Buscar
Cerrar este cuadro de búsqueda.
Buscar
Cerrar este cuadro de búsqueda.

FEMINISMOS Y TEORÍAS FEMINISTAS (II): LA FILOSOFÍA POSMODERNA Y LAS TEORÍAS DE GÉNERO y QUEER (30 de junio de 2020)

Hay una polémica reciente, muy encendida, que tomo como introducción al tema de que me voy a ocupar.

La comunidad trans ha venido contando con el apoyo de las agrupaciones feministas y también del gobierno del PSOE, por cuya iniciativa la ley 3/2007 permite el cambio de sexo en el registro civil a mayores de 18 años si un informe clínico diagnostica la disforia de género (disonancia entre el sexo biológico y la identidad sexual sentida) y el solicitante ha sido tratado médicamente durante al menos dos años (con exigencia de hormonación, aunque no de cirugía de reasignación sexual).

El caso es que los grupos queer no están satisfechos con lo conseguido y quieren que baste la petición personal de un niño o un adulto para que el registro civil altere la asignación de sexo. De manera que se puede ser oficialmente hoy hombre, mañana mujer y otra vez hombre, con los efectos sociales que de ello se siguen y que estarían originados, en perjuicio de terceros, por una sola voluntad individual. El colectivo queer afirma que exigir condiciones, como el informe de un psicólogo o la prueba de que ha habido un proceso de hormonación previa, es patologizar a la persona trans e impedir su autoasignación.

¿Qué pensaríamos de una asociación de conductores que afirmara que exigir el carnet de conducir es patologizar al conductor?

El PSOE, lo mismo que Unidas Podemos en las propuestas de Ley Trans de 2018 y de LGTBI de 2017, se había plegado a estas exigencias y pasó a defender que es suficiente para la alteración del registro una declaración que deje acreditada la voluntad del solicitante. Pero más tarde ha reconsiderado el asunto y ha enviado desde Ferraz a sus cargos orgánicos un argumentario en el que se opone a que los sentimientos de una persona tengan “automáticamente efectos jurídicos plenos”, exigiendo ahora una “situación estable de transexualidad”, con lo que se vuelve a la ley 3/2007 impulsada por Zapatero.

La decisión se argumenta apelando a las consecuencias de la autoasignación de sexo: afectaría a las estadísticas, que se desagregan por sexos para saber si hay discriminación, desigualdad laboral o social, feminización de la pobreza y techo de cristal; sería por otra parte un ataque a la ley de violencia de género, pues un hombre maltratador podría declarar que se siente mujer para no ser juzgado por este delito; los efectos jurídicos automáticos podrían además afectar a las políticas de paridad y de representación equilibrada de las mujeres e impactar en recursos y servicios como casas de acogida.

Cabe añadir que la no discriminación en el deporte que exigen las personas trans podría llevar a que jugadores de fútbol, tras declararse mujeres, pretendieran entrar en un equipo femenino y consideraran una agresión a los derechos humanos que las normas federativas lo impidieran.

La reacción de miembros del colectivo trans ha llenado estos días muchas páginas. Baste citar la de Patricia Reguero en el diario El Salto, la de Ruth Toledano en eldiario.com, o la de la Fundación Triángulo y la Federación Estatal de Lesbianas, Gais, Trans y Bisexuales (FELGTB), esta última recordando que la autodeterminación de género de las personas trans ha sido exigida por varios organismos internacionales, entre ellos Amnistía Internacional o el Consejo de Europa, así como la propia Organización Mundial de la Salud (OMS) que despatologizó la transexualidad en 2018.

Sus comentarios son semejantes a los de la diputada de la Asamblea de Madrid, Carla Antonelli, que en una entrevista publicada en Público el 21 de junio, acusa al PSOE y al Partido Feminista de España (PFE) de transfobia y de delito de odio, así como de usar “la misma estrategia que utiliza la extrema derecha y el machismo recalcitrante para desvirtuar todos los logros que hemos conseguido las mujeres”.

El PFE ha respondido que Antonelli falsea datos al afirmar que la OMS ha retirado del catálogo de patologías la disforia de género, pues se ha limitado en 2019 a reemplazar el diagnóstico de “disforia de género” por el de ‘incongruencia de género’, que en una nueva edición de su guía ‘Clasificación Estadística Internacional de Enfermedades y Problemas Relacionados con la Salud’ queda definida como una condición relacionada con la salud sexual de una persona, en lugar de un trastorno mental y de comportamiento.

Añade el PFE que es además una calumnia acusarle de tránsfobo, pues aparte de que su presidenta Lidia Falcón defendió a homosexuales, lesbianas y transexuales ante los tribunales franquistas con riesgo de ser ella misma perseguida, en el programa del PFE se pide la financiación pública de los tratamientos hormonales y la cirugía de reasignación de sexo, y por otra parte el Partido Feminista tiene entre sus afiliadas a mujeres reasignadas que se muestran enormemente disgustadas con la propuesta de Ley Trans de 2018 y la de LGTBI de 2017. Una cosa, dice el PFE, es la transexualidad, cuyas opciones se aceptan legalmente desde la Ley de 2007, y otra la “autodeterminación de género” que pretende aprobar Unidas Podemos como ley Trans, constructo lingüístico que no significa nada y que permite a cualquier persona cambiar de sexo por su sola declaración.

Finalmente, el PFE se muestra absolutamente contrario a que los menores, a quienes la ley les impide comprar una casa, vivir independientes, contratar, tener cuenta bancaria y votar, puedan sin embargo decidir su cambio de sexo y sean inscritos como tales por su sola voluntad, y que incluso puedan someterse a bloqueadores de hormonas desde el comienzo de la pubertad y posteriormente a cirugía reasignativa.

Hasta aquí una reseña de la última polémica. Pasemos a considerar las teorías implicadas.

La influencia del pensamiento posmoderno en el feminismo

Han proliferado teorías feministas que, desdeñando los términos sexo, hombre, mujer, machismo, dominación, explotación e ideología, utilizan “género” con distintos añadidos bajo el supuesto de que el sexo es una construcción social, o incluso individual, como llega a decir la doctrina queer.

El trasfondo de estas teorías es el llamado pensamiento posmoderno para cuya comprensión me remito a lo que he expuesto aquí.

Es tarea enojosa y desquiciante entrar en el maremagnum de escritos feministas inspirados en los conceptos oscuros y conservadores del pensamiento posmoderno y por ello voy a fijarme solamente en dos consecuencias de esa influencia: una, menos drástica, es la sustitución de los términos sexo, hombre, mujer e ideología por el término género en distintas combinaciones; otra, más radical, es la doctrina queer.

Es razonable que las feministas se opongan a la tesis de que las características biológicas de cada sexo determinan los papeles subordinados de las mujeres. Pero para oponerse a ese falso determinismo biológico es insensato negar los hechos biológicos. Tras aceptar que hay sexos y diferencias biológicas entre hombres y mujeres, se puede demostrar que ninguna de esas diferencias determina o justifica la subordinación de las mujeres ni el agravamiento de las condiciones de doble explotación que padecen muchas de ellas.

Pero no es este el camino seguido por el feminismo posmoderno.

Simone de Beauvoir escribió en El segundo sexo: “No se nace mujer: se llega a serlo. Ningún destino biológico, físico o económico define la figura que reviste en el seno de la sociedad la hembra humana; la civilización en conjunto es quien elabora ese producto intermedio entre el macho y el castrado al que se califica como femenino. Sólo la mediación de un ajeno puede constituir a un individuo como un Otro.”

Se trata de una formulación resultona, y por ello ha sido tantas veces citada, pero en su mayor parte vacía. La mediación de un ajeno, la constitución de un individuo como un Otro, el producto intermedio entre el macho y el castrado… palabras, palabras, palabras…

Se nace niña y a través de un proceso biológico se va pasando de la niñez a la pubertad, a la edad madura y a la vejez, no importa cultura, ideología o clase social. Más acertado sería decir que se nace animal, y que la cría humana se va convirtiendo en persona conforme adquiere el lenguaje de su grupo, adquisición que proporciona un concepto de yo y de otros, ideas sobre el propio sexo y el otro sexo, ideas acerca de papeles sexuales correctos e incorrectos, etc. Estas ideas no eliminan los hechos, sólo los interpretan, y en gran medida dependen de la estructura económico-política de la sociedad y de la ideología que la legitima.

La persistencia del sexo a través de los distintos niveles de realidad (biológico, psicológico y social) es abrumadoramente evidente. Por ejemplo, el embarazo y la maternidad influyen en la contratación laboral y en el progreso profesional de las mujeres; la menor fuerza corporal de la mujer es condición para el maltrato machista y la violación, esa menor fuerza física es la que determina que haya deporte masculino y deporte femenino, etc., etc.

Sin embargo el feminismo posmoderno afirma que el sexo es un dato que sólo vale en biología, por cuya teoría es creado, pero que el sexo biológico no es un hecho básico, ni siquiera importante, ni siquiera existente en el nivel sociológico, donde lo que importa es la conceptualización social, la fabricación cultural de géneros con roles específicos. De manera que se pasa a hablar de identidad de género, rol de género, simbolismo de género, binarismo de género, violencia de género, perspectiva de género…

Esto conduce a que una feminista, para expresar que se siente discriminada por ser mujer, diga por radio que se siente discriminada por razón de género, o que otra feminista, mientras utiliza la palabra “masculinidad” para hablar de la masculinidad, en cambio utilice “identidad de género” para hablar de la feminidad en el mismo párrafo, o que otras feministas digan que «ser trans no es una disidencia, es una identidad», y que se queden tan contentas, como si estuvieran por encima del lenguaje común y ello les diera una buena sensación.

Como es de esperar, dada una definición de “género” (digamos «roles socialmente construidos, comportamientos, actividades y atributos que una sociedad considera como apropiados para hombres y mujeres») no queda claro qué significa, por ejemplo, “violencia de género”. En buena lógica debería significar que el papel apropiado que la sociedad asigna al hombre es la violencia sobre la mujer. Pero ¿acaso son todos los hombres violentos con las mujeres? O bien podría significar que hay formas de violencia que la sociedad considera apropiadas para la mujer y otras apropiadas para el hombre. Pero entonces la expresión “violencia de género” se refiere tanto a la que ejercen mujeres sobre hombres como a la que ejercen hombres sobre mujeres, y por tanto es una expresión que va muy bien a la ideología de Vox. Sin embargo las feministas que hablan de violencia de género no se refieren a la que puedan ejercer mujeres sobre hombres, sino sólo a la socialmente preocupante, que es la que ejercen algunos hombres (machistas) sobre mujeres. Por tanto la expresión adecuada no es violencia de género sino “violencia machista”.

A su vez la expresión “perspectiva de género” debería referirse a la que considera la realidad desde los papeles y comportamientos de mujeres y hombres, pero la expresión se utiliza para examinar la discriminación de las mujeres desde la perspectiva de sus intereses. Por tanto la expresión correcta no es “perspectiva de género”, sino perspectiva femenina o feminista. Etc., etc.

La doctrina queer

La deriva posmoderna llega a su límite con la teoría queer, influida, calculen ustedes, por el postestructuralismo, el psicoanálisis de Lacan, el deconstructivismo de Derrida y la idea de performatividad, pero sobre todo por Foucault, que en su Historia de la Sexualidad afirma cosas como que el secreto del sexo no reside en esa realidad básica en la que se sitúan todas las incitaciones a hablar de sexo, fábula indispensable para la economía eternamente proliferante del discurso del sexo, bla, bla, bla, etc., etc.

Inspirándose en un concepto de performatividad sacado de contexto, Judith Butler dice que, del mismo modo que ciertas palabras tienen el poder de crear realidad (en contextos autorizados), nuestros comportamientos y acciones tienen el poder de construir la realidad de nuestros cuerpos. De manera que aunque los entornos sociales y culturales tienen efecto sobre nosotros, lo importante al final no es tanto la narrativa social cuanto las “narrativas” subjetivas. El sexo viene así construido por la decisión particular de un niño o un adulto, que, a partir de repeticiones regulares y de actuar como un determinado sexo, desarrollan sexos que les son integrados. Esta es la razón de por qué nuestros cuerpos humanos no son ni macho ni hembra (o algo diferente), sino un total desconocido que no puede existir independientemente de nuestras ideas sobre él.

¿Cómo puede tener credibilidad un discurso de ligereza tan gratuita? Pues la tiene y de esa ligereza viene el concepto de “sexo sentido”, utilizado como si aludiera a algo cuando es en realidad un concepto vacío. ¿Qué es sentirse hombre o sentirse mujer?

Para responder a esta pregunta deberíamos tener claro el significado de los términos “sexo”, “hombre” y “mujer”, pero esto es algo que no interesa al pensamiento posmoderno, acostumbrado a utilizar los términos con una laxitud que les permite alterar a conveniencia el significado en cada contexto.

Si nos ponemos a indagar llegaremos a la conclusión de que el único criterio comúnmente utilizado en todos los tiempos y culturas es el biológico, y ello por la sencilla razón de que no hay otro. Se dice “ha nacido un niño” o “ha nacido una niña” en virtud de caracteres observables que están referidos al hecho fundamental de la reproducción, esto es, al sexo biológico. Y esa asignación inicial de sexo se sostiene a lo largo de la vida de las personas. Hasta la llegada del pensamiento posmoderno, por más que incluso la mayoría de las personas trans definen su “sexo sentido” por las características biológicas que quieren imitar mediante hormonas y cirugía.

El criterio biológico hace que el sexo, como hecho bruto, sea por completo independiente de nuestras narrativas subjetivas, de nuestros sentimientos y de nuestras acciones repetidas.

Cierto que la persona trans que ni se hormona ni recurre a la cirugía puede decir que su “sentirse mujer” no tiene que ver con características biológicas.

Pero entonces, si su concepto de mujer no se refiere a propiedades fisiológicas ha de referirse a propiedades mentales. ¿Y qué propiedades mentales distinguen al hombre de la mujer? Precisamente un principio del feminismo es que ninguna característica intelectual o afectiva independiente del aprendizaje distingue a mujeres de hombres. Ni siquiera podemos decir que las mujeres se caracterizan por su orientación hacia los hombres y al contrario, pues en tal caso tendríamos que considerar mujer al hombre gay y hombre a la mujer lesbiana.

Cierto que cabe hablar de hombres castrados y de hombres y mujeres estériles, pero siempre por referencia a los modelos biológicos de mujer y hombre. Nunca diríamos que un hombre castrado es una mujer, ni que una mujer estéril es un hombre.

¿En qué puede consistir entonces el “sexo sentido”? Hay sin duda innumerables maneras de sentirse mujer o de sentirse hombre y todas ellas pertenecen al interior mental de cada cual, pero sin duda no se puede sentir mujer de la misma manera la prostituta que la monja, la adolescente que la anciana, la que vive en la pobreza que la que se sirve de empleadas del hogar y es adicta a moda, joyas y cosmética. El otro día una contertulia de la SER confesó a Angels Barceló que estaba contenta por haberse puesto al fin zapatos de tacón tras el largo confinamiento, y las mujeres presentes estuvieron de acuerdo en que los zapatos de tacón empoderan a las mujeres. Ese verbo se utiliza mucho. Se ha dicho también que la minifalda empoderó a la mujer. He ahí una manera de sentirse mujeres que sin duda no es universal.

Las innumerables maneras de sentirse mujer u hombre sólo tienen una cosa en común: la forma en que las particularidades de la realidad corporal influyen en los contenidos mentales. En el “sentirse mujer”, como dije en la anterior entrada de este blog, necesariamente hay que incluir la forma en que se viven realidades que el hombre no conoce, las relacionadas con el desarrollo corporal en la adolescencia, la menstruación, los posibles embarazo, parto y aborto, la maternidad, la menopausia y el temor a las específicas patologías del aparato reproductor femenino, realidades desconocidas por el hombre que dice “sentirse mujer”.

En definitiva, el concepto de “sexo sentido” es una fantasía indefinida e incomprobable que podemos traducir por una expresión más realista: la persona trans repudia el sexo que tiene y quiere tener el otro, y para conseguirlo está dispuesta a cualquier sacrificio.

Pero esto equivale a decir que esa persona quiere un imposible que aboca necesariamente a lo que una trans ha llamado “ser un bolso de imitación”. Nadie tiene derecho a reprochar esa imitación, ciertamente dolorosa, que convierte a las personas trans en personajes trágicos, condenados a un nivel de frustración muy alto que ellas mismas proclaman cuando hablan de sus sufrimientos y de su mayor tasa de suicidios. Tienen además que padecer los efectos de una transfobia no erradicada, e inconvenientes que se siguen de que figuran oficialmente con el sexo que repudian y no con el que querrían tener. Por tanto merecen el apoyo de quienes respetan la libertad ajena y disponen de empatía. Tienen además derecho a que el Estado las defienda con actuaciones educativas en la escuela y con legislación específica.

A lo que su sufrimiento no les da derecho es a que la sociedad entera haya de plegarse a exigencias excesivas, y tampoco a teorizar sin que se les pueda contradecir, como si los demás estuviéramos obligados a asentir a sus conceptos. Deben aceptar que otros pensemos que, puesto que sentirse mujer siendo hombre no se sabe bien qué cosa pueda ser, pero en todo caso no equivale a ser mujer, la llamada “mujer trans” debería en puridad ser llamada “hombre trans”, y por la misma razón el llamado “hombre trans” debería ser llamado “mujer trans”, precisión lingüística que para nada afecta a sus derechos y que puede hacerse con toda la simpatía del mundo, como en este caso. Por supuesto que las personas trans no tienen por qué estar de acuerdo con esta precisión, pero entonces deberían rebatirla con argumentos, no con insultos y acusaciones.

Ocurre que los argumentos son difíciles en el terreno de la posmodernidad, porque las teorías de género y queer se refutan a sí mismas. Pues si los hechos no existen, sino que son creados por la teoría cultural, o por la voluntad individual, entonces la explotación y discriminación de la mujer, y la violencia machista, y también las “mujeres trans”, sólo existen a la luz de las teorías que las crean, pero no a la luz de otras teorías que las niegan. Y si no hay hechos objetivos e independientes con los que confrontar las teorías, todas valen lo mismo, la de género, la queer y la patriarcal.

A la izquierda le conviene saber de dónde viene cada idea y para qué, ahora que estamos inmersos en el pensamiento posmoderno conservador. Tanto la teoría de género como la queer, aparentemente radicales, son inofensivas para la clase dominante, hasta el punto de que corporaciones como Apple o Coca Cola apoyan las campañas LGTB y los desfiles del Orgullo, y subvencionan cátedras, departamentos y becas de estudios de género y queer.

En la próxima entrada de este blog terminaré estas reflexiones con la exposición de la teoría feminista que puede derivarse de un marxismo puesto al día.

Si quiere hacer algún comentario, observación o pregunta puede ponerse en contacto conmigo en el siguiente correo:

info@jmchamorro.es