Enlazo con lo que escribí en este blog en septiembre de 2014, y no para corregir algo a la vista de lo que ha venido ocurriendo, sino más bien para insistir en algunos aspectos que tienen ahora más evidencia que hace un año.
A las elecciones autonómicas catalanas del pasado septiembre se les ha dado un carácter prebliscitario bajo la idea de que, teniendo todo pueblo o nación, y Cataluña lo es, derecho a decidir, la legislación española no contempla ese derecho, ni se ha querido cambiar esa legislación para que lo admita. Se habla del derecho a decidir como si fuera necesario para caracterizar a una democracia desarrollada.
Pasadas las elecciones se está opinando mucho sobre quién se puede considerar ganador o perdedor, sobre las consecuencias de una sedición no pactada, etc., pero creo que hay cuestiones más interesantes y menos
atendidas.
Democracia
Para empezar: tanto los independentistas como sus contrarios dan por supuesto que vivimos en una democracia y que ello obliga a algo: al respeto a la ley según unos, al respeto a la voluntad de la mayoría manifestada mediante el voto, según otros.
Pero frente al pensamiento “decente”, que no pone en duda esa cantinela de que vivimos en una democracia, hay que repetir (nunca será suficiente) que la democracia (entendida como el autogobierno del pueblo soberano) es una entidad desconocida en el mundo. Vivimos una plutocracia parlamentaria (y populista en el mal sentido del término, pues se funda en hacer creer al pueblo que ejercita su soberanía mediante las elecciones a las que se le convoca).
Que nuestras democracias son una mera apariencia es algo que se sabe desde Marx de manera fundada, pero debería haber quedado muy claro para todos en los últimos tiempos. Se pretende que la población decide soberanamente. ¿Sobre qué? Volvamos a las preguntas fundamentales: ¿Puede el pueblo soberano cambiar la legislación sobre la propiedad para poner un límite sensato a la riqueza privada? ¿Puede decidir que el IVA y los demás impuestos indirectos son un abuso intolerable, y eliminarlos a cambio de subir cuanto sea necesario los impuestos a los ricos? No, no puede. Si lo intentara vería hasta qué punto su soberanía es ilusoria. Recordemos, por no ir más lejos, el caso de Grecia, que pretendía mucho menos.
Los ridículos retales de soberanía que el poder económico deja a los Estados pueden ser empleados en cuestiones que para ese poder son menores y realmente intrascendentes. Al capital global (el representado por el FMI, la Reserva Federal, el BCE y demás instituciones que con ellos se conciertan) ni le va ni le viene si Cataluña está dentro o fuera de España: ventajas e inconvenientes se compensan. Así que deja el tema en manos de los políticos.
Para un análisis más detallado de qué es nuestra “democracia” me remito a otra entrada de este blog: No cabe democracia en el capitalismo.
El respeto a la ley
Se puede insistir en lo mismo por otro camino. Todo lo que se le ha ocurrido decir a Rajoy es que hay que respetar la ley (y se calla que si la gran banca europea y americana, vía Merkel, ordena lo contrario, se cambia a toda prisa no cualquier ley, sino la misma Constitución). Por su parte los independentistas creen que es admisible desobedecer las leyes cuando son injustas, pero parecen limitar la desobediencia a aquellas que impiden a Cataluña ser nación con Estado propio.
El conjunto de normas que en cada Estado regulan los derechos y obligaciones de la población tiene un núcleo duro y distintas periferias dependientes. El núcleo duro es la legislación que defiende la propiedad y los derechos de una minoría (enriquecimiento ilimitado inviolable, libertad de expresión entendida como propiedad y control privados de los principales medios de comunicación, derecho a erigir centros de enseñanza privados, etc.). Las leyes restantes son notas a pie de página. Perdonen que insista en que el núcleo de la legislación en todas las “democracias” occidentales tiene un carácter eminentemente criminal, y es hoy por hoy inatacable. Hablar de respeto a la ley implica que la ley es respetable. No hay por qué respetar las leyes criminales. Pero las leyes se nos imponen por la fuerza y punto. Es decir, su incumplimiento, en la corta medida en que el ciudadano medio puede incumplirlas, lleva a la cárcel. Otra cosa sería si la mayoría de la población se hiciera “antisistema” y se uniera para decir basta. Pero esto es algo que por ahora no ocurrirá.
¿Derecho a decidir o derecho de libre determinación de los pueblos?
En 1996 las Naciones Unidas establecieron el derecho de libre determinación de los pueblos como parte de los Pactos Internacionales de Derechos Humanos. Este derecho no se discute cuando se refiere a los pueblos coloniales, pero en otro caso choca con dificultades. Una es determinar qué es un pueblo. Otra es que, fuera de las situaciones coloniales, ese derecho entra en conflicto con la integridad territorial de los Estados. Si se reconociera ese derecho habría movimientos de desmembración de los Estados actuales. Por hablar sólo de la Unión Europea, donde la tendencia ha sido de integración progresiva: además de los separatismos españoles tenemos los de Escocia e Irlanda del Norte en el Reino Unido, los de Córcega y Bretaña en Francia, los de Véneto y Padania en Italia, el de Flandes en Bélgica… Por ello cuando un pueblo no está sojuzgado o colonizado por otro, ni el Derecho Constitucional, ni la práctica internacional, ni la doctrina comparada admiten el derecho unilateral de secesión.
Los partidarios de la secesión pueden apelar a un derecho natural que forma parte de la esencia de la democracia y que está por encima de Constituciones y doctrinas. Pero ello es una ingenuidad por lo antes dicho. Quienes quieren que ese derecho sea algo real deben luchar primero por la democracia. Si la consiguen, entonces ese derecho será seguramente innecesario.
¿Qué es un pueblo?
Admitamos sin embargo que ese derecho existe. ¿Quién es su sujeto?
La respuesta nos lleva a un terreno lleno de dificultades tanto si utilizamos el término “pueblo” como si optamos por el término “nación” o los consideramos intercambiables.
Desde un punto de vista empírico podemos afirmar que en el mundo hay Estados, y esto no ofrece dudas, por más que alguno de ellos, como el reciente de Kosovo, no tenga el reconocimiento de toda la comunidad internacional.
Si aceptamos que es nación el sujeto político en que reside la soberanía constituyente de un Estado todo va bien, pero surgen problemas si pretendemos una definición autónoma de nación, y no hay acuerdo entre los que han teorizado el tema.
Hay básicamente dos conceptos diferentes de nación, uno romántico o cuasi religioso y otro laico.
El primero (sus inspiradores fueron Herder y Fichte) considera que la nación es un órgano vivo, de existencia objetiva, cuyos rasgos se manifiestan en unas tradiciones, una cultura y una lengua comunes, se asienta en un territorio y se ha ido formando a lo largo de la historia. La nación es la madre de la que sus miembros descienden y extraen su identidad, es por tanto independiente del deseo particular de esos miembros, vive en ellos como carga genética de la que no pueden sustraerse, y si lo intentan no hacen otra cosa que traicionar su verdadera naturaleza.
Al concebir a la nación como una entidad espiritual (no empírica), esta idea queda fuera del ámbito de discusión racional a semejanza de cualquier creencia religiosa, recluida en el espacio sentimental. Por ello a los fieles se les llenan los ojos de lágrimas ante la bandera que representa a la nación de su alma. Es la concepción que se ha enseñado y se enseña en todas las escuelas y valga repetir que ha tenido como astuta finalidad unir bajo la madre patria, como si de hermanos se tratara, a explotadores y explotados, consiguiendo además llevar al pueblo a morir en guerras que se deciden en beneficio de quienes quedan a salvo. Por ello el nacionalismo ha sido siempre el enemigo natural del internacionalismo de izquierdas. Une a explotados y explotadores de la propia nación contra los explotados de la nación vecina.
Es evidente que la concepción sacra de nación lleva a problemas cuando tiene que encarnarse en una situación histórica concreta, pues no vale para distinguir esencialmente a un territorio y población de otros territorios y poblaciones. Cualquier región puede alegar que tiene su historia y su cultura.
El segundo concepto, el laico (su principal inspirador fue Giuseppe Mazzini), entronca con las ideas de la Ilustración y hace surgir la nación de la voluntad de quienes la forman y de su compromiso de convivir bajo instituciones jurídicas comunes. La nación no es por tanto una entidad independiente de esa voluntad, sino un efecto suyo que igual que aparece puede desaparecer.
La concepción sacra genera la idea de nación irredenta que no podrá alcanzar su máxima plenitud histórica, cultural y lingüística mientras no tenga Estado propio.
En cambio el independentismo de la concepción voluntarista suele apelar a otras razones, por lo general económicas. Es frecuente que la población de un territorio decida independizarse porque dispone de mayor riqueza que no quiere compartir con vecinos más pobres dentro de un Estado común.
Cuestión de fuerza
Si se pretende la independencia es normal que haya conflicto, es decir, que no haya una voluntad, sino voluntades opuestas. La voluntad del grupo independentista se opone por una parte a la voluntad de los no independentistas de su territorio, por otra parte, previsiblemente, a la voluntad del resto de la población del Estado.
¿Cómo se resuelve el conflicto?
Los casos de Escocia y Quebec han servido para una reflexión sobre el asunto. Teniendo en cuenta lo que está en juego tanto para la parte que se separa como para la restante, no se acepta la declaración unilateral de independencia, ni que la parte independentista decida unilateralmente las condiciones. Ha de haber negociaciones con acuerdo, en el que se establecerán las condiciones del proceso. Por ejemplo qué mayoría cualificada será necesaria, sostenida a lo largo de cuánto tiempo, con igualdad de oportunidades de defensa de todas las opciones y con el compromiso de respeto a las minorías y de no repetir el referendum, sea cual sea su resultado, durante un periodo largo.
Si no se respetan estas condiciones habrá más dificultades para conseguir el reconocimiento internacional, salvo que se tenga un buen padrino con fuerza suficiente. Así son las cosas en nuestro mundo. La fuerza es la clave de la legitimidad.
De manera que hay derecho a decidir si hay fuerza (interior y exterior) que lo respalde. Si un 12% exige el derecho a decidir en consulta plebiscitaria estamos ante una mera apelación a un derecho inexistente. Si lo exige un 80% de la población la cosa cambia.
¿Cuánta fuerza puede considerarse suficiente para decretar la independencia? La que obligue a ceder a los opositores.
No cabe duda de que ponen más fuerza los fieles del nacionalismo religioso que los no creyentes. Estos tal vez ni voten, o tal vez sí, pero no estarán en la calle gritando y enarbolando banderas a cada paso, algo que cuenta mucho a la hora de afirmar, transmitir y contagiar un sentimiento.
España y sus naciones
Afirmar la nación apelando a la historia y a la cultura es algo que pueden hacer todas las comunidades españolas. Por ello apelar a la lengua parece más clarificador, y de ahí que los independentistas románticos consideren que en España, dado que se hablan cuatro lenguas, hay cuatro naciones.
Valga repetir que el criterio de la lengua conduce a aporías. Puesto que todos los españoles, catalanes incluidos, hablamos el castellano, esa lengua común constituiría la nación española, con derecho a decidir si quiere ser un solo Estado (en cuyo caso los vascos y catalanes independentistas tendrían que someterse como minorías a la decisión mayoritaria). Si se dice que el castellano no es la lengua materna de vascos, gallegos y catalanes entramos en un terreno incierto, pues en estos países hay gente que tiene el castellano como lengua materna, otros muchos que tienen dos lenguas maternas españolas (una de ellas el castellano) y los hay que tienen lenguas maternas extranjeras.
Además, puesto que el derecho a decidir se ejercita mediante el voto individual, el criterio de la lengua se diluye: en las pasadas elecciones han votado personas con distintas lenguas maternas y no han tenido derecho a votar muchos que hablan la lengua que se supone que otorga el derecho (valencianos, baleares, catalanes que viven en el resto de España, etc.). La CUP se ha hecho cargo de que, si se apela a la lengua, es preciso unir la independencia de Cataluña a la de Valencia y Baleares como mínimo.
Si abandonamos la concepción romántica de nación y pasamos a la voluntarista, los andaluces, los extremeños, los canarios o los madrileños tienen tanto derecho a considerarse nación como los catalanes, los vascos o los gallegos. Y no sólo ellos. Desde esta concepción hay que aceptar que tiene derecho a constituirse en nación y exigir Estado propio cada provincia, cada región, cada ciudad cuyos habitantes así lo decidan, dado que ese derecho depende de la voluntad. Otra cosa es que esa voluntad tenga fuerza para oponerse a la contraria.
Por limitarnos a las Comunidades Autónomas: que sean naciones dependerá de que tengan esa voluntad, de que quieran y, claro, de que ese querer esté apoyado por la fuerza suficiente frente a los que se opongan. ¿Café para todos? Para todo el que lo exija con suficiente fuerza, claro.
Algo más sobre el caso catalán
Las razones para la independencia en Cataluña, tanto las románticas como las laicas, se han comentado hasta la saciedad.
Antes del 2010 el independentismo estaba básicamente fundado en razones sacras y no llegaba al 20 %.
Las causas del crecimiento del independentismo han sido varias:
1. Puesto que muchos catalanes creen que Cataluña es una nación y esto no estaba reconocido en la Constitución española, exigieron ese reconocimiento y un mayor autogobierno. Esto llevó al compromiso de Zapatero y a la redacción de un nuevo Estatuto. El recurso del PP y la Sentencia del Constitucional de 2010, que declaraba inconstitucionales artículos vigentes en los Estatutos de otras Autonomías, llenó de frustración a muchos catalanes y marcó un punto de inflexión. En 2012, año de la primera gran Diada, el independentismo había pasado ya a un porcentaje que sobrepasaba el 40%.
2. La crisis económica ha inducido a muchos a buscar fuera de España las soluciones que no se encuentran dentro, situación aprovechada por una clase política para la que disponer de un Estado propio es sin duda muy atractivo. Desde fuentes oficiales se ha insistido en que los recursos propios son suficientes para salir de la crisis y que con la independencia los catalanes vivirán mejor, puesto que “España nos roba”.
3. Sirve también a la causa el deseo de separarse de un Estado controlado por la insoportable derecha mesetaria del PP, tendente a oponer al nacionalismo catalán un nacionalismo español agresivo.
Estas razones no parecen suficientes, bien por dependencia del contexto, bien porque en todo caso sólo justificarían una batalla por cambiar las reglas del juego dentro del Estado, por ejemplo convirtiéndolo en federal y con nuevas normas de financiación. Pues no cabe duda de que, en virtud de las sinergias que produce la unión, esta es preferible a la separación incluso económicamente, aunque Cataluña deba aportar algo a favor de las regiones menos ricas. Volvamos al ejemplo de Alemania y otros países ricos de la UE: si han aportado dinero a los fondos de cohesión para el desarrollo de los más pobres, Cataluña incluida, no ha sido por generosidad, sino por interés: los beneficios que han recibido por distintas vías han sido superiores al coste.
Claro que respecto al cambio de las reglas del juego hay que reconocer que el proceso independentista catalán está valiendo para que en el resto de España crezca el consenso acerca de que hay que hacer cambios que no se hubieran intentado en otro caso.
Dos contradicciones en el frente independentista
Si caracterizamos a la izquierda por su anticapitalismo (que es lo que me parece correcto por razones teóricas, confirmadas por el comportamiento de los partidos socialdemócratas), a favor de la independencia de Cataluña hay una formación de izquierdas, la CUP.
Ello va contra la tradición internacionalista de la izquierda, uno de cuyos enemigos ha sido, por lo antes dicho, el nacionalismo. Los de la CUP pueden decir que, una vez conseguida la independencia, ellos pueden ser tan internacionalistas como la izquierda del resto del Estado español. Pero no deja de ser un argumento artificioso. Internacionalismo quiere decir que las izquierdas del mundo actúen cada vez más unidas frente al enemigo común, una parte del cual está en la propia nación. ¿Qué sentido tiene entonces separar en dos Estados a la izquierda que está unida en uno solo para luego intentar unir internacionalmente (es decir, con menos consistencia) las partes rotas? Declararse anticapitalista y al mismo tiempo meterse en fregados independentistas codo a codo con la derecha más recortadora y expoliadora de España es revelador de una cierta confusión, tal vez originada por un nacionalismo sentimental y romántico (lo opuesto al internacionalismo) tal vez por un sometimiento al ambiente. Pero en fin, ellos sabrán lo que hacen y por qué.
Otra cosa que llama la atención es que los independentistas, salvo los de la CUP, no se cansaron de afirmar antes de las elecciones, para no espantar votos, que Cataluña no saldrá de la UE si se separa de España. Dejemos si saldrá o no. Lo sorprendente es que busquen soberanía independiente y al mismo tiempo quieran seguir en la UE, que implica una gran cesión de soberanía por una parte, y por otra quedar bajo el control de instituciones que, como bien sabemos, ahogan cualquier intento de iniciativa estatal favorable a la mayoría. Claro está que a Convergencia no hay que pedirle coherencia en este asunto, le va la marcha. Sí habría que pedírsela a Esquerra Republicana en tanto que partidaria del Estado del Bienestar, tan atacado últimamente en nuestro país por las Instituciones Europeas. Sólo la CUP es coherente al proponer la salida de la UE, de ahí que encaje mal con el resto del bloque independentista.
El resultado
Una vez convertidas las elecciones autonómicas en plebiscitarias, los independentistas decidieron que para declarar la independencia unilateralmente es suficiente la mayoría de votos (la mitad más uno), mucho menos que lo exigido para cambiar algunas leyes de menos trascendencia y sin tener en cuenta que la separación afecta también al resto de los españoles, por las numerosas interrelaciones que se han ido estableciendo (económicas, familiares, poblacionales) a lo largo de siglos de pertenencia al mismo Estado. Los independentistas fijaron los detalles y tiempos de “el proceso” y, pese a considerar plebiscitarias las elecciones, aceptaron los límites del censo autonómico (que ha dejado fuera de las urnas a quienes, habiendo nacido en Cataluña y teniendo el catalán como lengua materna, viven en otras partes de España).
Tras el resultado (mayoría de escaños, pero un 47,74% de votos) la primera reacción de los de Junts pel Sí fue afirmar que han ganado en escaños y también en votos, alegando que dentro de CatSíQueEsPot hay independentistas. Esto, claro, puede volverse del revés diciendo que del 47,74% hay que restar los que han votado al bloque independentista por estrategia (para fortalecerlo con vistas a una hipotética negociación de una nueva Constitución y un nuevo Estatuto) y los que abandonarían el independentismo si se les ofreciera una tercera vía. Por tanto dejemos la cosa en el 47,74%. La CUP, con más honradez, ha reconocido que no se ha conseguido la mayoría de votos.
No por ello se acepta interrumpir el proceso. Para seguir se alega que se ha sobrepasado la mayoría absoluta de escaños (72 de 135), sin tener en cuenta que los escaños no se consiguen de manera proporcional a los votos, sino primando a determinadas regiones en las que los votos valen más, algo sin sentido si las elecciones se consideran un plebiscito.
Añádase lo antes dicho, que si el número de independentistas ha pasado en cinco años de menos del 20% a más del 47% por razones coyunturales, si las condiciones cambian en España ese número puede descender de manera significativa.
Pero los razonamientos no sirven cuando estamos ante una cuestión de sentimientos y de fuerza. Aunque el resultado electoral ha enfriado algo los ánimos, los independentistas tienen claro que ahora o nunca, precisamente porque situación tan ventajosa para ellos puede no volver si se la desaprovecha.
¿Es un proceso reversible?
Sabemos que una tercera vía encontrará primero una oposición en la derecha españolista, y luego, si esa oposición se venciera, dos dificultades, localizable una en el País Vasco y Navarra, y otra sobre todo en Andalucía.
No hay justificación racional para, apelando a la historia, mantener el derecho foral con un cálculo del Cupo que concede privilegios económicos al País Vasco y a Navarra. En su momento esos privilegios también se consiguieron con la fuerza (la amenaza del independentismo violento de ETA y su entorno), siendo la apelación al derecho foral un pretexto. Cataluña quiere beneficios semejantes, pero Andalucía rechazará peor trato y tiene fuerza suficiente. Y además ¿dónde quedaría entonces la solidaridad entre regiones, que a la larga beneficia a todas? Este es el problema del encaje de Cataluña en el Estado español: no es sólo el encaje de Cataluña.
Otra vez el punto básico: la población
Mucho más interesante que analizar cómo se han repartido los votos entre la opción independentista y la restante es echar un vistazo al reparto entre derecha e izquierda.
Si nos limitamos a los partidos con representación parlamentaria, hemos visto que la derecha, incluyendo en ella la socialdemocracia (Junts pel Sí, C´s, PSC y PP) ha obtenido un 78,71% de los votos, siendo así que en ese conjunto (aparte de C´s, que no es otra cosa que el sustituto del PP en previsión de su naufragio), están los partidos que han cumplido dócilmente, sin resistencia alguna, las instrucciones crueles llegadas de la UE y del FMI, realizando grandes recortes en recursos y derechos sociales, y que han protagonizado innumerables e impresionantes episodios de corrupción.
La izquierda (CatSíQueEsPot y CUP), libre de casos de corrupción y de participación en los citados recortes, sólo ha conseguido un 17,14% de los votos.
Incide aquí la polémica sobre si se ha realizado la campaña electoral mejor o peor, si la unión de Podemos con Iniciativa y con Esquerra Unida i Alternativa ha sido beneficiosa o perjudicial, si el descenso de votos respecto a las expectativas es culpa de Podemos o de alguno de los socios, etc. Nada de esto es realmente evaluable con exactitud y nada de ello debería considerarse importante. Pues la mera posibilidad de que algo secundario pueda influir en el resultado de manera determinante debe llevarnos al verdadero tema.
Más bien la pregunta oportuna, si no se limita la mirada al corto-corto plazo, es qué puede esperar la izquierda de la gente que puebla España. Y la respuesta es que, por ahora, poco.
Vuelvo a mi insistente afirmación de que la población que tenemos no ha caído del cielo así como es, sino que es así porque viene siendo fabricada desde tiempo inmemorial por regímenes elitistas, con minorías dominantes que saben muy bien cómo utilizar sus potentes instrumentos para configurar las mentes y generar opiniones y valores.
La izquierda tradicional ha malvivido sin enterarse, dedicada a sus protestas testimoniales, sus torpes campañas electorales y su actividad de comparsa en los órganos legislativos y de gobierno a los que ha conseguido acceder (con frecuencia para sólo repartirse algunos cargos o algunas migajas del banquete obsceno del que venimos siendo testigos).
En las próximas elecciones generales no sabemos adónde llegará la izquierda, pero sí sabemos que tanto si fracasa como si triunfa será por causas aleatorias o superficiales, del tipo de si los líderes que piden el voto lo hacen mejor o peor, si son más o menos simpáticos y atractivos, si la situación económica ha empeorado o mejorado, si se gasta más o menos dinero en propaganda, si los militantes de base se mueven más o menos. No por argumentos racionales estables, que lleven a cada votante a saber qué se juega y por qué. De ahí que el apoyo electoral sea tan volátil si se consigue el poder. Lo puede espantar cualquier decisión, incluso, o sobre todo, las que siendo beneficiosas a largo plazo producen de momento la turbulencia inevitable (amplificada, claro, por los medios de comunicación, vean el caso de Madrid).
En fin, esperemos que las próximas elecciones generales nos den una alegría y que sean un punto de partida para algún cambio de actitud y de acciones en este tema decisivo. Esperemos que las organizaciones de izquierda caigan en la cuenta y propongan alguna forma de actuación a largo plazo que vaya remediando este problema, el gran problema de la izquierda en el mundo.