es ajena. Y ello requiere capacidad en el sujeto para saber que ha sido fabricado, y cómo, con qué piezas, y capacidad para conocer además formas alternativas de ser y cómo se puede ir cambiando de una a otra forma hasta ser como se quiere. Sólo con esa capacidad de autotransformación, dado un conocimiento de las formas de ser posibles, puede el sujeto evadirse de la forma que le dieron.
Claro está que este concepto de libertad no merece sin más la adhesión de todos, pues no tenemos garantizado que el sujeto así descrito desee ser de una forma que parezca respetable a los demás. No tendríamos los demás por qué defender la libertad autónoma del superhombre nietzscheano que satisface deseos malévolos. Por ello, para que la libertad de cada cual sea un objetivo al que todos se deban adherir en tanto que condición de la vida buena colectiva, hay que añadir un rasgo más:
4) Que en S haya un sistema de valores que sea generalizable con beneficio para la vida colectiva.
En otro caso la libertad de cada cual entrará en conflicto con las libertades ajenas sin otra posibilidad de coordinación que la establecida coactivamente por las leyes, es decir, con merma de la libertad de todos (merma que no se produce si las constricciones sociales a la propia acción se pueden interiorizar como legítimas por todo ciudadano ilustrado y se acomodan bien al mejor juicio de cada actor).
Aunque este concepto de libertad parece filosófico, en realidad es insertable dentro de la política precisamente porque tal libertad es un efecto de procesos sociales políticamente controlables (los referidos a la socialización y los referidos a las reglas de interacción).
A partir de estas ideas podemos investigar qué tipo de mentes fabrica un sistema social como el capitalista, y ya disponemos de indicios suficientes como para prever que de esa investigación se puede derivar la crítica más dura a tal sistema, no importa que en el discurso ideológico sea común identificar capitalismo y libertad.